Encontrada
D
espertó con un ligero vaivén; meciéndose rítmicamente, como un niño en su cuna. Después abrió los ojos y parpadeó varias veces con esfuerzo, dejándose hipnotizar por el baile de unos doseles de colores que ondeaban al viento sobre su cabeza. Una vez hubo comprendido que no estaba soñando, se percató de que todo avanzaba lentamente a su alrededor.
La muchacha giró la cabeza y observó unas botas gastadas caminando junto a un animal de transporte. Eran de color tierra y estaban cubiertas por jirones de ropa naranja y azul. ¡Un Errante!
Lan trató de incorporarse, descubriendo que se encontraba en una improvisada camilla de caña tirada por un
wimo
y que le dolía hasta el último de los huesos de su cuerpo. Los velos de colores hacían la función de un práctico parasol, así que los apartó con todo el cuidado que sus brazos magullados le permitieron y preguntó:
—¿Qué ha pasado?
El hombre que la había rescatado no se molestó en responder. Ella seguía desorientada, pero insistió:
—¿Dónde estoy?
La muchacha escuchó al Errante suspirar hastiado. Por primera vez, recordó el silbato de Nao y comprendió que le había salvado la vida.
—¿Quién eres? ¿Maese Nicar? —Trató de adivinar.
Con una vara, el Errante indicó al animal que redujera el paso y entonces respondió:
—Te he rescatado.
Lan enmudeció, habría reconocido ese timbre de voz en cualquier sitio.
—¡El secuestrador! —Entró en pánico
La muchacha trató de liberarse de la camilla, pero tenía el hombro dislocado y el cuerpo lleno de moratones. Su aventura con la come-tierra le había pasado la factura.
—¡Déjame en paz! —chilló—. ¿Me oyes? ¡No permitiré que me secuestres al igual que…
—¿Es que no me has oído? —la interrumpió—. He dicho que te he salvado.
Lan gruñó de nuevo, agitándose con fiereza, y después lo acusó.
—¡Ja! Seguro que tú provocaste la ruptura. ¡Suéltame! Debo encontrar a mi madre y a mis amigos. ¡Eres un maldito…!
Entonces sintió que una dulce fragancia irrumpía en sus fosas nasales. Estaba cansada muy cansada. Cerró los ojos lentamente y todo se volvió oscuro. Su cuerpo se relajó, y luego sintió paz.
Al despertar, Lan estaba segura de dos cosas: que se había perdido y que alguien la había encontrado. Su carrera con los come-tierra y la discusión con el secuestrador de Ivar probablemente habían sido algún tipo de alucinación causada por las Partículas, por una insolación o por los cristales de aquella extraña planta. De no ser así, no sabría cómo explicar la rápida recuperación de sus heridas, ni porque descansaba plácidamente sobre el colchón de una tienda iluminada por faroles.
La muchacha se desperezó y se puso en pie. Efectivamente, la mayoría de las magulladuras habían desaparecido, incluso el hombro había vuelto a su sitio; sólo quedaban algunos moratones y una contusión en la pierna derecha que le obligaba a cojear. Lan miró a su alrededor. La tienda era pequeña, pero cabía lo esencial: un colchón, un pequeño arcón con algunos enseres y una mesa que aprovechaba un saliente de una roca para sujetarse. El quemador que había sobre la mesa desprendía un agradable olor que le recordó a la fragancia que había olido antes de desvanecerse. Desconfiada, permaneció unos instantes en completo silencio, intentando escuchar algo del exterior. No estaba segura de lo sucedido, así que debía ser cauta. Tenía que averiguar quien la había llevado hasta allí y si había encontrado también a su familia o algún otro habitante de Salvia. La joven se vistió apresuradamente y se calzó las botas, que estaban junto al arcón.
Justo cuando se disponía a dirigirse a la entrada de la tienda, el sonido de pasos y voces la hizo retroceder. Alguien se acercaba.
Al principio, la luz que se coló por la abertura no la dejó ver con claridad; la muchacha pensó que la figura de aquella mujer era su madre. Se le aceleró el corazón, pero no tardó en descubrir, que, en realidad se trataba de una Errante de cabello rojo y encrespado. Vestía como ellos y mantenía la distancia para no tocarla por error.
—Por fin has despertado.
—¿Dónde estoy? —preguntó algo confusa—. Mi… madre, mis amigos, ¿también están aquí?
La mujer se acercó hasta la mesa, donde dejó una cesta con fruta y un cuenco de leche. Después le respondió con su voz calmada:
—Lo siento, sólo te han encontrado a ti. Estabas malherida en el desierto. Fue una casualidad; uno de los nuestros te ha traído hasta aquí, pero no sabemos si hay más sobrevivientes.
Cabizbaja, Lan se sentó de nuevo en la cama. Al parecer, la pesadilla aún no había terminado.
—Ahora te encuentras entre Caminantes de la Estrella. No debes de preocuparte por nada.
—¿Caminantes?
—Vosotros nos llamáis Errantes.
A decir verdad, Lan nunca les había oído definirse a sí mismos como Errantes.
—Pero…
—Tranquila. El Guía te dará todas las respuestas.
—¿El Guía? ¿Te refieres a Maese Nicar? Vuestro líder.
La mujer arqueó los ojos y entonces repitió con una sonrisa:
—Vosotros lo llamáis así.
Lan no sabía a qué se refería; pero, como aquella Errante no parecía representar una amenaza, se dejó llevar por las circunstancias.
—En estos momentos, el Guía está reunido con algunos de mis Hermanos, así que te pido paciencia. Mientras tanto, puedes pasearte por el asentamiento o seguir descansado, como prefieras.
La muchacha asintió, agradeciéndole la proposición. Cuando la mujer se marchó, Lan asumió que todo lo que recordaba había sucedido de verdad; tras la ruptura de la Quietud, los come-tierra la habían vapuleado por el desierto hasta hacerle perder el conocimiento, y luego había caído en las manos del secuestrador de Ivar.
Desde luego la suerte no la acompañaba.
Lan observó el cuenco con leche que la mujer había dejado sobre la mesa y no dudó en bebérselo. Luego, atacó el cesto de fruta. No tenía ni idea del tiempo que había pasado en cama, pero se había despertado con el estomago vacio.
Con las fuerzas renovadas, salió de la carpa decidida a curiosear los alrededores. Aunque el secuestrador era uno de ellos, los Errantes siempre la habían fascinado, así que, ahora que tenía la oportunidad de estudiar cómo vivían, no pensaba desaprovecharla.
Lan descubrió que, aunque el terreno seguía siendo yermo, ya no se encontraba en el desierto. Como si de una telaraña se tratara, los Errantes habían desplegado un entramado de cuerdas entre los troncos de un antiguo bosque petrificado. Allí, todo lo que antes había tenido vida ahora se encontraba en estado fósil. Los esqueletos de distintos animales permanecían impresos en la roca. Aquél era un lugar triste y gris, sin vegetación ni posibilidades para la caza… pero por lo menos tenía sombra.
Paseó sin pretender llamar la atención, pero resultaba inevitable que se fijaran en ella. Todo el mundo la saludaba, aunque nadie osaba acercársele demasiado. La muchacha se fijó en que el aspecto de hombres, mujeres y niños no era tan diferente al de los miembros de su propio clan, pero si pudo distinguir una serie de rasgos: los Errantes tenían la piel tostada debido a sus continuos viajes, y solían ser bastante altos. Además, eran sigilosos como gatos y proyectaban siempre una imagen afable, algo a lo que contribuía el dominio de su voz, que utilizaban para embelesar a su interlocutor de la misma forma que un cuentacuentos se propone captar la atención de sus oyentes. En general, los Errantes eran almas serenas, pero a menudo había visto la preocupación reflejada en sus rostros, evidenciando que, al fin y al cabo, eran tan humanos como los habitantes de cualquier otro clan.
Lan recorrió el asentamiento hasta que llegó al asadero y se detuvo a fisgonear. Allí, un grupo de hombres daban vuelta a una especie de lagarto sobre un buen puñado de brasas. Luego, rodeó el cerco donde convivían
wimos
y animales de granja, y observó a una mujer de brazos fuertes ordeñando a una curiosa vaca de pelo largo con un raro artilugio mientras su hijo, que no tendría más de siete años, la ayudaba a transportar los cubos que iban llenando poco a poco.
A la muchacha le pareció que aquella era una comunidad bien avenida, donde todo el mundo tenía una función. Además, no se inquietaban por los Límites, ya que eran un pueblo nómada que se desplazaba constantemente y, por lo tanto, desconocía cualquier tipo de frontera. No les importaba pasar la noche en medio del desierto o encima de una montaña helada, estaban preparados para sobrevivir bajo cualquier circunstancia. Consentían que el planeta los llevara de aquí para allá, sin preocuparse demasiado por lo que dejaban atrás. De algún modo, a Lan le pareció que esa capacidad para aceptar las cosas tal y como se les presentaban era verdaderamente admirable.
Siguió paseando entre las carpas durante un buen rato, hasta que distinguió un grupo de siluetas saliendo de una de ella. La reunión había terminado y los Errantes se disponían a volver a sus quehaceres. En la multitud, una figura destacó entre todas las demás: era el Errante que la había capturado.
Lan se estremeció y trató de despejar la mente para pensar con claridad. Llegó a la conclusión que no le convenía otro enfrentamiento. Ahora se encontraba entre los suyos y nada podía hacer para pararle los pies.
En cuanto se percató que el Errante caminaba en su dirección, la muchacha retiró la mirada y deseó que éste pasara de largo sin decirle nada. Aún sentía escalofríos al recordar lo que sintió al tocarlo.
Para su desgracia, el chico se detuvo a una distancia de seguridad más que prudencial y le dijo:
—Me alegra verte recuperada.
Lan enmudeció. Era la primera vez que el secuestrador se dirigía a ella con un atisbo de amabilidad.
—Gra… gracias —respondió con cautela, examinándolo de arriba abajo mientras decidía que aptitud tomar.
—¿Sabes? Me han echado una buena bronca por rescatarte, así que espero que no vuelvas a gritarme —le soltó.
—¡Oh! Yo…
—Sí, ya lo sé. No hace falta que me lo agradezcas —le interrumpió—. Está claro que, de no ser por mí, habrías muerto en ese desierto.
—Pero ¿Quién te crees que eres? —le recriminó enfadada.
—Sólo digo que me he jugado el cuello para salvarte la vida —quiso aclarar—, así que lo mínimo que puedo pedirte es respeto. ¿No crees?
—¿Respeto? ¿Pretendes que respete a un… secuestrador de niños? — dijo con desprecio.
—No soy un secuestrador.
—¡JÁ! Demuéstramelo.
El chico bajó la mirada irritado y se masajeó el puente de la nariz con un gesto pensativo, eligiendo las palabras con cautela para evitar una contestación demasiado dura.
—¿Sabes? No tengo por qué aguantarte. —soltó al final.
—¡Lo mismo digo!
Instantes después, el muchacho se fue por donde vino dando zancadas y agitando los brazos enfadado.
—Estúpido arrogante… —murmuró Lan.
De pronto, la pelirroja que la había atendido en la carpa apareció tras ella sigilosa como un gato.
—¿Estás bien?
La muchacha se dio un buen susto. Aunque la tranquilizadora voz de aquella mujer era como un bálsamo, su andar etéreo la ponía nerviosa.
—Eh… sí. Más o menos.
Lan retrocedió unos pasos, obligando a la mujer a esquivarla hábilmente.
—No se lo tengas en cuenta, últimamente está sometido a mucha presión.
—Seguro… —dijo, poniendo los ojos en blanco.
—Es un chico rebelde, pero no tiene malas intenciones —insistió en excusarlo.
—Yo no diría lo mismo.
—Vamos. ¿Es que no lo ves? Lo acusaste en público. ¡Tiene miedo!
De pronto, Lan se interesó en las palabras de la mujer. Aquello la había pillado desprevenida.
—¿Miedo? ¿De mí? —se sorprendió.
—De las consecuencias de tocar a una humana —le aclaró.
—Pero él…
—Si lo que dices fuera verdad, sería expulsado. ¿Entiendes? El castigo por entrar en contacto con alguien como tú es muy severo: lo abandonarían a su suerte en cualquier parte —explicó.
—Eso es… cruel. Lo obligarían a perderse.
—Bueno, en realidad nunca hemos tenido que abandonar a nadie.
—No lo entiendo. ¿A qué te refieres? —preguntó confusa.
—Desde que los Caminantes descubrieron esta especie de… maldición —dijo, agitando los dedos con aire tenebroso—, nadie ha vuelto a tocar un humano que no pertenezca a nuestro pueblo. Es cierto que ha habido algún que otro accidente, pero nunca de forma voluntaria. Para nosotros es una cuestión de honor; respetamos a todos los seres vivos, somos tan consientes de nuestro poder que nadie ha osado a hacerlo, jamás.
—¿Jamás?
—Jamás —aseguró—. Por lo tanto, nunca hemos tenido que hacer efectivo el castigo.
—Pero él… —empezó a decir, antes de morderse la lengua.
En ese instante, Lan comprendió por que el muchacho había mentido en Salvia. Si hubiera admitido que la había tocado, se habría convertido en el primer Errante en ser castigado. Lo habrían abandonado en cualquier parte, algo muy similar a perderse tras una ruptura de la Quietud. Habría sido sentenciado a muerte por los suyos.
—¿Qué decías?
—Eh… nada. Nada.
La mujer sonrió y después le comunicó:
—Creo que el Guía te estaba buscando. Si no te importa te llevaré hasta su tienda. Tenéis muchas cosas de que hablar.
—¿Maese Nicar? —dijo con un brillo en la mirada—. ¡Por supuesto! Estoy deseando conocerlo.
***
Cuando Lan entró en la carpa del Guía, primero se fijó en los colores vivos de sus alfombras y después se dedicó a olfatear el agradable aroma de la mezcla de los inciensos. Resultaba evidente que aquel era un lugar pensado para meditar y resolver todo tipo de problemas, una especie de templo.
—Espero que te sientas cómoda entre nosotros —dijo el anciano, surgiendo de entre las alfombras.
—No tengo nada de lo que quejarme. Agradezco que me curarais, y me habéis alimentado muy bien.
El viejo le dedicó una amable sonrisa y después se acercó a ella más que ningún otro Errante. Se encontraba a escasos centímetros, algo que incomodaba a Lan, porque sabía que podría tocarla con sólo extender los dedos. Aquello demostraba que Maese Nicar no le tenía miedo, así que la muchacha lo interpretó como un gesto de confianza y trató de relajarse.
—Disculpa que no te dé la mano —ironizó el anciano.