En un instante, todo se detuvo. La muchacha cerró los ojos, recuperó el aliento y se limitó a escuchar el silencio: la Quietud. Cuando los abrió de nuevo, temió encontrarse en medio de la nada, sin un mapa con el que volver a casa, y descubrió estupefacta la entrada del pueblo.
Lan cayó exhausta al suelo; a su lado estaba Ivar, inconsciente. Lo agarró con fuerza de la mano, temiendo que volviera a desaparecer, y entonces miró al bosque con recelo. Allí no había nadie, sólo árboles derribados y la calma que sigue a la tormenta. Un nuevo calambre sacudió su cuerpo, recordándole que habían estado a punto de perderse. La gente salió lentamente de sus casas, agradeciendo a los dioses que les hubieran permitido sobrevivir a otra terrible ruptura. Rostros aliviados y murmullos incrédulos. De pronto, la madre de Ivar reconoció a su hijo tendido junto a Lan y, cuando lo vio despertar, dibujó una formidable sonrisa en su rostro.
—¡Ivar! —gritó emocionada.
Lan seguía sin comprender qué había sucedido. Permanecía inmóvil como una estatua, creyendo que tal vez había muerto y aquello era tan sólo una representación de lo que le habría gustado que ocurriera; pero era real. Había cruzado el Límite y, sin embargo, seguía allí.
Vio al niño abrazando con fuerza a su madre, y entonces supo que había valido la pena. Tuvo la tentación de sonreír, pero inexplicablemente seguía sintiendo miedo. Estaba confusa.
Todos se arremolinaron a su alrededor y empezaron a vitorearla como a una verdadera heroína. Se había convertido en la muchacha más admirada de Salvia y, sin embargo, ella no podía quitarse de la cabeza aquella turbadora mirada centelleante.
¿Qué había sido del secuestrador?
La herida
L
an entró en casa algo aturdida. Aún trataba de asimilar lo sucedido: la violenta ruptura de la Quietud, las plantas sangrando, el secuestrador de niños. Todo aquello le venía demasiado grande…
—¡Lan! ¡Oh, hija mía…! ¿Estás bien? —Naya se alegró al verla de una pieza—. Creía que te había perdido —dijo preocupada—. Pensaba que…
—Estoy bien, mamá —respondió la muchacha con aire ausente.
—No me vuelvas a hacer algo así, ¿me oyes? ¡No vuelvas a escaparte en medio de una ruptura!
—Mamá. ¡Eh! Mamá. —Trató de centrarla—. Estoy bien, ¿vale? Tranquila. Todo ha pasado… además, ¿me he perdido yo alguna vez? — dijo, pretendiendo parecer calmada.
—No cariño, ya sé que no. Pero basta una vez para perderte para siempre, ¿lo entiendes? —contestó mientras le acariciaba el cabello.
Naya contempló de cerca el rostro de su hija y se sintió aliviada.
Había vuelto a casa, ahora estaba a salvo. La muchacha se parecía mucho a ella, tenía unos ojos grandes del color del sol que contrastaban con su melena negra como la noche; aunque también poseía algunas de las cualidades de su padre, como su determinación y una sonrisa sincera y contagiosa.
—Lo he pasado muy mal, hija mía. Ya sabes lo peligrosas que son las rupturas y lo sencillo que resulta perderse para siempre. Tu padre era un excelente Corredor… y aun así se perdió. No quiero que lo vuelvas a hacer —añadió asustada—. ¡Nunca más! ¿Me oyes?
Lan aún no había revelado a nadie su imprudencia al cruzar el Límite y no quería preocupar a su madre diciéndole que había forcejeado con un extraño y que no podía explicar cómo había llegado hasta la entrada del pueblo. Naya estaba alterada y ella tenía demasiadas cosas en las que pensar, así que se limitó a asentir en silencio. Luego desanudó el pañuelo que aún colgaba de su cuello y subió las escaleras que la llevarían hasta el segundo piso.
Aquella era la típica casa de un clan. En el Linde, la gente se veía obligada a vivir en comunidades bastante pequeñas, ya que las constantes transformaciones geomórficas del planeta dificultaban la construcción de grandes ciudades. El clan de Salvia no era el más grande, pero sí uno de los más estables. Aun así, sus edificaciones habían sido concebidas para soportar los cinco estadios de la ruptura: la Brisa, la Niebla, las Partículas, los Temblores y el Viento.
Todas las casas del pueblo estaban ancladas al suelo, y a menudo se apuntaban en paredes de roca. Los peligros a los que debían enfrentarse los habitantes del Linde no eran pocos, así que, para sobrevivir, se habían visto obligados a ingerir estructuras capaces de soportar las constantes convulsiones que sufría el planeta.
Otro mecanismo de defensa eran los Límites Seguros de cada poblado, que sólo podían ser cruzados por Corredores o Errantes, grupos a los que, desde luego, no pertenecía Lan. El que se aventuraba más allá de la frontera se perdía para siempre de forma irremediable; por eso, cruzar el Límite era equivalente a la muerte.
Así era la vida en el Linde, y, aunque Lan estaba harta de todas aquellas normas y precauciones, no podía hacer nada para evitarlo. Eran supervivientes y el menor descuido podría resultar fatal.
La muchacha entró en su habitación y cerró la puerta tras de sí. Agotada, se apoyó en la pared y se deslizó hasta quedar sentada, abrazándose las rodillas. Los calambres habían cesado, pero tenía la cabeza dolorida y el cuerpo magullado. Se frotó el brazo por donde el secuestrador la había agarrado y entonces se percató de que aún conservaba el amuleto de Ivar en su muñequera. Se trataba de un pequeño círculo de metal en cuyo interior giraba una aguja de manera errática, deteniéndose a veces en uno de los cuatro signos pintados: N, S, E, y O. Era un objeto bonito, pero inútil.
Sin duda, no pertenecía a aquel lugar. En Salvia, todo lo que se fabricaba tenía una utilidad clara. Con el jaleo de la gente atendiendo al niño, a Lan se le había olvidado devolvérselo. Se compadeció de Ivar; si ella aún estaba asustada, no quería imaginarse lo aterrorizado que debía de estar el pequeño.
Al recordar lo sucedido, se puso nerviosa y le dieron arcadas.
Debía calmarse, pero antes se aseguró de que todo permanecía en su sitio. Tras los temblores, el desorden resultaba de lo más habitual; aunque, por desgracia, era la segunda vez que ocurría algo así aquella semana, y todo lo que podía romperse ya estaba en la basura.
Comprobó que las ventanas de su habitación no se hubieran resquebrajado y después se dirigió hacia el escritorio para abrir una bonita caja de madera cuidadosamente tallada. En su interior descansaban toda clase de herramientas de jardinería: un juego de rastrillo y pala de mano, una azada, dos tipos de pinzas, unas tijeras, una raedera y un cuchillo. Algunas brillaban como si jamás hubieran sido utilizadas, pero era evidente que su impecable estado se debía al meticuloso cuidado de su dueña.
Lan se tomó su tiempo para elegir las herramientas adecuadas, que luego acomodó en una especie de cinturón de trabajo. Reparó en su vestido. Al correr por el bosque se había hecho varios desgarrones, así que se lavó la cara y escogió una camiseta sin mangas de cuello alto y unos prácticos pantalones provistos de bolsillos. La muchacha se arrimó a la pared y estiró la cuerda que liberaba una escalera telescópica. Instantes después, llegó al improvisado invernadero que había construido sobre el tejado de su casa.
A vista de pájaro, no era difícil confundirlo con el verde de los árboles que cubrían la gran mayoría de hogares, pero de cerca se apreciaba una asimétrica estructura de madera repleta de cúpulas de un material ambarino similar al cristal, destinado a proteger algunas de las especies de plantas y árboles jóvenes que había ido recolectando desde que era niña.
La muchacha escogió dos frasquitos de su estantería de muestras y se los colgó del cinturón. Sabía que a Ivar le entusiasmaban los elys, unos diminutos bichejos muy difíciles de capturar. Eran los únicos animales conocidos que realizaban la fotosíntesis, como las plantas, y los niños del pueblo los utilizaban en algunos de sus juegos. Bastaba con dejar que los animalillos entraran en contacto con la piel para que una inofensiva reacción alérgica coloreara su rastro de verde y azul. Lan quería arrancarle una sonrisa al pequeño y estaba segura de que el regalo le ayudaría a superar el mal rato que había pasado durante la ruptura.
Luego, se sentó junto a un cajón de tierra con brotes recién crecidos para comprobar su evolución y, por primera vez, esbozó algo similar a una sonrisa. Trabajar con plantas la tranquilizaba, hacía que se sintiera cerca de su padre, ya que éste le había traído la preciada caja de herramientas de uno de sus viajes como explorador.
—Vaya me alegro de que esta nueva ruptura no os haya afectado en lo más mínimo. Temía que los temblores hubieran podido…
De pronto, Lan enmudeció.
—No puede ser. No, no, no…
La muchacha se acercó rápidamente al tronco de un pequeño arbusto y examinó de cerca su corteza.
—Tú también estás sangrando —murmuró asustada.
La sustancia que supuraba era, efectivamente, el mismo líquido viscoso encontrado en el Bosque de los Mil Lagos.
—No lo entiendo… —se dijo a sí misma—. ¿Qué está ocurriendo?
La muchacha alcanzó las pinzas de su cinturón y arrancó cuidadosamente una de las hojas cubiertas por aquella sustancia.
Luego, la acercó a su farolillo para examinarla detenidamente y se mordió el labio, preocupada. Aquello no tenía ninguna lógica.
—¿Cómo es posible que dos especies distintas, que crecen en lugares diferentes, sufran los mismos síntomas? —pensó en voz alta—. Si fuera algún tipo de plaga, primero se contagiaría el bosque entero y después el invernadero, que está más protegido.
Lan extrajo una rudimentaria lupa de uno de los bolsillos de su cinturón y configuró la lente para obtener una imagen aumentada de la hoja.
—Es… casi transparente. Blanco y azul. Viscoso… ¡Cómo un moco! — Empezó a describir, mientras apuntaba sus primeras impresiones en un cuaderno.
Se incorporó pensativa y dejó el farolillo en uno de los estantes, junto a un puñado de botellas de cristal que servían de terrarios.
—¿Y si se están muriendo? —se alarmó.
Las plantas eran, junto con algunos animales, el único sustento del clan. Si una enfermedad desconocida acababa con ellas, nadie sobreviviría.
—No puede ser.
La muchacha guardó la muestra en un bote y se masajeó las sienes para aliviar el persistente dolor de cabeza; aún se sentía algo débil.
Salió del invernadero para tratar de calmarse, respiró hondo un par de veces y contempló el tejado de su casa recubierto de musgo. Nada le gustaba más que tumbarse en esa alfombra verde e inclinada para observar las estrellas. Los tejados de Salvia eran tan habitables como el interior de las casas, todos ellos ataviados por la vegetación salvaje del lugar con un tupido musgo que los cubría por completo, capaz de competir con el mejor de los colchones. Aquél era su rincón especial, el único lugar del mundo capaz de hacerle olvidar que en realidad vivía encerrada en un diminuto pueblo del Linde…
Desde allí arriba, Lan podía ver la luz de las estrellas entre las ramas de los árboles. Se dejó hipnotizar por la luna y empezó a reflexionar sobre lo sucedido. Los ojos del secuestrador seguían clavados en su memoria, aterrorizándola y seduciéndola a la vez con su extraño resplandor. La muchacha no lograba comprender por qué quería llevarse a Ivar. Si algo tenía claro era que aquel ser no pertenecía a su clan. En una comunidad tan pequeña como la suya, todos se conocían, y estaba claro que un chico de sus características habría destacado entre todos los demás. Era un extraño, probablemente de otro pueblo, o incluso un
rundarita
. Lan no había conocido a ninguno, pero las historias de los Errantes los describían como seres exóticos de piel rojiza, los únicos capaces de vivir en una ciudad de verdad.
Lan trató de relajarse, cerró los ojos y pensó en su padre. Fírel era uno de los mejores Corredores que habían existido, y había logrado recorrer distancias más largas que ningún otro. La muchacha estaba muy orgullosa de él, pues, gracias a su valentía, Salvia sabía de la existencia del resto de clanes, y en numerosas ocasiones se había encargado de importar semillas y objetos de gran utilidad para afrontar las constantes ruptura de la Quietud.
Desgraciadamente, aunque su padre poseía un excelente sentido de la orientación y cabalgaba más rápido que nadie sobre un
wimo
, un día se perdió y ya no volvieron a saber nada de él.
—¿Dónde estás, papá? —murmuró nostálgica.
Entonces escuchó que alguien la llamaba.
—¡Lan!
—¿Papá? —dijo confusa.
—¡Laaaan! —gritó de nuevo.
Se puso en pie para identificar la voz; era Nao, su mejor amigo.
Lan descendió por la pendiente hasta encontrar al muchacho gritando desde otro de los tejados.
—¡Lan! ¡Tienes que venir! ¡Los Errantes están aquí!
—¿Errantes? —Se le encendió la mirada.
—¡Están aquí! ¡Ja, ja, ja! ¡Vamos!
—¡Espérame! ¡Ya voy! ¡Ya voooy! —respondió la muchacha, claramente emocionada.
Lan dio un brinco hasta el tejado de la casa contigua y empezó a correr como un rayo. Su amigo hizo lo propio desde el otro lado de la calle. La gente no tardó en quejarse; muchos de los vecinos maldecían los juegos de aquellos jóvenes e incluso algunos se asomaban por las ventanas para impedirles el paso con escobas y cubos de agua fría.
—¡Os tengo dicho que no correteéis por mi tejado! —gritó malhumorada una mujer entrada en carnes.
—Disculpe, señora Orlaya. ¡Los Errantes han vuelto al pueblo!
—¡No pienso disculparte, muchachita! —gruñó de nuevo—. Un momento, ¿los Errantes? —dijo, cambiando rápidamente de expresión.
Nao soltó una sonora carcajada y le contagió la risa a su amiga.
—Creo que será mejor que tomemos un atajo. Ya no somos niños —le recomendó ella, cuando por fin dejó de reír.
—Tienes razón. Iremos por los Puentes Trenzados —contestó él, guiñándole un ojo con picardía.
—Pero… ¡De eso ni hablar! ¡Eso sí es de críos! —rechistó—. Y peligroso. No podemos… —Se interrumpió a sí misma al comprobar que su amigo ya no estaba allí para escucharla.
Nao trepaba con agilidad felina por la raíz de un impresionante ficus mientras ella lo miraba perpleja. Estaba en forma, y la superaba en altura y fuerza. Su amigo había dejado de ser un niño, aunque su pelo cobrizo, siempre alborotado, y aquellos ojos, claros como el agua de los lagos, conservaran su expresión infantil.
—Está bieeen… ¡Espérame! —le gritó desde abajo.