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Authors: Javi Araguz & Isabel Hierro

Tags: #Juvenil, Romántico

La Estrella (3 page)

Avanzaron por las enormes raíces aéreas, saltando de rama en rama y deslizándose por los troncos tapizados de musgo que interconectaban aquellos gigantescos árboles. Habían decidido rodear el pueblo sirviéndose de las rutas que los recolectores utilizaban para recoger frutos. Desde allí arriba, el paisaje resultaba realmente hermoso; ante sus ojos se extendía una selva que parecía no tener fin, repleta de vegetación infranqueable, cascadas y profundos barrancos. Si no fuera por los súbitos cambios que sufría el planeta, sin duda, aquél sería uno de los mejores lugares para vivir.

Nao le ofreció cortésmente la mano para ayudarla a descender hasta el suelo, y después bajó él con un calculado salto, haciendo alarde nuevamente de su espléndida forma física.

Por fin habían llegado a la calle central del clan, donde las hogueras señalaban el punto de reunión con los visitantes.

—¡Vaya! —Se sorprendió el muchacho—. Nunca había visto tantas hogueras juntas.

—Eso quiere decir que han venido todos.

—¿Todos?

—Habitualmente sólo entran en el pueblo los Errantes más ancianos, los líderes. Como hoy hay muchas hogueras, imagino que esta vez se presentarán todos —explicó, pagada de sí misma.

—Entonces debe de ser algo muy importante —especuló Nao.

Sin dejar de avanzar hacia el gentío, Lan miró de reojo a su compañero. Deseaba contarle lo sucedido. Confiaba en él y sabía que la creería, pero también que la regañaría por haber corrido semejante riesgo; atravesar el Límite estaba prohibido, era demasiado peligroso, incluso para el valiente Nao.

—¿Te ocurre algo? —preguntó al verla pensativa.

—No, es que… lo que ha pasado con el niño, verás… tengo algo que explicarte. Yo no lo he encontrado.

—¿Qué quieres decir? —Se extrañó el muchacho—. ¡Ah! Ya sé; te encontró él a ti. Déjame adivinar: Ivar estaba jugando en los cobertizos y te ha dado un susto de muerte. ¡Ja, ja, ja!

—No, no es eso —Lan miró nerviosa a su alrededor, había demasiada gente—. Me adentré en el bosque, estaba oscuro, todo temblaba, temí que se hubiera ahogado en un lago, y entonces lo oí llorar, al otro lado del Lím…

—¡Naooo! ¡Laaan! —llamó una vocecilla a lo lejos.

—¿Mona? —dijo el chico mientras se abría paso entre la muchedumbre—. ¡Pasooo! ¡Abran pasooo!

Lan se había quedado con la palabra en la boca, pero pensó que era mejor así. Aquél no era ni el lugar ni el momento apropiado para desvelar a su amigo lo ocurrido.

—Por fin os encuentro —celebró una niña con coletas—. Os he guardado un buen sitio.

—Gracias, Mona, no me lo perdería por nada del mundo —contestó Lan.

En un clan tan pequeño no abundaba la juventud. Era difícil reunir a un grupo de amigos más o menos de la misma edad, gustos e intereses, pero Lan, Nao y Mona siempre se habían llevado de maravilla.

Mona era la más joven. Aunque tenía cuatro años menos que Lan, era una niña responsable, educada, muy cariñosa, y siempre se ofrecía para ayudar a los demás de forma desinteresada; por eso era una de las chicas más apreciadas de su comunidad.

En cuanto a Nao, era pastor de
wimos
, aunque siempre había querido ser un Corredor, como Fírel. Ayudaba a su padre con el negocio y estaba orgulloso de ello, pero confiaba en que algún día le dieran una oportunidad. Los
wimos
eran una especie de galgos del tamaño de un caballo: tenían una silueta esbelta y fibrosa. Su complexión era lo suficientemente robusta como para transportar todo tipo de cosas en sus alforjas sin disminuir ni un ápice su gran velocidad, lo cual los convertía en animales perfectos para los Corredores: exploradores entrenados para abandonar el pueblo en busca de clanes cercanos con los que realizar todo tipo de intercambios de útiles e información. Como era habitual en los pastores, Nao nunca se separaba de su silbato. A Lan siempre le había parecido fascinante el efecto que aquella pequeña caracola con agujeritos tenía en esos animales. Para un pastor de
wimos
, era su objeto más preciado; no podía permitirse perder ninguno de sus ejemplares, por lo que no debía descuidar nunca su silbato. Gracias a su particular sonido, era capaz de convocar a su rebaño y hacer que lo obedecieran. Además, éste solía pasar de padres a hijos, así que también era una especie de valioso legado familiar.

—¡Ya están aquí! —celebró Mona.

—No recuerdo la última vez que pasaron por nuestro clan —pensó Nao en voz alta.

—Claro que no. De eso ya hace más de tres años, y tú guardabas cama en casa con aquel merecido resfriado. Fue el año en que decidiste zambullirte en uno de los lagos mientras nevaba, ¡ja, ja, ja!

—¡Vaya memoria! —se sorprendió el muchacho.

—Recuerdo todas y cada una de las visitas de los Errantes, porque siempre he tenido la esperanza de que traigan noticias sobre mi padre.

Nao y Mona intercambiaron miradas y permanecieron callados. Sabían lo mucho que a Lan le importaba su padre, pero también que las probabilidades de recibir noticias suyas se habían desvanecido por completo. Había pasado demasiado tiempo.

Lan rompió el incómodo silencio señalando al primero de los Errantes:

—¡Mirad! Allí está Maese Nicar —dijo maravillada.

Un anciano de complexión delgada avanzó con solemnidad por el pasillo de gente. El líder de los Errantes era clavo y poseía unos severos ojos azules que infundían respeto. Lo seguía todo un séquito de hombres y mujeres de edades variadas. Lan, como el resto de espectadores, los miraba llena de admiración. Los Errantes eran los únicos seres vivos capaces de caminar sobre el Linde sin perderse. Nadie sabía cuál era su secreto; no obstante, como ese reducido pueblo de nómadas viajaba de un lado a otro del planeta evitando las constantes rupturas de la Quietud, se les suponía toda clase de poderes mágicos. Aun siendo humanos, iguales al resto de personas que poblaban el Linde, algunos creían que habían sido elegidos por los dioses, otros que eran capaces de comunicarse con el planeta y unos pocos que, sencillamente, se dejaban llevar sin importarles cuál sería su próximo destino. Sea como fuere, todo el mundo apreciaba a los Errantes. Eran sabios, contaban unas leyendas magníficas de otros pueblos. No comerciaban con su conocimiento ni con aquello que transportaban, lo único que pedían a cambio era comida y un lugar en el que hospedarse.

—¡Halaaa! —exclamó Mona—. Nunca había visto tantos Errantes juntos.

Lan se lo tomó como si se tratara de una señal, siguió investigando sus ropas e incluso sus andares. Luego sostuvo una amplia sonrisa en su rostro, probablemente provocada por la esperanza de recibir noticias sobre su padre, hasta que, repentinamente, su felicidad desapareció.

Aquello no tenía ningún sentido. Era imposible. Uno de los Errantes llevaba tatuado en el dorso de su mano exactamente el mismo dibujo que el secuestrador.

A Lan se le aceleró el corazón. Rápidamente, la muchacha se aseguró de que aquel hombre no fuera el mismo que había visto en el bosque, y después buscó el símbolo en el resto de Errantes.

—No. No, no, no… —murmuró, negando con la cabeza.

—Pero ¿qué te pasa? —dijo su amigo, extrañado.

Todos tenían la marca.

—No puede ser. No puede ser, no-puede-ser… —repitió una y otra vez.

—Lan, ¿estás bien? —se preocupó Mona.

—Déjala, es más rara que un
wimo
de tres cabezas. ¡Ja, ja, ja! —rió Nao.

Lan se abrió paso entre el gentío para situarse cerca de las hogueras y comprobó que Nicar, el líder, también llevaba tatuada esa estrella en su mano.

—No lo entiendo. Es completamente imposible —farfulló—. Los Errantes nos protegen, ellos nunca harían algo así —trató de convencerse a sí misma.

Cuando los visitantes se detuvieron frente a las hogueras, los niños se situaron en primera línea para no perder detalle y el resto de pueblerinos permaneció en pie. Había pasado demasiado tiempo desde su último encuentro, así que la gente del pueblo estaba emocionada.

Nicar dio un paso al frente y alzó la palma de la mano para reclamar la atención de los presentes.

—Amigos del clan de Salvia —dijo en un tono solemne—, como siempre, agradecemos vuestra hospitalidad y os rogamos que nos escuchéis con atención, pues hoy hemos venido para hablaros de algo sumamente importante. Por desgracia, esta vez no traemos buenos presagios, tampoco noticias de pueblos vecinos ni otro tipo de información. La nuestra no es una simple visita de cortesía.

La muchedumbre empezó a cuchichear nerviosa. Lan decidió escuchar lo que el anciano tenía que decir antes de llegar a ninguna conclusión. Aquel Errante iba a anunciar algo importante, algo que seguramente lo explicaría todo.

—Como sabéis, viajamos a través del Linde y conocemos el estado de todos y cada uno de los clanes y ciudades de este planeta cambiante —explicó—. Todos sabemos que la estabilidad es un privilegio al alcance de muy pocos, y que, desgraciadamente, el planeta cambia de forma cada vez más rápido. Ya no permanece en calma durante largos periodos de tiempo, lo habéis comprobado. ¡Dos veces! ¡Habéis sufrido dos violentas rupturas de la Quietud en apenas siete días!

La multitud se mantuvo en silencio. Lo habitual era que los Errantes les trajeron buenas noticias, curiosas historias y todo tipo de mercancías exóticas; no estaban acostumbrados a escuchar mensajes catastrofistas de aquella tribu de nómadas a la que respetaban e incluso veneraban por su sabiduría y conocimiento del planeta.

—No queremos alarmaros. Debemos mantener la templanza y seguir sobreviviendo como lo hemos hecho siempre, pero es nuestro deber informaros que la Herida se está haciendo cada vez más grande y que por ello el Linde, nuestro querido Gran Linde, cambia de forma tan a menudo.

La Herida era la zona más temida del planeta. Si alguien se perdía, ése era el último lugar al que querría llegar. Se lo consideraba un sitio oscuro poblado por todo tipo de monstruos y podredumbre, el lugar donde la Quietud se rompió por primera vez. El epicentro de todos los problemas.

Lan tragó saliva y trató de relacionar las palabras de Nicar con el secuestrador, sin llegar a ninguna conclusión. Aquello seguía sin tener sentido. ¿Para qué querría un Errante raptar a un niño? Eran sus protectores, sus maestros, todo el mundo confiaba en ellos. Por otro lado, que la herida estuviera empeorando sólo podía dignificar una cosa: que tarde o temprano todos se perderían.

—¿Y qué podemos hacer, Maese Nicar? —preguntó uno de los hombres del clan.

El anciano se acarició la barbilla con preocupación, trató de seleccionar las palabras correctas y después dijo:

—Sé que acostumbramos a daros todas las respuestas, y agradecemos que nuestros consejos siempre sean tenidos en cuenta; pero, desgraciadamente, en este momento ni siquiera nosotros sabemos qué ocurrirá. Sólo podemos pediros fuerza y valentía —concluyó.

—Entonces, ¿no podemos hacer otra cosa que esperar lo inevitable?

—Es evidente que lo más acertado en esta situación es reforzar vuestros hogares, encontrar sistemas cada vez más efectivos para luchar contra las Partículas y, sobre todo, no cruzar los Límites Seguros salvo para lo estrictamente necesario.

La gente se desanimó. Los que habían celebrado la llegada de los Errantes con risas y cantos ahora permanecían con la mirada perdida en el infinito, asimilando lo que aquello significaba.

—La Herida… —murmuró Lan.

—No son tan divertidos cuando te dicen que el planeta se está muriendo, ¿verdad? —dijo Nao de forma irónica, aunque con el rostro igual de triste que los demás.

—Nunca han sido divertidos —contestó la muchacha, golpeándole en el hombro.

3

El secuestrador

S
iempre que los Errantes visitaban el clan se celebraba todo tipo de festejos en su honor, pero aquella noche nadie quería cantar alrededor de las hogueras. La gente tenía miedo. Las noticias que aquel pueblo de nómadas les había traído eran descorazonadoras. Si la Herida estaba empeorando, las rupturas se sucederían con más frecuencia y llegaría un día en que todos se perderían.

Lan seguía recapacitando sobre lo sucedido. Una vez más, trataba de entender cómo era posible que el secuestrador de Ivar fuera un Errante. Seguía resultándole incomprensible que le hubiera obligado a cruzar el Límite Seguro en plena ruptura. Tras darle numerosas vueltas, finalmente llegó a la conclusión más lógica: tal vez todo fuera un equívoco y, sencillamente, aquella figura en la niebla se había hecho pasar por uno de ellos. Era un loco, un farsante, y por eso no se encontraba entre los presentes.

La muchacha contempló los rostros preocupados de sus vecinos y tomó la decisión de mantener en secreto lo ocurrido. No creyó conveniente echar más leña al fuego; al fin y al cabo, el niño estaba vivo.

Tras despedirse de sus amigos, Lan pensó en volver a casa con su madre, pero entonces vio al pequeño Ivar entre la multitud, frotándose la palma de la mano ensimismado. En ese instante, la muchacha recordó que el secuestrador había tomando al niño de la mano… y entonces encajó las piezas.

No había lugar a dudas: era un Errante.

Nadie en su sano juicio tocaría a un Errante. Estaba completamente prohibido. En realidad, aquélla era su única regla. Nadie sabía cómo ni por qué, pero entrar en contacto con ellos provocaba la muerte. No se trataba de una cuestión de respeto, ni de tradición; era un misterio por el que aquel pueblo de nómadas se maldecía constantemente.

Sin embargo, allí estaba Lan. No sólo había vuelto al clan a pesar de haber cruzado el Límite Seguro, ¡en el transcurso de una ruptura!, sino que además había descubierto que también había sobrevivido al contacto con un Errante. La muchacha sintió un eco lejano del hormiguero eléctrico que experimentó cuando el secuestrador la agarró. Se trataba de un dolor tan insoportable, como si cientos de agujas ardientes se calvaran en tus músculos para luego desgarrarlos, que, de haber durado unos segundos más, le habría hecho perder el conocimiento.

Aunque aquél era otro misterio por resolver, en ese momento le pareció algo secundario. Seguía viva, que era lo importante. Ahora, le inquietaba tener la certeza de que aquella terrorífica sombra en la niebla no fuera la de un farsante. Su teoría se desmontó al comprender que, aunque la estrella tatuada en su mano podría ser falsa, el dolor que le produjo el contacto con su piel constituía una prueba irrefutable de que se trataba de un Errante.

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