—¡Qué escándalo! —exclamó con timidez D. Lino Paniagua—. Y eso se dice en voz alta, donde pudieran oírlo personas allegadas al gobierno.
—¡Bah, bah! —respondió el papelista—. Amigo don Lino, esto se va por la posta. Dentro de un mes no queda aquí ni rastro de
choricero
, ni Reyes padres, ni escándalos, ni picardías, ni otras cosas que callo por respeto a la nación.
—Ojalá tenga usted boca de ángel, señor D. Anatolio —añadió la tendera—, y quiera Dios tocarle pronto en el corazón al señor de Bonaparte, para que venga a arreglar las cosas de España.
El abate D. Lino no quiso oír más y se marchó; despacháronme a mí, y allí quedaron ambos comerciantes arreglando los asuntos de España.
No quise entrar en casa sin hablar un poco con Pacorro Chinitas que estaba en su sitio de costumbre, afilando cuchillos y tijeras.
—¡Ola, Chinitas! —le dije—. ¡Cuánto tiempo que no nos vemos! Anda la gente muy alarmada por ahí.
—Sí; la
Gaceta
trae hoy no sé qué papel. En la tienda del buñolero le oí leer y decían todos que era preciso colgar al
choricero
por los pies.
—¿De modo que creen ha sido escrito por él?
—¿Y a mí qué más me da? —respondió incorporándose—. Lo que digo es que todos son buenas piezas, y si no vengan acá. Dicen que el ministro sacó de su cabeza esas cartas y obligó al Príncipe a firmarlas. ¿Pues para qué las firmó? ¿Es acaso algún niño que todavía está en planas de primera? ¿No tiene veintitrés años? Pues con veintitrés años a la espalda se puede saber lo que se firma y lo que no se firma.
Las razones de Chinitas me parecían de un buen sentido incontestable.
—Aunque no sabes leer
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ni escribir —le dije—, me parece, Chinitas, que tú tienes más talento que un papa.
—Pues los tenderos, los frailes, los currutacos, los usías, los abates, y los covachuelistas y toda esa gente que anda por ahí, están muy entusiasmados creyendo que Napoleón va a venir a poner al Príncipe en el trono. Dios nos la depare buena.
—Y tú, ¿qué crees insigne amolador?
—Creo que somos unos archipámpanos si nos fiamos de Napoleón. Este hombre que ha conquistado la Europa como quien no dice nada, ¿no tendrá ganitas de echarle la zarpa a la mejor tierra del mundo, que es España, cuando vea que los Reyes y los príncipes que la gobiernan andan a la greña como mozas del partido? él dirá, y con razón: «Pues a esa gente me la como yo con tres regimientos». Ya ha metido en España más de veinte mil hombres. Ya verás, ya verás, Gabrielillo, lo que te digo. Aquí vamos a ver cosas gordas y es preciso que estemos preparados, porque de nuestros reyes nada se debe esperar y todo lo hemos de hacer nosotros.
Mucho meollo encerraban, como conocí más tarde, estas palabras, las últimas que en aquella ocasión oí a Pacorro Chinitas. él solo había previsto los acontecimientos con ojo seguro, y en cambio el héroe del siglo, que conocía a España por sus Reyes, por sus ministros y por sus usías, quería saberlo todo y no sabía nada. Su equivocación acerca del país que iba a conquistar se explica fácilmente: supo sin duda lo que decían doña Ambrosia, D. Anatolio, el hortera, el padre Salmón y otros personajes; pero, ¡ay!, no oyó hablar al amolador.
Llegó la noche y la función de la marquesa era preparada con mucha actividad. Cuando dejé las ropas de mi ama en el cuarto que se le había destinado para vestirse, por la escalera pequeña subí al sotabanco, y encontré a Inés muy apesadumbrada, porque los dolores de la enferma se habían recrudecido y mostraba la buena mujer mucha inquietud. Yo estuve allí para consolar a mi amiga y a su buen tío todo el tiempo de que pude disponer; pero al fin me fue forzoso abandonarlos, y bajé a casa de la marquesa muy afligido.
Describiré aquella hermosa mansión para que ustedes puedan formarse idea de su esplendor en tan célebre noche. D. Francisco Goya había sido encargado del ornato de la casa, y casi es excusado elogiar lo que corría por cuenta de tan sabio maestro. Desde el recibimiento hasta la sala había adornado las paredes con guirnaldas de flores y festones de ramaje, hechas aquéllas con papel y éstos con hojas de encina, ambas obras tan perfectas que nada más bello podía apetecer la vista. Las lámparas y candelillas habían sido puestas con mucho arte, también en forma de guirnaldas y festones de diversos colores, su vivo resplandor daba fantástico aspecto a la casa toda.
El primer salón, de cuyas paredes las modas nuevas no habían desterrado aún aquellos hermosos tapices, que pasaban de generación a generación, entre los tesoros vinculados, no perdía con tan espléndidas luminarias su grave aspecto; antes bien, las luces, dando reflejos extraños a las armaduras de cuerpo entero que ocupaban los ángulos, visera calada y lanza en mano, como centinelas de acero, parecían imprimir el movimiento y el calor de la vida a los imaginarios cuerpos que se suponían dentro de ellas. Alegres cuadros de toros disipaban la tristeza producida en el ánimo por otros, en cuyos oscuros lienzos habían sido retratados dos siglos antes por Pantoja de la Cruz o por Sánchez Coello, hasta una docena de personajes ceñudos y sombríos, conquistadores de medio mundo.
Con estas joyas del arte nacional contrastaban notoriamente los muebles recién introducidos por el gusto neoclásico de la Revolución francesa, y no puedo detenerme a describiros las formas griegas, los grupos mitológicos, las figuras de Hora o de Nereida o de Hermes que sobre los relojes, al pie de los candelabros y en las asas de los vasos de flores, lucían sus académicas actitudes. Todos aquellos dioses menores, que, embadurnados en oro, renovaban dentro de los palacios los esplendores del viejo Olimpo, no se avenían muy bien con la desenvoltura de los toreros y las majas que el pincel y el telar habían representado con profusión en tapices y cuadros; pero la mayor parte de las personas no paraban mientes en esta inarmonía.
El salón donde estaba el teatro era el más alegre. Goya había pintado habilísimamente el telón y el marco que componían el frontispicio. El Apolo que tocaba no sé si lira o guitarra en el centro del lienzo, era un majo muy garboso, y a su lado nueve manolas lindísimas demostraban en sus atributos y posiciones que el gran artista se había acordado de las musas. Aquel grupo era encantador, pero al mismo tiempo la más aguda y chistosa sátira que echó al mundo con sus mágicos colores D. Francisco Goya; porque hasta el buen Pegaso estaba representado por un poderoso alazán cordobés que, cubierto de arreos comunes, brincaba en segundo término. En el marco menudeaban los amorcillos, copiados con mucho donaire de los pilluelos del Rastro. No era aquélla la primera vez que el autor de los
Caprichos
se burlaba del Parnaso.
Pero dejemos los salones y penetremos entre bastidores, donde el movimiento y la confusión eran tales, que no nos podíamos revolver. Se habían dispuesto varios cuartos para que los actores se vistieran: a Máiquez se señaló uno, otro a mi ama, y en el tercero nos vestíamos, sin distinción de sexos, todos los demás representantes venidos del teatro. Lesbia tenía por tocador el mismo de la señora marquesa, y los dos galanes aficionados se vestían en las habitaciones del amo de la casa. Creo que yo fui el primero que se arregló, trocándome de festivo Gabrielillo en el sombrío Pésaro, que es el Yago de la inmortal tragedia. El traje que me pusieron creo que no pertenecía a época alguna de la historia, y era como todos los que usaron los malos cómicos en las pasadas edades. Hubiera servido para hacer de paje; pero con las barbas que me aplicaron a las quijadas, me transformé de tal modo, que los sastres allí presentes me dieron por el más tétrico y espantable traidor que había salido de sus manos.
Mientras se vestían los demás, di un paseo por el escenario, entreteniéndome en mirar al través de los agujeros del telón la vistosa concurrencia que ya invadía la sala. A quien primero vi fue al joven Mañara, sentado en primera fila junto al telón. Luego advertí que hombres y mujeres dirigieron la vista a la puerta principal, apartándose para dar paso a alguna persona que en aquel momento entraba, y cuya presencia produjo en el alegre concurso general silencio, seguido después de un murmullo de admiración. Una mujer arrogante y hermosísima entró en la sala y avanzaba hacia el centro recibiendo los saludos de amigos y amigas. Vestía de blanco, con uno de aquellos trajes ligeros y ceñidos, que llamaban
volubilís
, llevando sobre el pecho una banda de rosas que la moda designaba con el nombre de
croissures á la victime
. Su peinado, de estilo griego, era el que en la tecnología del arte capilar se llamaba entonces
toilette Iphigenie
. A su hermosura, a la belleza de su vestido, daba mayor realce la artística profusión de diamantes que encendían mil luces microscópicas en su cabeza y en su seno. ¿Necesitaré decir que era Amaranta?
Viéndola no tardaron en encenderse dentro de mí, en los oscuros centros de la imaginación aquellos fuegos vaporosos y tenues, que se me representan como si una llama alcohólica bailase caracoleando dentro de mi cerebro. Mientras la contemplaba, no traje a la memoria el envilecimiento en que habría caído siguiendo en su servicio. Su hermosura era tan hechicera, tan abrumadora, su actitud tan orgullosamente noble, el imperio de sus miradas tan irresistible y despótico, que valía la pena de doblar por un momento la terrible hoja que yo había leído en el libro de su carácter misterioso. Con tal fijeza la miraba, que parecía clavado tras el telón: mis ojos trataban de buscar el rayo de los suyos, seguían los movimientos de su cabeza, y observándole las facciones y el casi imperceptible modular de sus labios, querían adivinar cuáles eran sus palabras, cuáles sus pensamientos en aquel instante. Dentro de poco se alzaría el telón; en mí se fijarían las miradas de toda aquella brillante muchedumbre y especialmente de Amaranta; atenderían a mis estudiadas palabras, y el desarrollo de la acción en que yo tomaba parte, despertaría sin duda la sensibilidad, el interés, el entusiasmo de tan escogido auditorio. Estos razonamientos fueron el aguijón que acabó de despabilar la adormecida vanidad dentro de mí, y lleno de los más necios humos, pensé que hacerse aplaudir de tantas señoras y caballeros era una gloria cuyos rayos debían proyectar clarísima luz sobre la vida entera.
La orquesta, comenzando de improviso la sonata que había de preceder a la representación, hizo llegar al último grado la excitación de mi cerebro. La sangre circulaba velozmente por mis venas, dándome una actividad devoradora; y me ocurrió que tener una casa como aquélla, convidar a tantos y tan nobles amigos, recibir, obsequiar a tal conjunto de bellas damas, debía ser la mayor satisfacción concedida al mortal sobre la tierra. Pero la tragedia iba a empezar; el apuntador estaba en la concha, Isidoro había salido de su cuarto, y la misma Lesbia, menos asustada de lo que yo suponía, se preparaba a salir a la escena. Esto me distrajo, y ya no sentí sino miedo. Pasaron algunos minutos y se alzó el telón.
La tragedia
Otello ó el Moro de Venecia
, era una detestable traducción que D. Teodoro La Calle había hecho del
Otello de Ducis
, arreglo muy desgraciado del drama de Shakespeare. A pesar de la inmensa escala descendente que aquella gran obra había recorrido desde la eminente cumbre del poeta inglés, hasta la bajísima sima del traductor español, conservaba siempre los elementos dramáticos de su origen y la impresión que ejercía sobre el público era asombrosa. Supongo que todos ustedes conocerán la tragedia primitiva, y así me costará poco darles a conocer las variantes. Los personajes estaban reducidos a siete. Otelo era el mismo. Los caracteres de Casio y Roderigo habían sido fundidos en una figura de segundo término, llamada Loredano, que se presentaba como hijo del Dux. El senador Brabantio era Odalberto y tenía más intervención en la fábula. Desdémona no había cambiado más que de nombre, pues se llamaba Edelmira; Emilia se trocaba en Hermancia, y Yago, el traidor y falso amigo del moro, tenía por nombre Pésaro. La acción estaba muy simplificada, y los recursos escénicos del pañuelo habían desaparecido, sustituyéndolos con una diadema y una carta, que debían pasar de las manos de Edelmira a las de Loredano para que adquiridas luego por Pésaro y presentadas a Otelo, confirmaran la calumnia de aquél. Pero aparte de estas modificaciones y del estilo y de la expresión y energía de los afectos que desde la obra inglesa a la española ponían tanta distancia como del ciclo a la tierra, el drama en su estructura íntima era el mismo, y sus escenas se repartían igualmente en cinco actos. Para abreviar intermedios, Máiquez dispuso que en aquella representación se reuniesen los actos segundo y tercero y el cuarto con el quinto, de modo que la obra quedó en tres jornadas.