—¡Qué miserables!
—Además, cuando yo me establecí en Madrid, hace catorce años, conocí a ese Requejo. Juana estaba ya viuda, Inés era tamañita así, y tan lindilla y tan amable como ahora. Pues bien: el primo de Juana, a quien yo insté en cierta ocasión para que favoreciera a esa familia, me dijo: «No puedo hacer nada por ellas, porque Juana ha renegado de sus parientes; en cuanto a Inesilla estoy casi seguro de que no es de mi sangre. Me han dicho que es una inclusera, a quien Juana ha recogido haciéndola pasar por hija suya». Pretexto, nada más que pretexto, para disculpar su avaricia. No me fue posible convencer a aquel bárbaro, y desde entonces no le he vuelto a ver.
—¿De modo que no hay que contar con esa gente?
—Como si no existieran.
Estas palabras me llevaron a reflexionar sobre la suerte de aquella infeliz familia. Hubiera deseado tener los tesoros de Creso para ponérselos a Inés en el cestillo de la costura. Como nunca, sentí entonces imperiosa y viva la primera necesidad del hombre honrado, que está resuelto a no vender su conciencia. No tenía dinero… ¿Cómo adquirirlo?
Fui otra vez al lado de Inés, a quien no podía menos de mostrar a cada instante mi afecto vehemente; y después que conferenciamos otro poco, salí de casa, pensando en el ardid que emplearía para que el padre Celestino recibiese, sin menoscabo de su dignidad, el doblón que me dio Mañara, y diciendo entre mí a cada paso: —¡Maldito dinero! ¿Dónde estás?
Al entrar en casa de la González, ésta acudió presurosa a mi encuentro, y me causó sorpresa el verla muy alegre, con esa alegría inquieta y febril de los niños, que ríen, cantan, golpean y destrozan cuanto encuentran al paso. Mi ama me habló lo que después diré, y a cada frase se interrumpía para cantar alguna tonada o estribillo de los infinitos que enriquecían su repertorio de sainetes.
—¿Qué pasa para tanta alegría, señora?
—He tenido carta de la señora marquesa —me contestó—, la cual viene mañana a preparar la función. Yo estoy encargada de dirigir la escena.
Sal quiere el huevo,
el demonio del gato
vertió el salero.
—Buen provecho —dije. ¿Y qué cuenta de la señora Lesbia?
—Que la pusieron en libertad a la media hora conociendo que nada resultaba contra ella. También dejaron libre a D. Juan. Pronto les tendremos aquí, y la función no se retrasará. ¡Qué placer! Yo dirijo la escena.
Madre, y qué gusto
es ver a dos gitanos
trocar de burros.
—Pues sea enhorabuena.
—Pero hay un inconveniente, Gabriel —prosiguió—. Ya sabes que ninguno de esos señores quiere hacer el papel de Pésaro por ser muy desairado. Perico Rincón, mi compañero, dijo que lo haría, si le daban mil reales; pero cátate que ha caído con una pulmonía, y si la función es para el 6, no sé cómo nos compondremos. ¿Quieres tú hacer el papel de Pésaro?
—¡Yo!, yo representar —exclamé con espanto—. No quiero ser cómico.
—Pero representas de aficionado, tontuelo; y el honor de salir a las tablas en un teatro como el de la marquesa, es tal, que muchos currutacos se desvivirían por obtenerlo. ¡Y yo dirijo la escena!
En mi casa me dicen
que soy usía, que soy usía,
porque amo a un escribiente
de lotería.
—Con que chico, vas a aprender ese papel; que aunque es superior a tu edad, con unas barbas postizas, arregladas por mí, y teniendo tú cuidado de ahuecar la voz, quedarás que ni pintado. Además, no olvides que la señora marquesa ha ofrecido dos mil reales a todas las partes de por medio que trabajan en esta representación. Juanica, que hace
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de Hermanacia, no cobra más de mil.
La noche de San Pedro
te puse un ramo,
y amaneció florido
como mil mayos.
¿Con que aceptas, chiquillo, sí o no?
No pude menos de discurrir que sería muy tonto si renunciaba a poseer aquellos dineros, que me venían como anillo al dedo para ofrecer a Inés un auxilio en su tribulación. Sin embargo, me repugnaba el oficio de cómico, y más aún la idea de verme nuevamente entre personas a quienes había cobrado cierta repugnancia. Con todo, después de pesar los inconvenientes y las ventajas, me decidí al fin, y hasta (debo confesarlo) el pícaro demonio de la vanidad intentó de nuevo asaltar mi alma, poniendo ante los ojos de mi imaginación la honra, el lustre, el tono que me daría alternando con tanta gente aristocrática en aquellas magníficas salas cuyas alfombras no era dado pisar a todos los mortales. Pero lo que principalmente me indujo a aceptar fue el premio ofrecido, que era para mí una cantidad fabulosa, un sueño de oro.
—La Providencia divina me envía esos dos mil reales que son diez duros y otros diez, y otros diez, y otros diez, etc… ¡quiá!, si no se pueden contar. Buen tonto seré si no los cojo.
Dejé a mi ama que al retirarme yo cantaba
Alons, madamusella
asamble reunion,
á tour de la butella
feran le rigodon;
y volví a casa de Inés a quien participé la riqueza que me aguardaba, prometiendo regalársela. Pasé allí largas horas entristecido por el espectáculo que ofrecía la pobre enferma doña Juana, cada vez más empeorada. Al salir a la calle, y cuando pasaba junto al gran portal, vi que de un enorme carro sacaban telones pintados y otros aparatos de teatro, los cuales trastos venían, según me dijo el portero, de casa de D. Francisco Goya.
—Dentro de tres o cuatro días —añadió—, es la función. Ya es seguro que vendrá la señora duquesa a hacer el papel de Edelmira.
Oído esto me retiré pensando en que tal vez alcanzaría un triunfo escénico si tenía serenidad suficiente para no asustarme ante público tan distinguido.
Los ensayos de mi papel empezaron con gran actividad, y el mismo Isidoro me dio varias lecciones, haciéndome declamar trozo a trozo los principales y más difíciles pasajes. Entonces pude comprender mejor que nunca el violento y arrebatado carácter del célebre actor, pues cuando yo no aprendía un verso tan pronto y tan bien
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como él deseaba, se enfurecía llamándome torpe, necio, estúpido, sin omitir otros calificativos algo más duros y malsonantes. Ensayando, tuve muy presente la máxima que corría muy válida entre los cómicos del Príncipe, y era que, representando con Máiquez, convenía trabajar bien, aunque no demasiado bien, pues en este caso el gran maestro se enojaba tanto como en el caso contrario.
A los dos o tres días de trabajo ya sabía regularmente mi parte, siendo mi principal empeño declamar bien el parlamento de salida, cuando el dux de Venecia me dice:
Insigne amigo del valiente Otelo.
Hubo un ensayo general, al que asistieron todos, menos Lesbia, y me parece que no lo hice mal. Por mí la representación no debía retrasarse, y el día 5 ya recitaba del principio al fin mi papel sin que se me escapara un verso. Según me dijo mi ama, la señora duquesa había venido del Escorial el 4 por la noche.
—De modo que nada falta ya.
—Nada —me contestó con la bulliciosa jovialidad que la afectaba por aquellos días—. ¡Y yo dirijo la escena!
Donde yo campo
nenguno campa.
A bailar el bolero
y asar castañas,
apuesto a todo el orbe
con la más guapa.
Dale que dale,
suenen las castañetas,
rabie quien rabie.
Llegó por fin el día señalado, y desde por la mañana muy temprano, me puse en ejercicio, corriendo de aquí para allí en busca de mil cosas que mi antigua ama necesitaba. Los afeites de la calle del Desengaño, los trajes pintados en la de la Reina, las telas y cintas cotonías, muselinetas, pañuelos salpicados de doña Ambrosia de los Linos, todo se puso en movimiento para dar cumplida satisfacción a los caprichos de Pepita. Debo advertir que aunque ésta no trabajaba más que como directora de escena en la tragedia
Otello
, cantaba en el intermedio una graciosa tonadilla; y como fin de fiesta el sainete titulado
La venganza del Zurdillo
, del buen Cruz, corría también por cuenta suya. Mientras desempeñaba yo por Madrid tantas y tan diferentes comisiones, iba recitando de memoria los versos de la parte de Pésaro; y cuando se me trascordaba algún pasaje, sacaba el papel del bolsillo, y metido en un portal, leía en voz alta, llamando la atención de los transeúntes.
Durante mi largo paseo por la villa, noté grande agitación. La gente se detenía formando grupos, donde se hablaba con calor; y en alguno de éstos no faltaba quien leyese un papel, que al punto conocí era la
Gaceta de Madrid
. En la tienda de doña Ambrosia encontré ¡oh rara e inexplicable casualidad!, a D. Lino Paniagua y a D. Anatolio, el papelista de en frente, cuyos personajes no ocultaban su inquietud por los acontecimientos del día.
—Ya me esperaba yo tan inaudita perfidia —dijo este último—. ¡Cómo se ve en este decreto la mano alevosa del infame
choricero
!
—Pero léanos usted de una vez el decreto —dijo doña Ambrosia—, aunque sin oírlo ya sé que el señor Godoy nos habrá hecho una nueva trastada.
—No es más —continuó el papelista—, sino que han ido a la prisión del Príncipe, y poniéndoleuna pistola al pecho, le han obligado a escribir estas herejías, sí, señores, porque es imposible que un joven tan caballeroso, tan honrado y de tan buen entendimiento como es el hijo de nuestros Reyes, se rebaje y se humille hasta el extremo de pedir perdón como un chico de la escuela, y de acusar tan villanamente a los que le han ayudado.
—Pero lea usted, Sr. D. Anatolio.
Entonces D. Anatolio limpió el gaznate, y con tono de pedagogo leyó el famoso decreto de 5 de Noviembre, que empieza así:
«La voz de la naturaleza desarma el brazo de la venganza, y cuando la inadvertencia reclama la piedad, no puede negarse a ello un padre amoroso…»
. Lo notable de este decreto, en que se anunciaba a la nación el arrepentimiento del Príncipe conspirador, eran las dos cartas que él había dirigido a la Reina y al Rey, y que casi puedo transcribir aquí sin echar mano a la historia, donde están para
in aeternum
consignadas, porque las recuerdo muy bien; tan originales y gráficos eran el lenguaje y tono en que estaban escritas. Decía así la primera:
«Papá mío: he delinquido, he faltado a V. M. como Rey y como padre; pero me arrepiento y ofrezco a V. M. la obediencia más humilde. Nada debía hacer sin noticia de V. M., pero fui sorprendido. He delatado a los culpables, y pido a V. M. me perdone por haberle mentido la otra noche, permitiendo besar sus reales pies a su reconocido hijo —
Fernando
.»
La segunda era como sigue:
«Mamá mía: estoy arrepentido del grandísimo delito que he cometido contra mis padres y Reyes, y así con la mayor humildad le pido a V. M. se digne interceder con papá, que me permita ir a besar sus reales pies a su reconocido
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hijo —
Fernando
.»
En estas cartas aparecía el pobre Príncipe como el más despreciable de los seres, pues demostrando no tener ni asomo de dignidad en la desgracia, confesaba que
había mentido
, y después de
delatar a los culpables
, pedía perdón a sus papás, como un niño de seis años que ha roto una escudilla. Pero entonces los honrados y crédulos burgueses de Madrid no comprendían que ocurriera nada malo sin que fuera causado por el atrevido Príncipe de la Paz, y hasta las malas cosechas, los pedriscos, los naufragios, la fiebre amarilla y cuantas calamidades podía enviar el cielo sobre la Península, se atribuían al favorito. Así es que nadie veía en las citadas cartas una manifestación espontánea del Príncipe, sino antes bien una denigrante
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confesión arrancada por sus carceleros, para ponerle en ridículo a los ojos del país entero. Si ésta fue la intención de la corte, produjo efecto muy contrario al que se proponían, pues conocido el decreto, el público se puso de parte del prisionero, y abrumó al valido con su ardiente maledicencia, suponiéndole autor, no sólo del decreto, sino de las cartas.
—¿Necesita esto comentarios? —dijo don Anatolio, dejando la
Gaceta
sobre el mostrador.
—Pues yo —dijo doña Ambrosia—, quisiera estar oyendo por el agujero de una llave lo que dice Napoleón de todas estas cosas.
—Eso —indicó con malicioso gesto D. Anatolio—, no necesitamos oírlo, pues bien claro es que ya tiene decidido quitar del trono a los Reyes padres, para ponernos en él a nuestro Príncipe querido. Sí… que no sabrá hacerlo en menos que canta un gallo el buen señor.