—En fin, despácheme Vd., señora doña Ambrosia, que tengo prisa. Esas cintas verdes son de etiqueta; pero lo que es las azules, no me atrevo a presentárselas a la señora condesa de Castro-Limón.
Despacharon al abate, y luego a mí, con más presteza de la que habría querido, pues de buen grado me hubiera detenido más para oír los comentarios políticos que tanto me agradaban. Ya iba derecho a casa, cuando acerté a tropezar con el reverendo padre Fray José Salmón, de la orden de la Merced, el cual era un sujeto excelente que visitaba a doña Dominguita (la abuela de mi ama), con tanta frecuencia como exigían el arte de Hipócrates y el piadoso anhelo de bien morir; pues para administrar lo primero y preparar el ánima a lo segundo era un águila el buen mercenario Salmón, a quien sólo faltaba una
o
en su apellido para llamarse como el portento de la sabiduría. Detúvose en medio de la calle, e interpelándome con su acostumbrada afabilidad y cortesía, dijo:
—¿Y esa incomparable doña Dominga, cómo está? ¿Qué tal efecto te ha hecho el cocimiento de cáscaras de frambuesa, o sea,
tetragonia ficoide
, que llama Dioscórides?
—¡Magnífico efecto! —respondí, aunque estaba en completa ignorancia del asunto.
—Ya le llevaré esta tarde unas pildoritas… —prosiguió— con las cuales o yo no soy el padre Salmón de la orden de la Merced, o esa señora ha de recobrar la agilidad de sus piernas… Pero chico: qué buenas peras llevas ahí —añadió metiendo la mano en el cesto y sacando la fruta indicada—. Tú tienes buena mano derecha para comprar peras.
Y acto continuo se la guardó, después de olerla, en la manga del luengo hábito, sin pedir permiso para ello, pues aunque siguió hablando, fue para añadir lo siguiente:
—Dile que iré esta tarde por allá a contarle las grandes novedades que ocurren en España.
—Vd. que sabe tanto —dije impulsado por mi curiosidad—, ¿podrá explicarme a qué vienen esos ejércitos franceses?
—Si tú tuvieras la mitad del talento que yo tengo —repuso—, te pondrías al tanto de las diversas razones que me hacen estar alegre considerando la llegada de esos señores. ¿Por ventura no sabes que Napoleón fue quien restableció el culto en Francia, después de los horrores y herejías de la revolución? ¿No sabes también que entre nosotros no falta algún endiablado personaje en cuya mente bullen atrevidos proyectos contra la Iglesia? Pues sabiendo esto, ¿a quién no se alcanza que el objeto de la entrada de esos ejércitos no es ni puede ser otro que dar merecido castigo al insolente pecador, al polígamo desvergonzado, al loco enemigo de los derechos eclesiásticos?
—Luego ese Sr. Godoy ¿no sólo es un bribón, y un acá y un allá, sino que también es enemigo de la religión y los religiosos? —pregunté asombrado de ver cómo aumentaba el capítulo de culpas del favorito.
—Sin duda —dijo el fraile—. Y si no, ¿qué nombre tiene el proyecto de reformar las órdenes mendicantes, quitándoles la vida conventual y obligando a esos buenos religiosos a servir en los hospitales generales? También agita en su diabólica mente el proyecto de sacar de las granjas que nos pertenecen lo necesario para fundar unas a modo de escuelas de agricultura; que sabe Dios lo que serán las tales escuelitas. ¡Oh! Y si fuera cierto lo que se dice —añadió alargando la mano para hacer segunda exploración en mi cesto—; si fuera cierto lo que se dice respecto a la enajenación de parte de los bienes que ellos llaman de manos muertas… Pero no nos ocupemos de esto, que más bien causa risa que indignación, y fijemos la vista en el astro de las Galias que cual divino campeón viene a libertarnos de la tiranía de un necio valido, poniendo en el trono al augusto príncipe en cuya sabiduría y prudencia fiamos.
Al concluir esto había trasportado desde mi cesto a las mangas de su hábito otra pera y hasta media docena de ciruelas, dando después rienda suelta a los encomios de mi destreza en el comprar. Yo me apresuré a separarme de un interlocutor que me salía tan caro, y le di los buenos días, renunciando a las lecciones de su sabiduría.
No había sacado en limpio gran cosa, ni disipado mis dudas, sobre lo que hoy llamaríamos la situación política, y lo único que vi con alguna claridad fue la general animadversión de que era objeto el Príncipe de la Paz, a quien se acusaba de corrompido, dilapidador, inmoral, traficante de destinos, polígamo, enemigo de la Iglesia, y, por añadidura de querer sentarse en el trono de nuestros Reyes, lo cual me parecía el colmo de la atrocidad. También vi de un modo clarísimo que todas las clases sociales amaban al Príncipe de Asturias, siendo de notar, que cuantos anhelaban su próxima elevación al trono, fiaban tal empresa a la amistad de Bonaparte, cuyos ejércitos estaban entrando ya en España para dirigirse a Portugal.
Volvía a la plazuela para reponer las bajas hechas en el cesto por su paternidad, y allí encontré… ¿no adivinan Vds. a quién? El infeliz, acompañado de su hija Joaquinita, a quien natura había hecho
poetisa entre dos platos
, se ocupaba en comprar al fiado no sé que piltrafas y miserables restos, que eran su ordinario alimento. él pedía las cosas, la jorobadilla se las regateaba, y entre los dos cargaban la ración, cuyo peso no hubiera fatigado a un niño de cinco años. La miseria había pintado sus más feos rasgos en el semblante de la hija y del padre, el cual era tan flaco y amarillo, que se dudaba cómo podía existir y moverse cuerpo tan endeble, no siendo galvanizado por el misterioso fluido del numen poético. ¿Necesito nombrarle? Era Comella.
—¡Sr. D. Luciano, Vd. por aquí! —dije saludándole con mucho afecto, porque aquel hombre me inspiraba la más viva compasión.
—¡Ah, Gabriel! —contestó—, ¿y Pepita y doña Dominga? Tiempo hace que no las veo. Pero ya saben que aunque no las visito, porque el trabajo me lo impide, les estoy muy agradecido.
—Hoy espero ir por allá a llevarles a ustedes algún recadito —dije respondiendo verbalmente a las tristes suplicantes miradas de la hija del poeta, cuyos ojos me hablaban el lenguaje del hambre.
—Es preciso que vayas por casa —continuó el poeta tomándome el brazo, e indicando en su gravedad que lo que iba a confiarme era importantísimo—. Como me has dicho que presenciaste lo de Trafalgar, quiero consultarte sobre ciertos detalles… pues.
—Ya. Escribe Vd. la historia de aquella batalla.
—No: historia no, un dramita que va a dejar bizcos a los señores. Verás que pieza. Se titula
El tercer Gran Federico y combate del 21
.
—Buen título —respondí—; pero no entiendo qué es eso del
tercer Federico
.
—¡Qué tonto eres! El
tercer Gran Federico
es Gravina, y como ya hubo en Prusia un Gran Federico que era segundo, ¿no comprendes que es ingenioso, y llamativo y tónico poner a nuestro almirante en la lista de los Grandes Federicos que ha habido en el mundo?
—Ciertamente. Es una idea que sólo a usted se le hubiera ocurrido.
—Ya Joaquina ha escrito las primeras escenas, que son preciosísimas. En primer término
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aparece la cubierta del
Santísima Trinidad
, a la derecha el navío de Nelson, y a lo lejos Cádiz con sus castillos y torreones. Debo advertirteque figuro a Nelson enamorado de la hija de Gravina, el cual se niega a dársela en matrimonio. La escena empieza con una sublevación de los marineros españoles que piden pan, porque en todo el barco no hay una miga. El almirante se enfurece y les dice que son unos cobardes, porque no tienen alma para resistir tres días sin comer, y les da el ejemplo de la más plausible sobriedad mandándose servir un pedacito de maroma asada. Nelson se presenta a decir que todo se acabará al fin si le dan la niña para llevársela a Inglaterra: la muchacha sale de la cámara bordando un pañuelo, y…
No dijo más, porque la violenta risa en que prorrumpí, sin poderme contener, le desconcertó un poco, aunque yo, para que no se enojara, le aseguré que me reía por cierto recuerdo despertado en mi memoria.
—La escena del hambre está escrita, y si he de decirte la verdad, no tiene pero.
—No dudo que esa escena puede ser admirable —dije con malicia—, sobre todo si ha puesto la mano en ella la señorita Joaquina.
—Ya hemos escrito a todos los teatros de Italia, que se disputarán, como siempre, el derecho de traducirla —dijo Joaquinita.
—¡Ah! Aquí no se recompensa el verdadero mérito. Bien dicen, que nadie es profeta en su patria: verdad es que la posteridad hace justicia: pero entretanto que esa justicia llega, los hombres superiores arrastramos miserable existencia, y nos morimos como cualquier pelafustán sin que nadie se acuerde de nosotros. Vamos a ver: ¿de qué me valen ahora a mí los mausoleos, las inscripciones, las estatuas con que han de honrarme en tiempos futuros, cuando la envidia calle y a nadie quede duda del mérito de mis obras? Y si no ahí tienes a Cervantes, que es otro ejemplo como este mío. ¿No vivió en la miseria? ¿No murió abandonado? ¿Acaso tocó las ventajas positivas de ser el primer escritor de su siglo? Pues a mí me pasa dos cuartos de lo mismo: por supuesto que si algo me consuela es considerar cuánto se avergonzará la España futura al saber que el autor de
Catalina en Cromstad
, de
Federico II en Glatz
, de
El negro sensible
, de
La enferma fingida por amor
, de
Cadma y Sinoris
, de
La escocesa de Lambrun
y de otras muchas obras, ha vivido algún tiempo almorzando dos cuartos de sangre frita y otras cosas que no nombro por respeto al arte de la poesía, pues no lo quiero denigrar, denigrándome a mí mismo… Pero no hablemos de estas cosas, que dan tristeza y obligan a renegar de una patria que no sabe premiar el mérito, y de unos tiempos en que los magnates protegen la envidia y persiguen la inspiración.
—Calma, calma, Sr. D. Luciano —dije yo mostrándome interesado por el triunfo de la inspiración sobre la envidia—; tras esos tiempos vendrán otros. ¡Quién sabe lo que pasará mañana!
—Eso me han dicho, sí —repuso Comella bajando la voz y con sonrisa de satisfacción.
—¿Será cierto que Napoleón es del partido del Príncipe de Asturias? ¿Caerá Godoy?
—Eso no tiene duda. ¿Pues qué quiere Napoleón más que el bien de los españoles?
—Justo; y aunque él y Godoy han sido muy amigotes, ya parece que el otro ha conocido sus malas mañas, y sabe que todos queremos al heredero, con lo cual dicho se está que nos hará el gusto. En cuanto a Godoy, yo estoy en que no existe hombre peor en toda la redondez de la tierra. Pueden perdonársele los medios de su elevación; puede perdonársele que sea polígamo, ateo, verdugo, venal, y otras faltas por el estilo; pero lo que no tiene nombre y prueba mejor que nada la corrupción de las costumbres, es que proteja a los malos poetas, dando cordelejo a los que son buenos, y además nacionales, españoles como yo, y no admitimos ese fárrago de reglas ridículas y extranjeras con que Moratín y otros poetastros de polaina embaucan a los tontos. ¿No piensas como yo?
—Lo mismito que Vd. —respondí—. Y ahora verá el Sr. D. Luciano cómo los franceses, cuando hayan arreglado lo de Portugal, arreglarán a España y se acabará la protección a los malos poetas.
—Dios lo quiera así… Pero es tarde y nos vamos, que antes del almuerzo hemos de dejar concluida la escena entre Nelson y la hija de Gravina.
—¿Tanta prisa corre?
—Para fin de mes ha de estar en la Cruz. Tendrá un éxito atroz. Ya verás, Gabrielillo. Es preciso que vayas a aplaudir, porque me temo mucho que los de Estala, Melón y Moratinillohan de querer silbarla. Hay que estar con cuidado, y si ellos tienen la protección del gobierno, no hay que asustarse por eso, la posteridad juzgará. Con que adiós.
Se marcharon a prisa, y yo me quedé pensando en la serie de maldades que habría cometido el Príncipe de la Paz, para tener también en contra suya a los malos poetas. Hasta mucho tiempo después no conocí que entre los infinitos actos reprensibles de aquel monstruo de la fortuna
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había algunos que la posteridad, por el contrario, debía recordar siempre con agradecimiento.
Aún me faltaba oír, antes de volver a casa, otra opinión muy distinta de las anteriores, y era la para mí respetabilísima de Pacorro Chinitas, el amolador, personaje que tenía establecida su portátil industria en la esquina de nuestra calle. Me parece que aún estoy viendo la piedra de afilar que en sus rápidas evoluciones despedía por la tangente, al contacto del acero, una corriente de veloces chispas, semejantes a la cola de un pequeño cometa; y como era mi costumbre no apartar la vista de la máquina mientras hablaba con el Júpiter de aquellos rayos, el fenómeno ha quedado vivamente impreso en mi imaginación.