—Lo fue; pero los favores de Lesbia pasan pronto. ¡Oh! Bien merecido le está. Lesbia es la misma inconstancia.
—No lo hubiera creído en una persona tan simpática y tan linda.
—Con esa carita angelical, con su sonrisa inalterable y su aire de ingenuidad, Lesbia es un monstruo de liviandad y coquetería.
—Tal vez ese Sr. Mañara…
—Eso no tiene duda. Mañara es hoy el favorecido, y si habla con Isidoro es para divertirsea su costa, jugando con el corazón de ese desgraciado. Sí, el corazón de Isidoro está hoy como un ovillo de algodón entre las patas de una gata traviesa. ¿Pero no es verdad que le está bien merecido?… ¡Oh, rabio de placer!
—Por eso la Sra. Amaranta no cesaba de decir aquellas cosas… —indiqué, deseando que mi ama esclareciera mis dudas sobre muchos sucesos y palabras de aquella noche.
—¡Ah! Lesbia y Amaranta, aunque vienen juntas aquí, se aborrecen, se detestan, y quisieran destruirse una a otra. Antes se llevaban muy bien; mas de algún tiempo a esta parte, yo creo que algo ocurrido en palacio es la causa de esta inquina
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que ha empezado hace poco y será una guerra a muerte.
—Bien se conoce que no se llevan bien.
—En palacio, según me han dicho, arden pasiones encarnizadas implacables. Amaranta es muy amiga de los Reyes Padres, mientras que Lesbia parece que es de las damas que más intrigan en el bando de los amigos del Príncipe de Asturias. Tan irritadas están hoy la una contra la otra, que ya no saben disimular el odio que se profesan.
—¿Y es Amaranta mujer de tan mala condición como su amiga? —pregunté, deseando inquirir noticias de la que ya consideraba como mi protectora.
—Todo lo contrario —repuso—. Amaranta es una gran señora, tan discreta como hermosa, y de conducta intachable. Gusta de proteger a los desvalidos: su sensible y tierno corazón es inagotable para los menesterosos que necesitan de su ayuda; y como es poderosísima en la corte, porque su valimiento casi excede al de los mismos Reyes, el que tenga la dicha de caer en gracia, ya se puede considerar puesto en los cuernos de la luna.
—Ya me lo parecía a mí —dije muy contento por tan lisonjeras noticias.
—Espero que Amaranta —prosiguió mi ama con la misma calenturienta agitación—, me ayudará en mi venganza.
—¿Contra quién? —pregunté alarmado.
—Creo que se ha aplazado la función de la marquesa —continuó sin atender a mi pregunta—. Nadie quiere hacer el desairado papel de Pésaro, y esto será ocasión de un lamentable retraso. ¿Querrás desempeñarlo tú, Gabriel?
—¡Yo, señora!… no sirvo para el caso.
—Quedóse luego muy meditabunda, con el ceño fruncido y los ojos fijos en el suelo, y por fin volvió a su primer tema.
—Estoy satisfecha —dijo con esa hilaridad dolorosa, que indica las grandes crisis de la pasión—. Lesbia le es infiel, Lesbia le engaña, Lesbia le pone en ridículo, Lesbia le castiga… ¡Oh, Dios mío! Veo que hay justicia en la tierra.
Después, serenándose un poco, me mandó retirar, y cuando me hallé fuera, dejándola con su doncella, la sentí llorar con lágrimas francas y abundantes, que debían templar la irritación de su espíritu y poner calma en su excitado cerebro. A los consuelos y ruegos de su criada para que se retirase a descansar, no respondía más que esto:
—¿Para qué me acuesto, si sé que no he dormir en toda la noche?
Retiréme a mi cuarto, que era un estrecho dormitorio donde jamás entraban ni en pleno día importunas luces. Me acosté bastante afligido al considerar la triste pasión de mi ama; pero estos pensamientos se enlazaron con otros relativos a mi propio estado, los cuales, lejos de ser tristes, alborozaban mi alma; y acompañado por la imagen de Amaranta que iluminaba mi mezquino asilo como un rayo de luna, me dormí profundamente pensando en la fábula de Diana y Endimión, que conocía por una de las estampas de la sala.
Al despertar en la mañana siguiente, acudieron en tropel a mi pensamiento todas las ideas y las imágenes que me habían agitado la noche anterior. La inclinación hacia mi persona que suponía en Amaranta, me trastornaba el juicio como verá el amigo lector, si le cuento los disparates que dije y las locuras que imaginé en las reflexiones y monólogos de aquella mañana.
—No veo la hora —decía para mí— de presentarme a esa señora. No me queda duda de que le he caído en gracia, lo cual no es extraño, pues algunas personas me han dicho que no tengo mal ver. Como dice doña Juana, de hombres se hacen obispos, y quién sabe si a la vuelta de una media docena de añitos, me encuentro hecho en dos palotadas duque, conde o almirante, como otros que yo me sé y que deben lo que son a haber caído en gracia a esta o la otra persona. Hablemos claro, Gabriel. ¿No estás oyendo mentar todos los días a cierto personaje que antes era un pobre pelambrón, y ahora es todo cuanto puede ser un hombre? ¿Y todo por qué? Por la inclinación de una elevada señora. ¿Y quién dice que lo que puede pasar a un hombre no le pueda suceder a otro? Verdad es que el tal personaje es un gallardo mozo; pero yo bien sabido me tengo que no soy saco de paja, pues muchas personas me han dicho que les gusto, y que no puede negarse que tengo unos ojillos picarescos, capaces de trastornar a todo el sexo femenino. ánimo, Sr. Gabrielito. Mi ama ha dicho que Amaranta es la mujer más poderosa de toda la corte, y quién sabe si será de sangre real. ¡Oh, divina Amaranta! ¿Qué haré para merecerte? Por supuesto, que si llego a verme desempeñando esos elevados cargos, juro por Dios y mi salvación, que he de ser el hombre más formal que jamás haya gobernado en el mundo: a buen seguro que nadie me acuse, como acusan al otro, de haber hecho tantas picardías. Lo que es eso… yo tendré las cosas bien arregladitas, y en mi persona no gastaré sino lo muy preciso. Lo primero que voy a disponer es que no haya pobres, que España no vuelva a unirse con Francia, y que en todas las plazuelas de España se fije el precio de los comestibles, para que los pobres compren todo muy barato. Veremos si sé yo mandar o no sé… ¡y que tengo un geniecillo! Como no hagan lo que mando, nada, nada… no me andaré con chiquitas. Al que no obedezca, cortarle la cabeza y se acabó… así andarán todos derechos como un huso. Y lo dicho dicho. Nada con los franceses. Napoleón que se entienda solo; nosotros haremos lo que nos dé la gana, y que no me busquen el genio, porque yo tengo muy malas moscas… ¡Oh!, si esto sucediera, cómo se había de alegrar la pobre Inés: entonces sí que no repetiría lo de la tortuga y del águila. Se me figura que Inés es algo corta de alcances; sin embargo, es tan buena que la amaré siempre… pero debo amar a Amaranta… pero ¿cómo puedo dejar de amar a Inés?… Pero es preciso que adore sobre todas las cosas a Amaranta… pero Inés es tan sencilla, tan buena, tan… pero Amaranta me subyuga, me fascina, me vuelve loco… pero Inés… pero Amaranta….….….….….….….….….….….….….….….….….….….….….….….….….….….….…..
Esto decía yo, despeñado como corcel salvaje, por los derrumbaderos de mi fantasía; y ya habrá observado el lector que, al suponerme amado por una mujer poderosa, mis primeras ideas versaron sobre mi engrandecimiento personal, y el ansia de adquirir honores y destinos. En esto he reconocido después la sangre española. Siempre hemos sido los mismos.
Levanteme, cogí el cesto para ir a la compra, y cuando recorría los puestos de la plazuela regateando las patatas y las coles, consideré cuán inconveniente y deshonroso era que se ocupase en tan bajos menesteres un joven destinado a ser dentro de algún tiempo generalísimo de los ejércitos de mar y tierra, gran almirante, ministro, y quién sabe si rey de algún reinito chico que le caería por chiripa en los repartos europeos.
Dejando aparte por ahora lo que se refiere a mi persona, voy a dar una idea de la opinión pública en aquellos días, con motivo de los sucesos políticos. En la plazuela advertí que se hablaba del asunto, y por las calles las personas se paraban preguntándose noticias, y regalándose mutuamente las mentiras de que cada cual era forjador o inocente vehículo. Yo hablé del caso con varias personas conocidas, y voy a copiar imparcialmente el parecer de algunas, pues siendo las más de diversa condición y capacidad, el conjunto de sus observaciones puede ofrecer exactamente una muestra del pensamiento público.
Un hortera de ultramarinos, que era nuestro abastecedor y hombre muy aficionado a mover la sin hueso, me pareció más alegre que de ordinario y en extremo jovial con sus parroquianos.
—¿Qué nuevas corren por ahí? —le pregunté.
—¡Oh!, grandes nuevas. Los franceses han entrado en España. Yo estoy contentísimo.
Luego, bajando la voz, dijo con semblante risueño:
—¡Van a conquistar a Portugal! Es para volverse loco de alegría.
—Hombre, no lo entiendo.
—¡Ah! Gabrielillo: tú como eres un pobre
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chico, no entiendes estas cosas. Ven acá, mentecato. Si conquistan a Portugal, ¿para qué ha de ser sino para regalárselo a España?
—¿Y un reino se conquista y se regala como si fuera una libra de nísperos, señor de Cuacos?
—Pues es claro. Napoleón es un hombre que me gusta. Quiere mucho a España, y se desvive por hacernos felices.
—Vaya con el hombre. ¿Y nos quiere por nuestra linda cara o porque le conviene, para sacarnos dinero, barcos, tropas, y cuanto le da la gana? —dije yo, cada vez más resuelto a romper con Francia, cuando fuese ministro.
—Nos quiere porque sí, y sobre todo ahora va a quitar de en medio al señor Godoy, que ya nos tiene hasta el tragadero.
—¿Querrá Vd. decirme qué es lo que ha hecho ese caballero para que todos le quieran tan mal?
—¡Bicoca!, ahí es nada lo del ojo. ¿No sabes que es un embustero, atrevido, lascivo, tramposo y enredador? Ya sabemos todos a qué debe su fortuna, y la verdad es que la culpa no la tiene él, sino quien lo consiente. Ya sabes tú que vende los destinos, ¡y de qué manera! Los que tienen mujer guapa o hija doncella son los que consiguen de Su Alteza cuanto solicitan. Pues ahora trata de que se vayan a América los príncipes para quedarse él de rey de España… Pero no echó muy bien las cuentas, y a lo mejor se presenta Napoleón para desbaratar sus planes… Sabe Dios lo que ocurrirá dentro de algunos días: yo creo que Napoleón, como amigo y admirador que es de nuestro gran Príncipe de Asturias, nos lo va a poner en el trono, sí señor… y el Rey Carlos, con la buena pieza de su mujer, se irá a donde mejor le convenga.
No hablemos más del asunto. Entré luego en la tienda de doña Ambrosia, a comprar un poco de seda que me había encargado la doncella, y vi tras el mostrador a la grave tendera, acariciando su gato, sin dejar por eso de atender a la conversación entablada entre D. Anatolio, el papelista de la acera de enfrente, y el abate D. Lino Paniagua, que estaba escogiendo unas cintas verdes y azules.
—No le quede a Vd. duda, señora doña Ambrosia —decía el papelista—; de esta vez nos veremos libres del
choricero
.
—No puede ser menos —contestó la tendera— sino que alguna buena alma ha ido a Francia y le ha contado a ese bendito emperador todas las picardías que aquí hace Godoy, por lo cual éste ha mandado un ejército entero para quitarle de en medio.
—Pues con perdón de Vds. —dijo el abate Paniagua alzando la vista—, yo que frecuento la sociedad de etiqueta, puedo asegurar que las intenciones de Napoleón son muy distintas de lo que se cree vulgarmente. Napoleón no manda sus tropas contra Godoy, sino para Godoy; porque han de saber Vds. que en un tratado secreto (y esto lo digo con reserva) se ha convenido echar de Portugal a los Braganzas, y repartirse aquel reino entre tres personas, de las cuales una será el Príncipe de la Paz.
—Eso se dijo hace tiempo —observó con desdén D. Anatolio—; pero ahora no se trata de tal reparto. La verdad pura y neta es que Napoleón viene a quitar el Portugal a los ingleses, lo cual está muy retebién
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hecho; sí señor.
—Pues a mí me han dicho —añadió doña Ambrosia—, que lo que quiere Godoy es mandar al Príncipe a América con sus hermanos, para quedarse él solito de rey de España. Eso no lo habíamos de consentir. ¿Verdá ustéD. Anatolio? —Miren qué ideas de hombre. Pero ¿qué se puede esperar de quien está casado con dos mujeres?
—Y creo que las dos se sientan con él a la mesa, una a la derecha y otra a la izquierda —dijo don Anatolio.
—Por Dios, hablemos bajo —indicó con timidez D. Lino Paniagua—. Esas cosas no deben decirse.
—Nadie nos oye, y sobre todo… Si van a poner a la sombra a cuantos hablan de estas cosas, pronto se quedará Madrid sin gente.
—Verdad —dijo Ambrosia bajando la voz—. Mi difunto esposo, que santa gloria haya, y era el hombre de más verdad que ha comido nabos en el mundo, aseguraba… (y crean Vds. que lo sabía de buena tinta) que cuando el
choricero
quiso que el consejo de Estado habilitase a la Reina para ser regenta… pues, no sé si me explico… era porque tenían el proyecto de despachar para el otro barrio a mi señor D. Carlos; de modo que…
—¡Qué abominaciones se dicen hoy! —exclamó el abate.
—Como que es la pura verdad —dijo don Anatolio.
—Yo también lo supe por persona que estaba en el ajo.
—Pero esto no se dice, señores, esto se calla —respondió Paniagua—. Yo, francamente, no gusto de oír tales cosas. Me da miedo; y si llega a oídos del señor Príncipe de la Paz, figúrense Vds. qué disgusto.
—Como no nos ha dado prebendas, ni le pedimos congruas…