Después de largo rato la conversación, anudándose de nuevo, fue general. El marqués, viendo que no se le preguntaba nada, estaba en gran desasosiego, y a los rostros de todos dirigía con inquietud sus ojos buscando una víctima de su conversación; pero nadie parecía dispuesto a escucharle, con lo cual, lleno de enojo, tomó la palabra para decir que si continuaban apremiándole para que hablara, se vería en el caso de no poner por segunda vez a prueba su discreción concurriendo a tertulias donde no reinaba el
[14]
más profundo respeto hacia los secretos de la diplomacia.
—Pero si no le hemos dicho a Vd. una palabra —indicó Lesbia, riendo.
Isidoro, conociendo que el marqués era enemigo de Godoy, dijo con mucha sorna:
—No se puede negar que el Príncipe de la Paz, como hombre de gran talento, burlará las intrigas de sus enemigos. Napoleón le apoya, y no digo yo la coronita de los Algarbes, sino la de Portugal entero o quizás otra mejor, recibirá de manos de su majestad imperial. Conozco a Napoleón, le he tratado en París, y sé que gusta de los hombres arrojados como Godoy. Verá Vd., verá Vd., señor marqués, todavía le hemos de ver a Vd. llamado a los consejos del nuevo rey, y tal vez representándole como plenipotenciario en alguna de las Cortes de Europa.
El marqués se limpió la boca con la servilleta, echóse hacia atrás, sopló con fuerza, desahogando la satisfacción que le producía el verse interpelado de aquel modo, fijó la vista en un vaso, como buscando misterioso punto de apoyo para una sutil meditación, y dijo con mucha pausa:
—Mis enemigos, que son muchos, han hecho correr por toda Europa la especie de que yo llevaba correspondencia secreta con el Príncipe de Talleyrand, con el Príncipe Borghese, con el Príncipe Piombino, con el gran duque de Aremberg, y con Luciano Bonaparte, en connivencia con Godoy, para estipular las bases de un tratado en virtud del cual España cedería las provincias catalanas a Francia a cambio de Portugal y el reino de Nápoles… pasando Milán a la reina de Etruria, y el reino de Westfalia a un Infante de España. Yo sé que esto se ha dicho —añadió alzando la voz y dando un fuerte puñetazo en la mesa—. ¡Yo sé que esto se ha dicho; ha llegado a mis oídos, sí, señor! Los calumniadores lo hicieron creer a los soberanos de Austria y Prusia; se me interpeló sobre el caso, Rusia no titubeó en hacerse eco de la calumnia, y fue preciso que yo empleara todo mi valimiento y tacto para disipar las densas nubes que se habían acumulado en el horizonte de mi reputación.
Al decir esto el marqués empleaba el mismo tono que habría usado ante un Consejo de los principales políticos de Europa. Después de sonarse con estrépito, prosiguió así:
—Afortunadamente soy bien conocido, y al fin… tengo la satisfacción de haber sido objeto de las más satisfactorias frases por parte de los soberanos citados. ¡Ah!… ya sé yo el objeto que guió a los calumniadores y el sitio de donde partió la calumnia. En casa de Godoy se inventó esa trama abominable con objeto de ver si, autorizada con mi nombre, podía esa combinación correr con alguna fortuna por Europa. Pero tan inicuos planes, quedaron sin éxito, como era de suponer, y la Europa entera convencida de que el Príncipe de la Paz y yo no podemos obrar de concierto en negocio alguno de interés general para las grandes potencias.
—¿De modo —dijo Isidoro—, que Vd. no es, como dicen, amigo secreto de Godoy?
El diplomático frunció el ceño, sonrió con desdén, llevó un polvo a la nariz, y continuó así:
—¿Qué incongruentes especies no inventará la calumnia? ¿Qué torpes ardides no imaginarán la astucia y la doblez contra la prudencia y la rectitud? Mil veces me han hecho esos cargos, y mil veces los he rebatido. Pero es fuerza que repita ahora lo que en otras ocasiones he dicho. Había hecho propósito solemne de no ocuparme más de este asunto; pero la terquedad de mis amigos, y la obcecación del público me obligan a ello. Hablaré claro: si en el calor de mi defensa hago revelaciones que puedan sonar mal en ciertos oídos cúlpese a los que me han provocado, no a mí, que todo debo posponerlo al brillo de mi inmaculada reputación.
Lesbia, Isidoro y mi ama hacían esfuerzos para contener la risa, al ver el énfasis con que nuestro hombre defendía, contra imaginarias acusaciones una personalidad de que nadie se ocupaba sino él. Amaranta parecía meditabunda, mas sus reflexiones no le impedían fijar alguna vez en mí sus incomparables ojos.
—En el año de 1792 —prosiguió el viejo—, cayó del ministerio el conde de Floridablanca, que se había propuesto poner coto a los estragos de la revolución francesa. ¡Ah! El vulgo no conoció la mano oculta que había arrojado de la secretaría del Estado a aquel hombre insigne, envejecido en servicio del Rey. ¿Pero cómo podía ocultarse a los hombres perspicaces la máquina interior de aquel cambio deministerio? Un joven de 25 años a quien los Reyes miraban con particular afecto y que tenía frecuente entrada en palacio, y hasta participación en los consejos, influyó en el cambio de ministerio, y en la elevación del señor conde de Aranda. ¿Tuve yo participación en aquel suceso? No, mil veces no; hallábame a la sazón agregado a la embajada española, cerca del emperador Leopoldo, y no pude de ningún modo influir para que desempeñara el ministerio mi amigo el conde de Aranda. Pero ¡ay!, este duró poco en el poder, porque nuevas maquinaciones le derribaron, y en Noviembre del mismo año, España y el mundo todo vieron con sorpresa que era elevado a la primera dignidad política aquel mismo joven de 25 años, ya colmado de honores inmerecidos, tales como el ducado de la Alcudia y la grandeza de España de primera clase, la gran cruz de Carlos III, la cruz de Santiago, los cargos de ayudante general del cuerpo de guardias, mariscal de campo de los reales ejércitos, gentil-hombre de cámara de S.M. con ejercicio, sargento mayor del real cuerpo de guardias de Corps, consejero de Estado, superintendente general de correos y caminos, etc., etcétera. Empuñó Godoy las riendas del Estado en tiempos muy críticos: todos los hombres de previsión, comprendíamos la proximidad de grandes males, e hicimos lo posible por conjurarlos. El torpe duque de la Alcudia declaró la guerra a Francia, contra la opinión de Aranda, y de todos cuantos teníamos alguna experiencia en los negocios. ¿Se nos hizo caso? No. ¿Se oyeron nuestros consejos? No. Pues veamos ahora lo que ocurría después de hecha la paz con Francia.
«El Rey continuaba acumulando en la persona de su favorito toda clase de distinciones y honores, y por fin le enlazó con una princesa de la familia real. Tanto favor dispensado a un hombre nulo y que en los más indignos hechos buscaba ocasión de medro, produjo la animadversión y el descontento de todos los españoles. La caída de un favorito, que había desconcertado el Erario público, y desmoralizado la justicia vendiendo los destinos, era segura». Y aquí debo decir, aunque por un momento falte a las leyes de mi sistemática reserva, que yo nada influí para que entraran en los ministerios de Hacienda y Gracia y Justicia Saavedra y Jovellanos. Ruego a Vds. que no revelen este secreto, que hoy por primera vez sale de mis labios.
—Seremos tan callados como guardacantones, señor marqués —dijo Isidoro.
—Pero la cosa no tenía remedio —continuó el diplomático dirigiendo sus ojos a todos los lados de la sala, como si le oyera gran número de personas—. Jovellanos y Saavedra no podían concertarse en el gobierno con quien ha sido siempre la misma torpeza y la corrupción en persona. La república francesa trabajaba en contra del favorito; Jovellanos y Saavedra se empeñaron en desprenderse de tan peligroso compañero, y al fin el rey, cediendo a tantas sugestiones, y a la voz popular, dio a Godoy su retiro en Marzo de 1798. Yo declaro aquí de una vez para siempre que no tuve participación en su caída, como han dado en suponer. Y ésta sería ocasión de decir algo que sé, y que siempre he callado; pero… no, no fío bastante en la prudencia de los que me escuchan, y prefiero guardar silencio sobre un punto delicado que nadie conoce. Conste tan sólo que no contribuí a la caída de Godoy en 1798.
—Pero la desgracia del Sr. D. Manuel duró poco —dijo Isidoro—, porque el ministerio Jovellanos-Saavedra fue de poca duración, y el de Caballero y Urquijo, que le sucedió, tampoco tuvo larga vida.
—Efectivamente, a eso iba —continuó el marqués—. Los Reyes no podían pasarse sin su amigo. Ocupó éste nuevamente la secretaría de Estado, y queriendo acreditarse de guerrero, ideó la famosa expedición contra Portugal, para obligar a este pequeño reino a romper sus relaciones con Inglaterra. Ya desde entonces nuestro ministro no pensaba más que en secundar los planes de Bonaparte del modo menos ventajoso para España. él mismo mandó aquel ejército, que se puso en planta a costa de grandes sacrificios; y cuando los pobres portugueses abandonaron a Olivenza sin que pudiera entablarse una lucha formal, el favorito celebró sus soñadas victorias con un festejo teatral que dio a aquella guerra el nombre de
guerra de las naranjas
. Ustedes saben que los Reyes habían acudido a la frontera. El favorito mandó construir unas angarillas que adornó con flores y ramajes, y sobre esta máquina hizo poner a la reina, que fue tan chabacanamente llevada en procesión ante las tropas, para recibir de manos del generalísimo un ramo de naranjas, cogido en Elvas por nuestros soldados. No añadiré una palabra más, ni recordaré los punzantes chistes que circularon en aquella ocasión de boca en boca. Que cada cual se entienda con su conciencia, y que todos tengan bastante energía para defender sus propios actos, como defiendo yo los míos en este momento. Ahora paso a otra cuestión.
«Y aunque necesite repetirlo mil veces, diré también que no tuve parte alguna en las negociaciones del tratado de San Ildefonso, ni en la alianza de nuestra marina con la francesa, origen del desastre de Trafalgar. Pero sobre ese tratado sé cosas curiosísimas que me confió el general Duroc y que no puedo revelar a Vds. por más empeño que muestren en conocerlas. No… no me pidan Vds. que revele lo que sé; no pongan a prueba mi discreción; hay secretos que no pueden confiarse en el seno de la amistad más íntima. Yo debo callar y callaré. Si los dijese, cuán pronto confundiría al Príncipe de la Paz y a los que me suponen cómplice de sus infames tratos con Bonaparte. Mi único afán ha consistido en destruir sus combinaciones, y aquí en confianza puedo decir que repetidas veces lo he conseguido. Por eso se empeña en desacreditarme a los ojos de Europa, en malquistarme con los hombres de Estado, que han depositado en mí su confianza; por eso suena mi nombre unidoa todas las combinaciones que fragua Izquierdo en París. Pero ¡ah!, gracias a mi destreza podré anonadar a los calumniadores, salvando mi buen nombre. Ojalá pudiera asimismo salvar a nuestros Reyes y a nuestro país del descrédito a que los conduce ciegamente un hombre abominable, que se ha elevado por las causas que todos sabemos y sigue dirigiendo la nave del Estado valido de su torpe arrogancia e insolente travesura.
Dijo, y llevándose a la nariz con diplomático aplomo el polvo de rapé se sonó con más estruendo que el de una batería, miró a todos por encima del pañuelo, y luego pronunció vagas frases que anunciaban la agitación de su grande espíritu. Oyéndole y viéndole, parecía que sobre el mantel de la mesa que yo había servido iban a resolverse las más arduas cuestiones europeas, repartiendo pueblos y arreglando naciones como en el tapete de Campo-Formio, de Presburgo o de Luneville.
—Estamos ya convencidos, señor marqués —dijo Lesbia—, de que Vd. no ha tenido ni tiene parte alguna en los desastres ocasionados por el Príncipe de la Paz; pero no nos ha dicho cuáles son los cataclismos que nos amenazan.
—Ni una palabra más, no diré ni una palabra más —dijo el marqués alzando la voz—. Cesen, pues, las preguntas. Todo es inútil, señoras mías. Soy inflexible e implacable: todos los esfuerzos, todas las astucias de la curiosidad no conseguirán arrancarme una revelación. He suplicado a Vds. que no me preguntasen nada, y ahora, no ruego, sino mando que me dejen en paz, renunciando a corromper y sobornar mi experimentada prudencia con los halagos de la amistad.
Oyendo al diplomático, yo recordaba a cierto mentiroso que conocí en Cádiz, llamado D. José María Malespina. Ambos eran portentos de vanidad; pero el de Cádiz mentía desvergonzadamente y sin atadero, mientras que el de Madrid, sin alterar nunca los sucesos reales, se suponía hombre de importancia, y su prurito consistía en defenderse de ataques imaginarios y en negarse a revelar secretos que no sabía. Esto prueba la inmensa variedad que el Creador ha puesto en la fauna moral, así como en la física.
Isidoro y Lesbia, retirándose de la mesa, habían vuelto a formar la tela de araña de sus comunicaciones amorosas. Mi ama había variado en sus disposiciones favorables con el marqués. En vano le prometió franquearse con ella, revelándole lo que ningún ser humano había oído hasta entonces de sus labios; pero sin duda a la González no debió de halagar mucho la promesa de conocer los planes de todas las potencias europeas, porque no tuvo para su solícito cortejante palabra ni frase alguna que no fuesen el mismo acíbar.
Amaranta, cuya reconcentración mental se desvanecía poco a poco, clavó en mí sus ojos de una manera que parecía indicar vivo deseo de entablar conversación conmigo. En efecto, contra todas las prescripciones del decoroen cierta ocasión en que yo recogía los platos vacíos que tenía delante, se sonrió de un modo celestial, atravesándome el corazón con estas palabras: