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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

La Corte de Carlos IV (21 page)

Una luz brillante me había deslumbrado; quise acercarme a ella y me quemé. La sensación que yo experimentaba, era, si se me permite expresarlo así, la de una quemadura en el alma.

Cuando se fue disipando el aturdimiento en que me dejó mi ama, sentí una viva indignación. Su hermosura misma, que ya me parecía terrible, me compelía a apartarme de ella. —«Ni un día más estaré aquí; me ahoga esta atmósfera y me da espanto esta gente» —exclamé dando paseos por la habitación, y declamando con calor, como si alguien me oyera.

En el mismo momento sentí tras la puerta ruido de faldas, y el cuchicheo de algunas mujeres. Creí que mi ama estaría de vuelta. La puerta se abrió y entró una mujer, una sola: no era Amaranta.

Aquella dama, pues lo era, y de las más esclarecidas, a juzgar por su porte distinguidísimo, se acercó a mí, y preguntó con extrañeza:

—¿Y Amaranta?

—No está —respondí bruscamente.

—¿No vendrá pronto? —dijo con zozobra, como si el no encontrar a mi ama fuese para ella una gran contrariedad.

—Eso es lo que no puedo decir a usted. Aunque sí… ahora caigo en que dijo volvería pronto —contesté de muy mal talante.

La dama se sentó sin decir más. Yo me senté también y apoyé la cabeza entre las manos. No extrañe el lector mi descortesía, porque el estado de mi ánimo era tal, que había tomado repentino aborrecimiento a toda la gente de palacio, y ya no me consideraba criado de Amaranta.

La dama, después de esperar un rato, me interrogó imperiosamente:

—¿Sabes dónde está Amaranta?

—He dicho que no —respondí con la mayor displicencia—. ¿Soy yo de los que averiguan lo que no les importa?

—Ve a buscarla —dijo la dama no tan asombrada de mi conducta como debiera estarlo.

—Yo no tengo que ir a buscar a nadie. No tengo que hacer más que irme a mi casa.

Yo estaba indignado, furioso, ebrio de ira. Así se explican mis bruscas contestaciones.

—¿No eres criado de Amaranta?

—Sí y no… pues…

—Ella no acostumbra a salir a estas horas. Averigua dónde está y dile al instante que venga—, dijo la dama con mucha inquietud.

—Ya he dicho que no quiero, que no iré, porque no soy criado de la condesa —respondí—. Me voy a mi casa, a mi casita, a Madrid. ¿Quiere usted hablar a mi ama?, pues búsquela por palacio. ¿Han creído que soy algún monigote?

La dama dio tregua a su zozobra para pensar en mi descortesía. Pareció muy asombrada de oír tal lenguaje, y se levantó para tirar de la campanilla. En aquel momento me fijé por primera vez atentamente en ella, y pude observar que era poco más o menos, de esta manera.:

Edad que pudiera fijarse en el primer período de la vejez, aunque tan bien disimulada por los artificios del tocador, que se confundía con la juventud, con aquella juventud que se desvanece en las últimas etapas de los cuarenta y ocho años. Estatura mediana y cuerpo esbelto y airoso, realzado por esa suavidad y ligereza de andar que, si alguna vez se observan en las chozas, son por lo regular cualidades propias de los palacios. Su rostro bastante arrebolado no era muy interesante, pues aunque tenía los ojos hermosos y negros, con extraordinaria viveza y animación, la boca la afeaba bastante, por ser de estas que con la edad se hienden, acercando la nariz a la barba. Los finísimos, blancos y correctos dientes no conseguían embellecer una boca que fue airosa si no bella, veinte años antes. Las manos y brazos, por lo que de éstos descubría, advertí que eran a su edad las mejores joyas de su persona y las únicas prendas que del naufragio de una regular hermosura habían salido incólumes. Nada notable observe en su traje, que no era rico, aunque sí elegante y propio del lugar y la hora.

Abalanzose como he dicho a tirar de la campanilla, cuando de improviso, y antes de que aquélla sonase, se abrió de nuevo la puerta y entró mi ama. Recibiola la visitante con mucha alegría, y no se acordaron más de mí, sino para mandarme salir. Retireme, pasando a la pieza inmediata, por donde debía dirigirme a mi cuarto, cuando el contacto del tapiz, deslizándose sobre mi espalda al atravesar la puerta, despertó en mí la olvidada idea de las escuchas y el espionaje que Amaranta me había encargado. Detúveme, y el tapiz me cubrió perfectamente: desde allí se oía todo con completa claridad.

Hice intención de alejarme para no incurrir en las mismas faltas que tan feas me parecían; pero la curiosidad pudo más que todo y no me moví. Tan cierto es que la malignidad de nuestra naturaleza puede a veces más que todo. Al mismo tiempo el rencorcillo, el despecho, el descorazonamiento que yo sentía, me impulsaban a ejercer sobre mi ama la misma pérfida vigilancia que ella me encomendaba sobre los demás.

—¿No me mandas aplicar el oído? —dije para mí, recreándome en mi venganza—. Pues ya lo aplico.

La dama desconocida había proferido muchas exclamaciones de desconsuelo, y hasta me pareció que lloraba. Después, alzando la voz, dijo con ansiedad:

—Pero es preciso que en la causa no aparezca Lesbia.

—Será muy difícil eliminarla, porque está averiguado que ella era quien trasmitía la correspondencia —contestó mi ama.

—Pues no hay otro remedio —continuó la dama—. Es preciso que Lesbia no figure para nada, ni preste declaraciones. No me atrevo a decírselo a Caballero; pero tú con habilidad puedes hacerlo.

—Lesbia —dijo Amaranta—, es nuestro más terrible enemigo. La causa del Príncipe ha sido en su vil carácter un pretexto más bien que una causa para hostilizarnos. ¡Qué de infamias cuenta, qué de absurdos propala! Su lengua de víbora no perdona a quien ha sido su bienhechora y también se ensaña conmigo, de quien ha contado horrores.

—Contará lo de marras —repuso la dama de la boca hendida—. Tú cometiste la gran falta de confiarle aquel secreto de hace quince años, que nadie sabía.

—Es verdad —dijo mi ama meditabunda.

—Pero no hay que asustarse, hija —añadió la otra—. La enormidad y el número de las faltas supuestas que nos atribuyen nos sirve de consuelo y de expiación por las que realmente hayamos cometido, las cuales son tan pocas, comparadas con lo que se dice, que casi no debe pensarse en ellas. Es preciso que Lesbia no aparezca para nada en la causa. Adviérteselo a Caballero; mañana podrían prenderla, y si declara, puede vengarse mostrando pruebas terribles contra mí. Esto me tiene desesperada: conozco su descaro, su atrevimiento, y la creo capaz de las mayores infamias.

—Ella es dueña, sin duda, de secretos peligrosos, y quizás conserve cartas o algún objeto.

—Sí —respondió con agitación la desconocida—. Pero tú lo sabes todo: ¿a qué me lo preguntas?

—Entonces con harto dolor de mi corazón, le diré a Caballero que la excluya de la causa. La pícara se jactaba ayer aquí mismo de que no pondrían la mano sobre ella.

—Ya se nos presentará otra ocasión… Dejarla por ahora. ¡Ah!, bien castigada está mi impremeditación. ¿Cómo fui capaz de fiarme de ella? ¿Cómo no descubrí bajo la apariencia de su amena jovialidad y ligereza, la perfidia y doblez de su corazón? Fui tan necia que su gracia me cautivó; la complacencia con que me servía en todo acabó de seducirme, y me entregué a ella en cuerpo y alma a ella. Recuerdo cuando las tres salíamos juntas de palacio en aquella breve temporada que pasamos en Madrid hace cinco años. Pues después he sabido que una de aquellas noches, avisó a cierta persona el punto a donde íbamos, para que me viera, y me vio… Nosotros no advertimos nada; no conocimos que Lesbia nos vendía, y hasta mucho después no descubrí su falsedad por una singular coincidencia.

—Ese estúpido y presuntuoso Mañara —dijo mi ama—, le ha trastornado el juicio.

—¡Ah!, ¿no sabes que en el cuerpo de guardia se ha jactado ese miserable de que ha sido amado por mí, añadiendo que me despreció? ¿Has visto? ¡Si yo jamás he pensado en semejante hombre, ni creo haber siquiera reparado en él! ¡Ay, Amaranta! Tú eres joven aún; tú estás en el apogeo de la hermosura; sírvate de lección. Cada falta que se comete, se paga después con la vergüenza de las cien mil que no hemos cometido y que nos imputan. Y ni aun en la conciencia tenemos fuerzas para protestar contra tantas calumnias, porque una sola verdad entre mil calumnias, nos confunde, mayormente si nos vemos acusadas por nuestros propios hijos.

Al decir esto me pareció que lloraba. Después de breve pausa Amaranta continuó así la conversación:

—Ese necio de Mañara, que no sabe hablar más que de toros, de caballos y de su nobleza, ha tenido el honor de cautivar a Lesbia; tal para cual… él es quien la ha inducido a andar en tratos con los del Príncipe, y entre los dos se han encargado de la trasmisión de la correspondencia.

—¿Pero no me dijiste —preguntó vivamente la desconocida—, que Lesbia estaba en relaciones con Isidoro?

—Sí —contestó mi ama—; pero este amor, que ha durado poco tiempo, ha sido un interregno durante el cual Mañara no bajó del trono. Lesbia amó a Isidoro por vanidad, por coquetería, y continúa en relaciones con él. Isidoro está locamente enamorado, y ella se complace en avivar su amor, divirtiéndose con los martirios del pobre cómico.

—¿Y no has pensado que se podría sacar partido de esos dobles amores?

—¡Ya lo creo! Lesbia e Isidoro se ven en casa de la González y en el teatro.

—Puedes hacer que Mañara los descubra y…

—No, mi plan es mejor aún. ¿Qué importa Mañara? Yo quiero apoderarme de alguna carta o prenda, que Lesbia entregue a cualquiera de sus dos amantes, para presentarla a su marido, a ese señor que a pesar de su misantropía, si llegara a saber con certeza las gracias de su mujer, vendría a poner orden en la casa.

—Indudablemente —dijo la desconocida animándose por grados—. ¿Y qué piensas hacer?

—Según lo que den de sí las circunstancias. Pronto volveremos a Madrid, porque en casa de la marquesa se prepara una representación de
Otello
, en que Lesbia hará el papel de Edelmira, Isidoro el suyo y los demás corren a cargo de jóvenes aficionados.

—¿Y cuándo es la representación?

—Se ha aplazado porque falta un papel, que ninguno quiere desempeñar, por ser muy desairado; mas creo que pronto se encontrará actor a propósito, y la función no puede retardarse. El duque ha prometido dejar sus estados para asistir a ella. La reunión de todas estas personas ha de facilitar mucho una combinación ingeniosa, que nos permita castigar a Lesbia como se merece.

—¡Oh!, sí; hazlo por Dios. Su ingratitud es tal, que no merece perdón. ¿Sabes que es ella quien me ha acusado de haber querido asesinar a Jovellanos?

—Sí, lo sabía.

—¡Ves qué infamia! —añadió la desconocida, indicando en el tono de su voz la ira que la dominaba—. Verdad es que aborrezco a ese pedante, que en su fatuidad se permite dar lecciones a quien no las necesita ni se las ha pedido; pero me parece que su encierro en el castillo de Bellver es suficiente castigo, y jamás han pasado por mi mente proyectos criminales, cuya sola idea me horroriza.

—Lesbia se ha dado tan buena maña para propalar lo del envenenamiento, que todo el mundo lo cree —dijo Amaranta—. ¡Ah, señora, es preciso castigar duramente a esa mujer!

—Sí, pero no incluyéndola en la causa: eso redundaría en perjuicio mío. Manuel me lo ha advertido esta tarde con mucho empeño, y es preciso hacer lo que él dice. Por su parte, Manuel le causa todo el daño que puede. Desde que supo las infamias que contaba de mí, dejó cesantes a todos los que habían recibido destino por recomendación suya. Esta prueba de afecto me ha enternecido.

—No sería malo que Mañara sintiera encima la mano de hierro del generalísimo.

—¡Oh, sí! Manuel me ha prometido buscar algún medio para que se le forme causa y sea expulsado del cuerpo, como se hizo con aquellos dos que nos conocieron cuando fuimos disfrazadas a la verbena de Santiago. ¡Oh! Manuel no se descuida: después que nos reconciliamos por mediación tuya, su complacencia y finura conmigo no tienen límites. No, no existe otro que como él comprenda mi carácter, y posea el arte de las buenas formas aun para negar lo que se le pide. Ahora precisamente estoy en lucha con él para que me conceda una mitra…

—¿Para mi recomendado el capellán de las monjas de Pinto?

—No: es para un tío de Gregorilla, la hermana de leche del chiquitín
[39]
. Ya ves: se le ha puesto en la cabeza que su tío ha de ser obispo, y verdaderamente no hay motivo alguno para que no lo sea.

—¿Y el Príncipe se opone?

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