—Todo cuanto me dices parece inverosímil —dijo Isidoro—. Si es cierto, ¿cómo no te han perseguido abiertamente, cómo te pusieron en libertad a la media hora de estar presa?
—Ya sabía yo que no sería molestada. Poseo un escudo terrible que me defiende contra las asechanzas de la camarilla. Creo haberte contado que cuando intervine en la primera reconciliación de Godoy, cuando intenté por superior encargo, de atraerle de nuevo a palacio, fui depositaria de secretos, cuya publicación haría estremecer de espanto a ciertas personas. Poseo papeles que rebajan y envilecen del modo más repugnante a quien los escribió, y conozco el secreto de la inversión de fondos de obras pías que se emplearon en lo que no tiene nada de piadoso. Esto pasó en una época en que hacíamos excursiones clandestinas fuera de palacio, cuando Amaranta hizo que Goya la retratase desnuda. Hacía un año que estaba viuda: fue cuando por una coincidencia providencial descubrí el gran secreto de su juventud, que me reveló una mujer desconocida que vive orillas del Manzanares, junto a la casa del pintor. Ya te lo he dicho y pienso hacer de manera que nadie lo ignore. De un desgraciado y oculto amor que padeció Amaranta antes de su matrimonio con el conde, nació una criatura que no sé si vive todavía.
—Nunca me hablaste de eso.
—Los padres de Amaranta supieron disimular su deshonra: el joven amante, que pertenecía a una noble familia de Castilla y había venido a Madrid buscando fortuna, huyó a Francia y fue muerto en las guerras de la República.
—Me has referido una curiosa novela —dijo Isidoro—; ¡pero con cuánto arte has desviado la conversación del asunto principal! Al fin confiesas que Mañara te ha hecho la corte.
—Sí, pero jamás he pensado en corresponderle; ni le trato, ni le veo, ni le hablo. Tus celos harán que por primera vez me fije en semejante hombre.
—No, no me convences, no: yo tengo indicios, tengo noticias de que tú amas a ese hombre. ¡Oh!, si mis sospechas se confirmaran… ¿Crees que no he advertido el embobamiento con que atiende a tu declamación?
—Procuraré entonces hacerlo mal para no conmover al público.
—No, no intentes disculparte ni disimular. ¿Por qué aseguras que no te fijas en él, si yo mismo, durante la escena del senado, te he sorprendido mirándole, y aún me parece que le hiciste alguna seña?
—¿Yo?, ¡estás loco! ¡Ah!, no sabes. Mi marido, que dejó sus cacerías para asistir a esta representación, está ahí esta noche, y la pérfida Amaranta, sentada a su lado, le habla con mucho interés. Si me ves que miro al público es porque me inspiran mucha inquietud los coloquios del duque con Amaranta. Temo que ésta le haya dirigido también algún anónimo. Su frialdad y ademán sombrío me indican que sospecha.
—¿Lo ves…? Y con motivo fundado.
—Sí; porque sospecha de ti.
—No… no —exclamó Isidoro—. No trastornes la cuestión. Tú amas a Mañara; con todos tus artificios no puedes arrancar esta sospecha de mi ardiente cerebro. ¡Y ese necio está ahí, gozándose en los aplausos que te prodigan, que adulan su amor propio porque se siente amado de la gloriosa artista! ¡No, no quiero que representes más! ¡Cuando contemplo desde arriba el entusiasmo de tus admiradores, cuando les veo con los ojos fijos en ti, participando de la pasión que indican tus palabras, siento impulsos de saltar del escenario para cerrarles a golpes los ojos con que te miran!
—Me haces estremecer —dijo Lesbia—. No eres Isidoro, eres Otelo en persona. Sosiégate por Dios. Harto sabes lo mucho que te amo. ¿A qué me mortificas con celos ilusorios?
—Disípalos tú.
—¿Cómo, si ninguna razón te convence? Tu violento carácter ha de traerme algún compromiso. Modérate, por Dios, y no seas loco.
—Lo haré si me amas. Tú no sabes quién soy. Isidoro, no consientas rivales ni en la escena, ni fuera de ella. De Isidoro no se ha burlado hasta ahora ninguna mujer, ni menos ningún hombre. Entiéndelo bien.
—Sí, señor mío, estoy en ello —contestó Lesbia en tono jovial y levantándose para retirarse—. Pero aunque esta conversación me agrada mucho, tengo que irme. ¿Sabes que te tengo miedo?
—Quizás con razón. ¿Pero te vas tan pronto? —dijo el moro intentando detenerla aún.
—Sí, me voy —repuso Lesbia—. Ya ha concluido la tonadilla, y pronto empezará el tercer acto.
Y ligera como una corza se marchó. En aquel instante se oyeron los aplausos con que era saludada mi ama al acabar la tonadilla, y poco después entró en su cuarto radiante de júbilo, con el rostro encendido por la emoción, y tan sofocada que al punto dio con su cuerpo en un sofá.
—¡Oh, Isidoro! ¿Por qué no has querido oírme? —exclamó con entrecortadas palabras—. Aseguran que lo he hecho muy bien. ¡Cuánto me han aplaudido!
—¿Quieres dejarte de simplezas? —dijo Isidoro de muy mal talante.
—Y a propósito: dicen que Lesbia hace la Edelmira mejor que yo. ¡Lo que puede la hermosura! Con su buen palmito trae sin seso a todos los hombres que hay en la sala. Sobre todo, ahí está uno que no le quita la vista de encima, y parece…
—¡Quieres callar! —exclamó bruscamente el moro.
Después, como hombre que toma repentina resolución, se disipó el fruncimiento temeroso de sus negras cejas, y sentándose junto a la González, le habló en estos términos:
—Pepa, espero de ti un favor.
—Mándame lo que quieras.
—Siempre te has mostrado muy agradecida por todo lo que he hecho en beneficio tuyo. Varias veces has dicho: «¿Qué he de hacer, Isidoro, para corresponder a lo que te debo?». Pues bien, chiquilla, ahora puedes prestarme un gran servicio, con lo cual quedará pagado largamente el hombre que te sacó de la miseria, el que te enseñó el arte escénico, dándote posición, gloria y fortuna.
—Mi agradecimiento durará mientras viva, Isidoro —respondió la cómica con serenidad—. ¿Qué necesitas ahora de mí?
—Si la contrariedad que experimento afectara sólo a mi corazón, la resolvería fácilmente, porque sé padecer. Pero tal vez afecte a mi amor propio, tal vez ponga en trance muy terrible mi dignidad, y me resigno a sufrir los desengaños más crueles; pero de ningún modo consiento en hacer ante mis amigos y el mundo un papel desairado y ridículo.
—Ya sé lo que quieres decir. Lesbia me ha dicho que estás celoso; ¡si vieras cómo se ríe de ti, llamándote
el pobre Otelo
!
—No debemos fiarnos de la afición que alguna vez nos muestran esas personas tan superiores a nosotros por su clase. Un abismo nos separa de ellas, y si alguna vez las deslumbramos con nuestro talento y nuestro arte, la ilusión les dura poco tiempo, y concluyen despreciándonos, avergonzadas de habernos amado. Todos los que hemos brillado en la escena conocemos tan triste verdad. ¿No la conoces tú también?
—Sí —dijo mi ama—; y yo creí que tú estuvieras en esa parte más aleccionado que todos los demás.
—Esas personas —prosiguió Isidoro—, nos contemplan desde sus aposentos; su imaginación se trastorna viéndonos remedar los grandes caracteres, las nobles y elevadas pasiones, el amor, el heroísmo, la abnegación, y se enamoran de lo que ven, de un ser ideal en quien se asocia y confunde con nuestra persona, la del héroe que representamos. Con la imaginación excitada, nos buscan entre bastidores y fuera del teatro; pero en cuanto nos tratan un poco y advierten que somos lo mismo, si no peores que los demás, y que todas las sublimidades del arte escénico desaparecen con el vestido y las piedras falsas que arrojamos al concluir el drama, se disipa de un soplo su entusiasmo y no ven en nosotros más que a una turba de tramposos y embusteros farsantes que apenas valen el partido con que se les paga. Hasta ahora, Pepilla, no me habían afectado gran cosa los bruscos desenlaces de las aventuras con que algunas ilustres personas han honrado nuestra profesión; pero esta en que ahora me hallo me afecta profundamente, porque… te lo diré con toda franqueza.
—¿Amas verdaderamente a Lesbia?
—Sí, por mi desgracia; esta pasión no es de aquellas pasajeras y superficiales, que pasan satisfaciendo el afán de un día. Esa mujer ha tenido el arte de ahondar en mi corazón de tal modo, que hoy empiezo a reconocer en mí el embrutecimiento que acompaña a los amores exaltados. Sin duda su coquetería, su frivolidad, los mil artificios de su voluble carácter han realizado en mí este trastorno, y para acabarme de confundir, los celos, la desconfianza y el temor de ser ridículamente suplantado por otro, agitan mi alma de tal modo, que no respondo de lo que podrá pasar.
—¡Hola, hola!, señor Otelo, ¿esas tenemos? dijo mi ama festivamente—. ¿A quién va usted a matar?
—No te rías, loca —continuó el moro— ¿Has visto en el salón a ese miserable Mañara?
—Sí; ocupa un sillón de primera fila, y no quita los ojos de la señora Edelmira. Verdaderamente, chico, y sin que esto sea confirmar tus sospechas, a todos los que están en el teatro ha llamado la atención el exagerado entusiasmo de ese joven, y más de cuatro han sorprendido las señas que hace a Lesbia durante la comedia. Y además…, yo no lo he visto, pero me han dicho que…
—¿Qué te han dicho?
—Que la duquesa le mira mucho también, y que parece representar sólo para él, pues todas las frases notables del drama las dice volviéndose hacia el tal joven, como si quisiera arrojarse en sus brazos.
—¡Oh! Es cierto. ¡Ves! —exclamó Isidoro bramando de furor—. ¡Y se reirán todos de mí!, y ese vil currutaco… ¡Ah! Pepa… quiero descubrir fijamente lo que hay en esto… quiero acabar de una vez estas terribles dudas… Quiero desenmascarar a esa infame, y si me engaña, si ha sido capaz de preferir al amor de un hombre como yo, los necios galanteos de ese vil y despreciable mozuelo… ¡ah! Pepa, Pepa, mi venganza será terrible. Tú me ayudarás en ella; ¿no es verdad que me ayudarás? Tú me lo debes todo, yo te saqué de la miseria; tú no puedes negar a Isidoro la ayuda de tu ingenio para este fin, y proporcionándome placer tan inefable, quedarás descargada de la inmensa deuda de gratitud que tienes conmigo.
Al decir esto, Isidoro se había levantado y daba vueltas en la pequeña habitación como un león enjaulado, pronunciando con trémulo labio palabras rencorosas. Lo raro fue que mi ama, ya porque tal fuera el estado de su espíritu, ya porque creyera oportuno fingir en aquellos momentos, lejos de amedrentarse al ver la ira de su amigo y maestro, contestó con risas a sus ardientes palabras.
—Te ríes —dijo Máiquez deteniéndose ante ella—. Haces bien: ha llegado el momento de que hasta los mete-sillas del teatro se rían de Isidoro. Tú no comprendes esto, chiquilla —añadió sentándose de nuevo—. Tú no tienes vehemencia ni fogosidad en tus sentimientos. En esto te admiro, y quisiera imitarte, porque yo sé muy bien que en las inclinaciones que hasta ahora se te han conocido, has jugado con el amor, tomándolo como un pasatiempo divertido, que entretiene a uno mismo y hace rabiar a los demás; pero hasta ahora, y Dios te libre de ello, no conoces el amor que ocasiona las mortificaciones propias, mientras los demás se ríen a costa nuestra.
—¡Qué orgulloso eres! —contestó seriamente la González—. Hasta en esto quieres saber más que todos.
—Pues si amas de veras, guárdate de enamorarte de esos usías presumidos y orgullosos, que vendrán a ti para satisfacer su vanidad. Ellos no te amarán con noble y desinteresado amor.
—No creo que jamás pueda amar sino al que siendo igual a mí, no se avergüence de tenerme por compañera.
—¡Oh, qué buen sentido, Pepilla! ¿Dónde has aprendido eso? Pero te aconsejo también que no ames a ningún hombre de teatro, si no quieres tener rabiosos celos de todo el público femenino. ¿Sabes tú lo que es eso?
—Harto lo sé.
—De modo que tu amor aún está dentro del teatro. Eso sí que es una desgracia. Tu suerte consistirá en que el galán será de esos que, por falta de genio, no excitan nunca la arrebatada admiración de las bellas de la platea. Serás feliz, Pepilla; si quieres casarte, cuenta con mi protección.
—Estoy muy lejos de aspirar a eso.
—¿Ese bruto será capaz de no amarte? ¿Acaso vale más que tú?
—Muchísimo más —dijo la González aparentando con grandes esfuerzos la serenidad que no tenía.
—Apuesto a que es algún tenor de la compañía de Manolo García. Déjalo por mi cuenta. Si es cierto lo que supongo, si ese loco no te corresponde y prefiere a tu sencillo cariño el falso amor de alguna damisela de estas que arrastran su púrpura por entre los bastidores del teatro, ya sabrás lo que son celos, ¿eh?
—Demasiado lo sé y demasiado padezco, Isidoro —dijo mi ama en tono de cariñosa confianza—; pero yo tengo una ventaja sobre ti, que no poseyendo aún la certeza de tu desgracia, ignoras qué partido tomar; yo conozco ya, sin género de duda que no soy amada, y las circunstancias se han ordenado de tal modo, que me presentan ocasión de tomar venganza.
—¡Oh! Pepa; estás desconocida. No te creí capaz… —indicó Isidoro con energía—. Tú tomarás venganza. Descuida, te ayudaré, si tú me ayudas a mí en la averiguación y en el castigo de las infamias de Lesbia. Pero dime, chiquilla, dime quién es ese hombre. Sé franca conmigo; yo soy tu mejor amigo.
—Te lo diré más tarde, Isidoro. Por ahora me he propuesto guardar secreto.
—Tú vales mucho, Pepilla —añadió el cómico con acento reflexivo—. No esperaba encontrar en ti un eco tan fiel de lo que en mí está pasando. ¡Y ese miserable te desprecia por otra, ignorando las bondades de tu fiel corazón! Dime quién es. ¿Será el mismo Manuel García? Por supuesto, chiquilla, ya sabrás cuánto padece la dignidad, el amor propio, al ver que otra persona posee el afecto que nos pertenece. Te mortificará horriblemente la idea de la triste figura que harás ante el mundo, el pensamiento de los comentarios que hará sobre tu ridícula posición el envidioso vulgo, y al considerar que tú, la persona acostumbrada a rendir a tus pies los corazones, se ve menospreciada por uno solo, rabiará tu orgullo herido, y llorarás en silencio, viéndote más baja de lo que creías.
—En esto —contestó mi ama con patética voz—, no nos parecemos. Tú estás frenético de celos; pero antes que al desaire de que ha sido objeto tu corazón, atiendes a lo que sufre tu dignidad, la dignidad del gran Isidoro, que siempre desprecia sin ser nunca despreciado; te enfureces al considerar que se ríen de ti los envidiosos, y esas terribles voces de venganza no las pronuncia tu amor, sino tu orgullo. Yo no soy así: amo el secreto; y si triunfara, gustaría de tener oculta mi felicidad: nada me importaría que el hombre a quien amo, aparentara galantear a todas las mujeres de la tierra, con tal que en realidad a ninguna amase más que a mí.