El gran friso narrativo de los Episodios Nacionales sirvió de vehículo a Benito Pérez Galdós (1843-1920) para recrear en él, novelescamente engarzada, la totalidad de la compleja vida de los españoles —guerras, política, vida cotidiana, reacciones populares— a lo largo del agitado siglo XIX. La Corte de Carlos IV es el nuevo escenario de las andanzas de Gabriel de Araceli, que después del combate de Trafalgar pasa a Madrid. Criado primero de una actriz y después de una aristócrata, Araceli participa en este episodio como testigo privilegiado de las diversiones, rivalidades e intrigas que enfrentan a los partidarios y enemigos tanto del favorito Godoy como del príncipe Fernando, y que preludian la invasión francesa y la Guerra de la Independencia.
Benito Pérez Galdós
La Corte de Carlos IV
Episodios Nacionales, Primera Serie, Libro II
ePUB v1.0
Dbooti22.02.12
Autor:
Pérez Galdós, Benito 1843-1920
Título:
La Corte de Carlos IV
Publicación:
Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
Notas sobre edición original:
Edición digital basada en la 3ª ed., Madrid, Imprenta y Litografía de La Guirnalda, 1881. Ilustraciones de Enrique y Arturo Mélida a partir del t. I, Madrid, Administración de La Guirnalda y Episodios Nacionales, 1882.
Sin oficio ni beneficio, sin parientes ni habientes, vagaba por Madrid un servidor de ustedes, maldiciendo la hora menguada en que dejó su ciudad natal por esta inhospitalaria Corte, cuando acudió a las páginas del
Diario
para buscar ocupación honrosa. La imprenta fue mano de santo para la desnudez, hambre, soledad y abatimiento del pobre Gabriel, pues a los tres días de haber entregado a la publicidad en letras de molde las altas cualidades con que se creía favorecido por la Naturaleza le tomó a su servicio una cómica del teatro del Príncipe, llamada Pepita González o la González. Esto pasaba a fines de 1805; pero lo que voy a contar ocurrió dos años después, en 1807, y cuando yo tenía, si mis cuentas son exactas, diez y seis años, lindando ya con los diez y siete.
Después os hablaré de mi ama. Ante todo debo decir que mi trabajo, si no escaso, era divertido y muy propio para adquirir conocimiento del mundo en poco tiempo. Enumeraré las ocupaciones diurnas y nocturnas en que empleaba con todo el celo posible mis facultades morales y físicas. El servicio de la histrionisa me imponía los siguientes deberes:
Ayudar al peinado de mi ama, que se verificaba entre doce y una, bajo los auspicios del maestro Richiardini, artista de Nápoles, a cuyas divinas manos se encomendaban las principales testas de la Corte.
Ir a la calle del Desengaño en busca del
Blanco de perla
, del
Elixir de Circasia
, de la
Pomada a la Sultana
, o de los
Polvos a la Marechala
, drogas muy ponderadas que vendía un monsieur Gastan, el cual recibiera el secreto de confeccionarlas del propio alquimista de María Antonieta.
Ir a la calle de la Reina, número 21, cuarto bajo, donde existía un taller de estampación para pintar telas, pues en aquel tiempo los vestidos de seda, generalmente de color claro, se pintaban según la moda, y cuando ésta pasaba, se volvía a pintar con distintos ramos y dibujos, realizando así una alianza feliz entre la moda y la economía, para enseñanza de los venideros tiempos.
Llevar por las tardes una olla con restos de puchero, mendrugos de pan y otros despojos de comida a D. Luciano Francisco Comella, autor de comedias muy celebradas, el cual se moría de hambre en una casa de la calle de la Berenjena, en compañía de su hija, que era jorobada y le ayudaba en los trabajos dramáticos.
Limpiar con polvos la corona y el cetro que sacaba mi ama haciendo de reina de Mongolia en la representación de la comedia titulada
Perderlo todo en un día por un ciego y loco amor, y falso Czar de Moscovia
.
Ayudarla en el estudio de sus papeles, especialmente en el de la comedia
Los inquilinos de sir John, o la familia de la India, Juanito y Coleta
, para lo cual era preciso que yo recitase la parte de
Lord Lulleswing
, a fin de que ella comprendiese bien el de
milady Pankoff
.
Ir en busca de la litera que había de conducirla al teatro y cargarla también cuando era preciso.
Concurrir a la cazuela del teatro de la Cruz, para silbar despiadadamente
El sí de las niñas
, comedia que mi ama aborrecía, tanto por lo menos, como a las demás del mismo autor.
Pasearme por la plazuela de Santa Ana, fingiendo que miraba las tiendas, pero prestando disimulada y perspicua atención a lo que se decía en los corrillos allí formados por cómicos o saltarines, y cuidando de pescar al vuelo lo que charlaban los de la Cruz en contra de los del Príncipe.
Ir en busca de un billete de balcón para la plaza de toros, bien al despacho, bien a la casa del banderillero Espinilla, que le tenía reservado para mi ama, cual obsequio de una amistad tan fina como antigua.
Acompañarla al teatro, donde me era forzoso tener el cetro y la corona cuando ella entraba después de la segunda escena del segundo acto, en
El falso Czar de Moscovia
, para salir luego convertida en reina, confundiendo a Osloff y a los magnates, que la tenían por buñolera de esquina.
Ir a avisar puntualmente a los
mosqueteros
para indicarles los pasajes que debían aplaudir fuertemente en la comedia y en la tonadilla, indicándoles también la función que preparaban
los de allá
para que se apercibieran con patriótico celo a la lucha.
Ir todos los días a casa de Isidoro Máiquez con el aparente encargo de preguntarle cualquier cosa referente a vestidos de teatro; pero con el fin real de averiguar si estaba en su casa cierta y determinada persona, cuyo nombre me callo por ahora.
Representar un papel insignificante, como de paje que entra con una carta, diciendo simplemente:
tomad
, o de
hombre del pueblo primero
, que exclama al presentarse la multitud ante el rey:
Señor, justicia, o a tus reales plantas, coronado apéndice del sol
. (Esta clase de ocupación me hacía dichoso por una noche.)
Y por este estilo otras mil tareas, ejercicios y empleos que no cito, porque acabaría tarde, molestando a mis lectores más de lo conveniente. En el transcurso de esta puntual historia irán saliendo mis proezas, y con ellas los diversos y complejos servicios que presté. Por ahora voy a dar a conocer a mi ama, la sin par Pepita González, sin omitir nada que pueda dar perfecta idea del mundo en que vivía.
Mi ama era una muchacha más graciosa que bella, si bien aquella primera calidad resplandecía en su persona de un modo tan sobresaliente que la presentaba como perfecta sin serlo. Todo lo que en lo físico se llama hermosura y cuanto en lo moral lleva el nombre de expresión, encanto, coquetería, monería, etc., estaba reconcentrado en sus ojos negros, capaces por sí solos de decir con una mirada más que dijo Ovidio en su poema sobre el arte que nunca se aprende y que siempre se sabe. Ante los ojos de mi ama dejaba de ser una hipérbole aquello de
combustibles áspides y flamígeros ópticos disparos
, que Cañizares Añorbe aplicaban a las miradas de sus heroínas.
Generalmente de los individuos que conocimos en nuestra niñez recordamos o los accidentes más marcados de su persona, o algún otro, que a pesar de ser muy insignificante, queda sin embargo grabado de un modo indeleble en nuestra memoria. Esto me pasa a mí con el recuerdo de la González. Cuando la traigo al pensamiento, se me representan clarísimamente dos cosas, a saber: sus ojos incomparables y el taconeo de sus zapatos,
abreviadas cárceles de sus lindos pedestales
, como dirían Valladares o Moncín.
No sé si esto bastará para que Vds. se formen idea de mujer tan agraciada. Yo, al recordarla, veo yo aquellos grandes ojos negros, cuyas miradas resucitaban un muerto, y oigo el
tip-tap
de su ligero paso. Esto basta para hacerla resucitar en el recinto oscuro de mi imaginación, y, no hay duda, es ella misma.Ahora caigo en que no había vestido, ni mantilla, ni lazo, ni garambaina que no le sentase a maravilla; caigo también en que sus movimientos tenían una gracia especial, un cierto no sé qué, un encanto indefinible, que podrá expresarse cuando el lenguaje tenga la riqueza suficiente para poder designar con una misma palabra la malicia y el recato, la modestia y la provocación. Esta rarísima antítesis consiste en que nada hay más hipócrita que ciertas formas de compostura o en que la malignidad ha descubierto que el mejor medio de vencer a la modestia es imitarla.
Pero sea lo que quiera, lo cierto es que la González electrizaba al público con el airoso meneo de su cuerpo, su hermosa voz, su patética declamación en las obras sentimentales, y su inagotable sal en las cómicas. Igual triunfo tenía siempre que era vista en la calle por la turba de sus admiradores y mosqueteros, cuando iba a los toros en calesa o simón, o al salir del teatro en silla de mano. Desde que veían asomar por la ventanilla el risueño semblante, guarnecido por los encajes de la blanca mantilla, la aclamaban con voces y palmadas diciendo: «Ahí va toda la gracia del mundo, viva la sal de España», u otras frases del mismo género
[1]
. Estas ovaciones callejeras, les dejaban a ellos muy satisfechos, y también a ella, es decir a nosotros, porque los criados se apropian siempre los triunfos de sus amos.