Los Caminantes de la Estrella se sentaron en semicírculo alrededor del Guía, cerca de la entrada, a unos pocos pasos del manto de lluvia que caía sin descanso. Sin embargo, a Lan no le permitieron acercarse a menos de un par de metros de la última fila para evitar cualquier tipo de contacto desafortunado.
—Hermanos, si el Gran Linde nos lo permite, llegaremos a Rundaris en dos días —dijo, dirigiéndose a la multitud—. Como habéis podido comprobar, hemos tenido un viaje bastante tranquilo…
«¿Tranquilo? —pensó Lan para sus adentros—. ¡Hemos caminado por el barro durante días!», habría deseado exclamar en voz alta.
—Por eso pensamos que cumpliremos con nuestras previsiones — prosiguió.
La muchacha se dedico a observar a los Caminantes. Aunque en un principio le había parecido que todos poseían unos rasgos muy similares, tras pasar varios días con ellos se percató de que ya podía distinguirlos con facilidad. La mayoría seguían siendo altos, de piel morena y rostros hermosos, pero había aprendido a identificar parecidos familiares entre unos y otros, a clasificar peinados propios de la juventud y todo tipo de…
—…Lan —escuchó su nombre.
La muchacha volvió a la realidad y buscó el origen de aquella voz.
—Lan, por favor, ¿puedes levantarte? —le pidió Mease Nicar.
—¡Oh! Sí, claro, por supuesto —dijo, disculpándose por su falta de atención.
—Quisiera solucionar, ante todo mi pueblo, el pequeño malentendido que aconteció en Salvia —explicó el anciano.
—¿Malentendido? —murmuró, asimilando la situación.
—Muchacho, ponte tú también en pie —le ordenó.
El chico se levantó, sobresaliendo entre todos los demás. Desde el día de su llegada, no habían vuelto a dirigirse la palabra.
Lan y el Secuestrador intercambiaron una fugaz mirada y después la redirigieron hacia Nicar.
—He creído oportuno aprovechar esta Convocatoria para solucionar el problema todos juntos —dijo el anciano, dirigiéndose a su pueblo.
Al principio la muchacha se sintió como en una encerrona, pero no tardó en comprender que el viejo la había avisado. Le había pedido que se disculpara y, si ella creía que no tenía nada por lo que pedir perdón, que mintiera.
—Muchacho —se dirigió de nuevo al Secuestrador—, ¿es cierto que intentaste raptar a un niño de su clan?
—No, señor, claro que no —respondió, con el semblante serio.
—Bien —sonrió complacido el viejo—. Y… discúlpame, pero me veo obligado a preguntártelo: ¿entraste en contacto con Lan o con cualquier otro humano?
El resto de Errantes esperaron con impaciencia la respuesta del chico; sin embargo, éste se hizo de rogar, como si aún estuviera decidiendo si merecía la pena confesarlo todo.
—No —mintió finalmente.
—No esperaba menos de un Caminante.
Había llegado el turno de Lan y aún no sabía qué hacer. Si decía la verdad, castigarían al Secuestrador, pero estaba segura de que ella también se vería afectada. En cambio, si hacía lo que le había dicho el viejo, todo el mundo suspiraría aliviado y olvidaría el tema como si no hubiera pasado nada. Después, la llevarían a la ciudad de Rundaris y cada uno seguiría su camino.
La muchacha tenía claro que la segunda opción era la que más le convenía. Su madre le había enseñado a ser una superviviente bajo cualquier circunstancia, pero odiaba mentir; quería justicia.
—Jovencita, ¿mantiene su acusación?
No podía hacerlo, no podía dejar que aquel muchacho presuntuoso saliera impune de sus crímenes.
—¿Y bien? —le apremió el viejo.
Silencio. Lan clavó la mirada en el muchacho, odiándole por obligarla a mentir.
—No —musitó finalmente—. Yo… en realidad… no sé lo que vi — mintió—. Se estaba rompiendo la Quietud, todo estaba oscuro, quizá me afectaran las Partículas… no sé —concluyó, encogiéndose de hombros.
Los asistentes se sintieron aliviados. Lan agachó la cabeza, avergonzada. Aunque por dentro le hervía la sangre y estaba deseando arremeter contra el Secuestrador, había llegado a la conclusión de que, si quería volver a reunirse con su madre, tenía que mentir. No podía crearse enemigos, no debía correr ningún riesgo.
—Aquí nadie va a juzgarte. No te preocupes muchacha —quiso tranquilizarla Mease Nicar.
Lan se mordió la lengua.
—Bien, ya podéis tomar asiento —les indicó el anciano.
La salviana y el Errante intercambiaron miradas por última vez. La de ella estaba llena de rencor, advirtiéndole que, aunque lo había dejado escapar, algún día le daría su merecido. La de él parecía darle las gracias… a su manera. Como si, al haberla rescatado en el desierto, se hubiera cobrado un favor por otro.
—Lan, te ruego que me disculpes. Tendrás que abandonar la Convocatoria.
La muchacha no entendía a qué se refería Nicar.
—Como sabes, algunas de nuestras reglas son muy estrictas. Voy a proceder una Lectura y no puedo permitir que una extraña la presencie.
—Claro. Pero yo no…
Al principio Lan se sintió discriminada, luego entendió que aquella gente no quisiera compartirlo todo con ella, y más aún después de confesar que había acusado falsamente a uno de los suyos.
—Es la tradición —dijo el viejo.
La muchacha asintió y después siguió obedientemente a su anfitriona.
—No te lo tomes como algo personal —dijo la pelirroja.
Lan permaneció en silencio. Empezaba a entender por qué el Secuestrador había iniciado una cruzada personal contra todas esas reglas y tradiciones.
—Puedes esperar aquí, sólo serán unos minutos.
La muchacha entró en la carpa y tomó asiento sobre la alfombra. Después amontonó algunos cojines para utilizarlos como respaldo y cerró los ojos con intención de relajarse, pero le fue imposible poner la mente en blanco; alguien le había susurrado: «
Trae la Esfera, por favor
».
—¿La Esfera? ¿Qué esfera? —dijo, incorporándose de golpe.
En aquella tienda no había nadie más.
«
Le preguntaremos al Gran Linde si estamos cerca de Rundaris
», volvió a oír.
—¿Mease Nicar? —se extrañó al reconocer su voz.
Lan buscó por toda la habitación y no encontró ni rastro del viejo ni de ningún otro Errante. Pensó que se estaba volviendo loca, hasta que se ocurrió practicar con un cuchillo una pequeña abertura en una de las paredes de la carpa.
«
No hemos detectado la presencia de Partículas, así que es posible que el resto del camino esté exento de peligros
», oyó de nuevo, como si le estuvieran contando un secreto.
Se acercó a la abertura y observó a Nicar de pie. Instantes después, varios guardianes Errantes aparecieron custodiando algo envuelto en un pedazo de tela y se lo entregaron a su líder. Pensó que quizá los estaba oyendo, pero eso era completamente imposible. Se hallaban demasiado lejos y la voz le llegaba con perfecta claridad.
La muchacha sintió curiosidad y prestó toda su atención a la escena. Mease Nicar desanudó el envoltorio con cuidado y extrajo de su interior una especie de esfera de metal oxidado.
«
Veamos cuál es el estado actual del Linde y, por lo tanto, si nos permitirá seguir nuestro camino
», oyó de nuevo, a la vez que los labios de Nicar se movían de forma sincronizada.
Lan dejó de preguntarse por qué era capaz de oír a los Errantes a pesar de la distancia y se limitó a observar. No entendía en qué consistía aquel ritual ni para qué servía esa bola metálica.
El viejo dejó la esfera en el suelo y presionó uno de los círculos grabados en su punto más alto. Acto seguido, ésta empezó a vibrar, como si en su interior se hubiera puesto en marcha algún tipo de mecanismo.
—Pero ¿qué es eso? —sintió curiosidad.
Lentamente, la superficie de la esfera si dividió en varios fragmentos que después se desplazaron de un lado a otro, tratando de encajar entre sí. Lan se frotó los ojos para verlo mejor; se encontraba a bastante distancia y no podía apreciar todos los detalles, pero le pareció un puzle. Luego le recordó las rupturas de la Quietud, y dedujo que aquel misterioso artilugio era en realidad una representación del Linde…
Se le heló la sangre.
—No es posible… —murmuró maravillada.
La esfera siguió reconfigurándose hasta que, por fin, se detuvo y dejó de vibrar. Mease Nicar extendió sus manos y la sostuvo a la altura de sus ojos.
—No puede ser —siguió negando la muchacha.
El Guía examinó la superficie del artefacto durante varios segundos y después sonrió satisfecho.
«
Que así sea
», escuchó las palabras del anciano como un susurro. «
Rundaris será nuestro próximo destino
», anunció.
Lan sintió cómo se le desbocaba el corazón. No era posible.
—¡Un mapa! —exclamó en voz baja.
Se sintió horrorizada ante la idea de que en un planeta morfocambiante alguien tuviera un mapa en su poder. Los distintos clanes del Linde sufrían a menudo las rupturas de la Quietud, se perdían y morían. Un mapa sería su salvación. Le resultaba inconcebible que los Errantes, a los que siempre había considerado protectores de ese mundo, poseyeran semejante herramienta y nunca la hubieran compartido.
Lan sintió cómo los ojos se le llenaban de lágrimas; aquella esfera podría haber traído de vuelta a su padre. De pronto, el muchacho al que tanto odiaba se giró y ella escuchó su voz, tan clara como la de Nicar: «
Ahora, ya sabes nuestro secreto
».
La ciudad Rundaris
L
a tormenta que los había obligado a refugiarse en aquellas cuevas decidió darles tregua. La Convocatoria había terminado hacia horas y todos los Errantes se encontraban descansando en sus tiendas; sin embargo, Lan no lograba conciliar el sueño. Aún no había asimilado lo ocurrido. Trataba de entender por qué el Secuestrador le había revelado el secreto mejor guardado por su pueblo. ¿Tal vez había visto en ella a una especie de aliado, o sólo quería devolverle el favor por no haberlo delatado? De cualquier modo, saber de la existencia de la esfera le daba esperanza, aunque también complicaba las cosas.
Los Errantes podían caminar sobre el Linde sin perderse porque tenían un mapa. Era tan lógico que no comprendía cómo no se le había ocurrido antes. La gente siempre había tratado de justificarlo mediante la magia, designios divinos, dones adquiridos de forma misteriosa o una sabiduría sobrenatural que iba más allá de su entendimiento; pero todo aquello no eran más que mentiras y más mentiras.
Aquel pueblo de nómadas estaba formado por farsantes que se aprovechaban de la gente, razonó Lan, sintiéndose enormemente decepcionada. Luego, ahuecó la almohada e intentó dormir, pero le seguía resultado imposible tras una revelación de aquella envergadura. Por primera vez, la muchacha sintió que el mundo no sólo cambiaba de forma, sino también de contenido. Como si todo aquello en lo que siempre había creído fuera una burda mentira.
Lan siguió dando vueltas en la cama hasta que no pudo soportarlo más y decidió salir a dar un paseo. Aunque aún no había amanecido, la luz de las estrellas se encargaba de iluminar eficientemente el interior de la caverna. Una vez en la entrada, se detuvo a admirar la luna llena. Era blanca como la nieve y su resplandor alcanzaba todas y cada una de las plantas silvestres que crecían en la falda de la montaña. Lan cerró los ojos y extendió la palma de la mano con la intención de sentir las finísimas gotas de lluvia precipitándose sobre su piel. Cuando por fin consiguió relajarse, los abrió de nuevo… y se dio un susto de muerte.
—Pero ¿qué demonios haces ahí? —exclamó, observando al muchacho, rígido como una estatua, a tan sólo unos metros de ella.
—Supongo que lo mismo que tú —respondió el Secuestrador, sin darle demasiada importancia.
Lan lo miró con ojo crítico, tratando de avanzarse a cualquiera de sus engaños. Seguía sin fiarse de él.
—No podía dormir —dijo finalmente el Errante.
—Yo tampoco —respondió ella.
El muchacho se acercó lentamente y, cuando apenas los separaban unos centímetros, dijo:
—Al principio pensé que eras la típica niña tonta que vive en un clan — soltó con desprecio—; de esas que nunca han salido de sus pueblos y creen que todo gira a su alrededor. Tienen una visión muy limitada del mundo —explicó, poniendo a prueba su paciencia—, pero al mentir en el juicio me di cuenta de que eres como yo.
—¡No me parezco en nada a ti! —reclamó la muchacha.
—Por supuesto que sí, eres una superviviente.
Durante unos segundos, el Errante le sostuvo la mirada sin mediar palabra. Las finas gotas de lluvia empapaban su cabello para resbalarle luego por las mejillas. Por un instante, la manga del chico rozó la mano de Lan, pero el joven no hizo ademán de moverse. Se le aceleró el corazón. Se había acostumbrado a guardar las distancias con todo el mundo, así que sentirlo tan cerca la había alterado.
—Hoy en día, todos lo somos —replicó al fin, alejándose de él.
—No todos. Créeme… ellos no —dijo, señalando el asentamiento.
La muchacha lo miró con extrañeza y después analizó sus palabras.
—Mease Nicar, mi pueblo, los clanes… todos tienen buenas intenciones —admitió—, pero nadie ha entendido aún que el mundo está dando sus últimos coletazos de vida.
—Eso es…
—…muy triste —terminó la frase por ella—. Lo sé, pero es así. Asumámoslo de una vez: ya nada importa. El mundo se está muriendo y nosotros desapareceremos con él. —A Lan la embargó un profundo sentimiento de pérdida. El mismo que sintió al separarse de sus seres queridos. Aquella visión derrotista de la situación la dejó fuera de lugar—. Ya no tiene ningún sentido viajar de aquí para allá avisando a los clanes del estado de las cosas.
—Es lo que hacéis, ¿no? Seguir los deseos del Linde —dijo la muchacha.
—Yo no —replicó de forma tajante.
—Pero… eres uno de ellos.
El chico no contestó.
—No puedes dejar de ser un Errante —insistió Lan, agitando las manos peligrosamente.
El Secuestrador se retiró con gran agilidad, evitando el contacto con la humana, y después dijo apretando los dientes:
—Puede que sea uno de ellos, pero no tengo por qué pensar como ellos.
La muchacha enmudeció al percibir la rabia que sentía aquel joven. El Secuestrador se introdujo en la cueva y empezó a caminar airado.
—¡Espera! —lo llamó.