—Y observas, te enteras de cuanto hay alrededor tuyo… todo sin excitar sospechas.
—Estoy seguro de poseer todas esas cualidades.
—Pues lo primero que has de hacer cuando volvamos a Madrid, es ponerte al servicio de tu antigua ama.
—¿Cómo? ¿De mi antigua ama?
—Tonto, eso no quiere decir que dejes de servirme a mí. Al contrario, irás todas las noches a casa, donde nos veremos. Aunque no en apariencia, en realidad estarás siempre a mi servicio, y te recompensaré liberalmente.
—De modo que si sirvo a la cómica es…
—Es para evitar sospechas.
—¡Oh! ¡Magnífico!, sí, sí, ya comprendo. Así nadie podrá decir…
—Justo. Y en casa de tu ama observarás con muchísima atención lo que allí pasa, quién entra, quién sale, quién va por las noches, en fin, todo…
—¿Y con qué objeto? —pregunté algo desconcertado, no comprendiendo por qué me quería convertir en inquisidor.
—El objeto no te importa —contestó mi dueña—. Además (esto es lo principal), en el teatro has de vigilar cuidadosamente a Isidoro Máiquez, y siempre que éste te dé alguna carta amorosa para tu ama, me la traerás a mí primero, y después de enterarme de ella, te la devolveré.
Estas palabras me dejaron perplejo, y creyendo no haber comprendido bien su misterioso sentido, roguela que me las explicara.
—Oye bien otra cosa —prosiguió—. Lesbia continúa en relaciones con Isidoro aunque ama a otro, y yo sé que cuando ella vuelva a Madrid, se darán cita en casa de la González. Tú observarás todo lo que allí pase, y si consigues con tu ingenio y travesura, que sí lo conseguirás, hacerte mensajero de sus amores, y siéndolo, me tienes al tanto de todo, me harás el mayor servicio que hoy puedo recibir, y no tendrás que arrepentirte.
—Pero… pero… no sé cómo
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podré yo… —dije lleno de confusiones.
—Es muy fácil, tontuelo. Tú vas al teatro todas las tardes. Procura que la duquesa te crea un chico servicial y discreto, ofrécete si es preciso a servirla, haz ver a Isidoro que no tienes precio para llevar un recado secreto, y los dos te tomarán por emisario de sus amores. En tal caso, cuando cojas una esquela amorosa del uno o del otro, me la traes y punto concluido.
—Señora —exclamé sin poder volver de mi asombro—; lo que usía exige de mí, es demasiado difícil.
—¡Oh! ¡Qué salida! Pues me gusta la disposición del chico. ¿Y aquello de te amo y te adoro…? ¿Pero te has vuelto tonto? Lo que ahora te mando no es lo único que exijo de ti. Ya sabrás lo demás. Si en esto que es tan sencillo, no me obedeces, ¿cómo quieres que haga de ti un hombre respetable y poderoso?
Aún pensaba yo que el papel que Amaranta quería hacerme representar a su lado no era tan bajo ni tan vil como de sus palabras se deducía, y aún le pedí nuevas explicaciones que me dio de buen grado, dejándome, como dice el vulgo completamente aplastado. La proposición de Amaranta me arrojó desde la cumbre de mi soberbia a la profunda sima de mi envilecimiento.
No era posible, sin embargo, protestar contra éste, y tenía necesidad de afectar servil sumisión a la voluntad de mi ama. Yo mismo me había dejado envolver en aquellasredes; era preciso salir de ellas escapándome astutamente por una malla rota y sin intentar romperla con violencia.
—¿Pero cree usía —dije tratando de poner orden en mis ideas—, que en esa ocupación no perderé la dignidad que, según dicen, debe tener todo aquel que aspira a ocupar en el mundo una posición honrosa?
—Tú no sabes lo que te dices —me contestó moviendo con donaire su hermosa cabeza—. Al contrario: lo que te propongo será la mejor escuela para que vayas aprendiendo el arte de medrar. El espionaje aguzará tu entendimiento, y bien pronto te encontrarás en disposición de medir tus armas con los más diestros cortesanos. ¿Tú has pensado que podrías ser hombre de pro sin ejercitarte en la intriguilla, en el disimulo y en el arte de conocer los corazones?
—¡Señora —repuse—, qué escuela tan espantosa!
—Es indudable que te pintas solo para observarlo, y que sabes dar cuenta de cuanto ves de un modo asombroso. Esto, y algo que he notado en ti, me ha hecho creer que eras un muchacho de facultades. ¿No dices que tienes ambición?
—Sí, señora.
—Pues para medrar en los palacios no hay otro camino que el que te propongo. Supongamos que desempeñas satisfactoriamente la comisión indicada: en este caso volverás a mi lado y serás mi paje. Casi siempre vivo en palacio; ya ves si tienes ocasión de lucirte. Un paje puede entrar en muchas partes; un paje está obligado a ser galán de las doncellas de las camaristas y damas de palacio, lo cual le pone en disposición de saber secretos de todas clases. Un paje que sepa observar, y que al mismo tiempo tenga mucha reserva y prudencia, junto con una exterioridad agradable, es una potencia de primer orden en palacio.
Tales razones me tenían confundido de tal modo, que no sabía qué contestar.
—¡Cuántos hombres insignes ves tú por ahí que empezaron su carrera de simples pajes!, paje fue el marqués Caballero, hoy ministro de Gracia y Justicia, y pajes fueron otros muchos. Yo me encargaré de sacarte una ejecutoria de nobleza, con la cual, y mi valimiento, podrás entrar después en la guardia de la real persona. Esta sería una nueva faz de tu carrera. Un paje puede escurrirse tras una cortina para oír lo que se dice en una sala, un paje puede traer y llevar recados de gran importancia, un paje puede recibir de una doncella secretos de Estado; pero un guardia puede aún mucho más, porque su posición es más interior. Si tiene las cualidades que adornaron al paje, su poder es extraordinario; puede bienquistarse con damas de la corte, que siempre son charlatanas, puede hacerse un sin número de amigos en estas regiones, diciendo aquí lo que oyó más allá, adornando las noticias a su modo y pintando los hechos como le convenga. Tiene el guardia una ventaja que no poseen los reyes mismos, y que eacute;stos no conocen más que el palacio en que viven, razón por la cual casi nunca gobiernan bien, mientras aquél conoce el palacio y la calle, la gente de fuera y la de dentro, y esta ciencia general le permite hacerse valer en una y otra parte, y pone en sus manos un número infinito de resortes. El hombre que los sabe manejar aquí es más poderoso que todos los poderosos de la tierra, y silenciosamente, sin que lo adviertan esos mismos que por ahí se dan tanto tono llamándose ministros y consejeros, puede llevar su influjo hasta los últimos rincones del reino.
—¡Señora! —exclamé—, ¡cuán distinto es todo esto de como yo me lo había figurado!
—A ti —añadió—, te parecerá que esto no es bueno. Pero así lo hemos encontrado, y puesto que no está en nuestra mano reformarlo, siga como hasta aquí.
—¡Ah!, confieso mi necedad —exclamé—. Confieso que, alucinado por mi disparatada imaginación, tuve locos y ridículos pensamientos, aunque ahora caigo en que deben ser propios de mi poca edad e ignorancia. Es verdad que yo creía que tonto y vano y humilde como soy, podría imitar a otros muchos en su inmerecido encumbramiento. Tanto he oído hablar de la buena fortuna de algunos necios, que dije: «Pues precisamente todos los necios deben hacer fortuna». Pero para conseguir esto, yo me representaba medios nobles y decentes, y decía: «¿Quién me quita a mí de llegar a ser lo que otros son? De ellos me diferenciaré en que si algún día tengo poder, he de emplearlo en hacer bien, premiando a los buenos y castigando a los malos, haciendo todas las cosas como Dios manda, y como me dice el corazón que deben hacerse». Nunca pensé ser hombre de fortuna de otra manera, y si pensé en la necesidad de hacer algo malo, creí sería de eso que no deshonra, tal y como desafiarse, amar a una dama en secreto sin decírselo a nadie, reventar siete caballos por ir de aquí a Aranjuez para traer una flor, matar a los enemigos del Rey, y otras cosas por el mismo estilo.
—¡Ah!, esos tiempos pasaron —dijo Amaranta riendo de mi simplicidad—. Veo que tienes sentimientos elevados; pero ya no se trata de eso. Tus escrúpulos se irán disipando, cuando a las dos semanas de estar en mi servicio conozcas las ventajas de vivir aquí. Además, esto te proporcionará en adelante la satisfacción de hacer el bien a muchos que lo soliciten.
—¿Cómo?
—¡Oh!, muy fácilmente. Mi doncella ha conseguido en esta semana dos canonjías, un beneficio simple y una plaza de la contaduría de espolios y vacantes.
—Pues qué —pregunté con el mayor asombro—, ¿las criadas nombran los canónigos y los empleados?
—No, tontuelo; los nombra el ministro, pero ¿cómo puede desatender el ministro una recomendación mía, ni cómo he de desatender yo a una muchacha que sabe peinarme tan bien?
—Un amigo mío, muy respetable, está solicitando desde hace catorce años un miserable destino, y aún no lo ha podido conseguir.
—Dime su nombre y te probaré que, aun sin quererlo, ya comienzas a ser un hombre de influencia.
Díjele el nombre del padre Celestino del Malvar, con la plaza que pretendía, y ella apuntó ambas cosas en un papel.
—Mira —dijo después señalándome sus cartas—; son tantos los negocios que traigo
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entre manos, que no sé cómo podré despacharlos. La gente de fuera ve a los ministros muy atareados, y dándose aire de personas que hacen alguna cosa. Cualquiera creería que esos personajes cargados de galones y de vanidad sirven para algo más que para cobrar sus enormes sueldos; pero no hay nada de esto. No son más que ciegos instrumentos y maniquís que se mueven a impulsos de una fuerza que el público no ve.
—Pero el príncipe de la Paz, ¿no es más poderoso que los mismos reyes?
—Sí; mas no tanto como parece. Danle fuerza las raíces que tiene acá dentro, y como éstas son profundas, como se agarran a una fértil tierra, como no cesamos de regarlas, de aquí que este árbol frondoso extienda sus ramas fuera de aquí con gran lozanía. Godoy no debe nada de lo que tiene a su propio mérito; débelo a quien se lo ha querido dar, y ya comprendes que sería fácil quitárselo de improviso. No te dejes nunca deslumbrar por la grandeza de esos figurones a quienes el vulgo admira y envidia; su poderío está sostenido por hebras de seda, que las tijeras de una mujer pueden cortar. Cuando hombres como Jovellanos han querido entrar aquí, sus pies se han enredado en los mil hilos que tenemos colgados de una parte a otra, y han venido al suelo.
—Señora —dije dominado por amarga pesadumbre—, yo dudo mucho que tenga ingenio para desempeñar lo que usía me encarga.
—Yo sé que lo tendrás. Ejercítate primero en la embajada que te he dado cerca de la González; proporcióname lo que necesito, y luego podrás hacer nuevas proezas. Tú harás de modo que se aficione de ti alguna persona de palacio: fingirás luego que estás cansado de mi servicio, yo haré el papel de que te despido, y tú entrarás al servicio de esa otra persona, con la que alguna vez hablarás mal de mí para que no sospeche la trama; entretanto, diligente observador de cuanto pase en el cuarto de tu nueva y aparente ama, lo contarás todo a la antigua y a la verdadera que seré siempre yo, tu bienhechora y tu Providencia.
Ya me fue imposible oír con calma una tan descarada y cínica exposición de las intrigas en que era la condesa consumada maestra, y yo catecúmeno aún sin bautismo. Una elocuente voz interior protestaba contra el vil oficio que se me proponía, y la vergüenza, agolpando la sangre en mi rostro, me daba una confusión, un embarazo, que entorpecía mi lengua para la negativa. Levanteme, y con voz trémula, di a la condesa mis excusas, diciendo otra vez que no me creía capaz de desempeñar tan difíciles cometidos. Ella volvió a reír, y me dijo:
—Esta noche, aunque es hora muy avanzada, quizás celebren una conferencia en este mi cuarto dos personajes, ha tiempo reñidos, y a quienes yo trato de reconciliar. Hablarán solos, y en tal caso, espero que tú, escondido tras el tapiz que conduce a mi alcoba, lo oirás todo, para contármelo después.
—Señora —dije—, me ha entrado de repente un vivísimo dolor de cabeza; y si usía me permitiera retirarme, se lo agradecería en el alma.
—No —repuso mirando un reló—, porque tengo que salir ahora mismo, y es preciso que estés en vela, y aguardes aquí. Volveré pronto.
Esto diciendo llamó a la doncella, pidió su cabriolé, especie de manto que entonces se usaba; la doncella trajo dos, y envolviéndose cada una en el suyo, salieron con presteza, dejándome solo.
La situación de mi espíritu era indefinible. Un frío glacial invadió mi pecho, como si una hoja de finísimo acero lo atravesara. La brusca y rápida mudanza verificada en mis sensaciones respecto de Amaranta era tal, que todo mi ser se estremeció, sintiendo vacilar sus ignorados polos, como un planeta cuya ley de movimiento se trastorna de improviso. Amaranta era no una mujer traviesa e intrigante, sino la intriga misma, era el demonio de los palacios, ese temible espíritu por quien la sencilla y honrada historia parece a veces maestra de enredos y doctora de chismes; ese temible espíritu que ha confundido a las generaciones, enemistado a los pueblos, envileciendo lo mismo los gobiernos despóticos que los libres; era la personificación de aquella máquina interior, para el vulgo desconocida, que se extendía desde la puerta de palacio, hasta la cámara del Rey, y de cuyos resortes, por tantas manos tocados, pendían honras, haciendas, vidas, la sangre generosa de los ejércitos y la dignidad de las naciones; era la granjería, la realidad, el cohecho, la injusticia, la simonía, la arbitrariedad, el libertinaje del mando, todo esto era Amaranta; y sin embargo ¡cuán hermosa!, hermosa como el pecado, como las bellezas sobrehumanas con que Satán tentaba la castidad de los padres del yermo, hermosa como todas las tentaciones que trastornan el juicio al débil varón, y como los ideales que compone en su iluminado teatro la embaucadora fantasía cuando intenta engañarnos alevosamente, cual a chiquitines que creen ciertas y reales las figuras de magia.