Read La Corte de Carlos IV Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

La Corte de Carlos IV (27 page)

BOOK: La Corte de Carlos IV
4.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

En la segunda escena, después que el Dux recitó algunos versos, me correspondía salir a mí, haciendo en un parlamento no muy largo la relación de los triunfos militares de Otelo. Con voz muy temblorosa dije los primeros versos:

¡Que no hayan sido vuestros mismos ojos
fieles testigos de su ardor bizarro!

Pero me fui reponiendo poco a poco, y la verdad es que no lo hice tan mal, aunque no corresponda a mi pluma el describirlo. Después entraban en escena Otelo y más tarde Edelmira. Nada puedo deciros de la perfección con que Isidoro dijo ante el senado, el modo y manera con que encendió la llama amorosa en el corazón de Edelmira; y en cuanto a ésta, debo desde luego señalarla como consumada actriz, porque en la misma escena ante el senado, declamó con una sensibilidad que habría envidiado Rita Luna.

En el primer entreacto debían recitar versos Moratín, Arriaza y Vargas Ponce. El escenario se había llenado de personajes que deseaban felicitar a la triunfante Edelmira. Allí vi al diplomático, que no había desistido al parecer de hacer la corte a mi ama, pues corrió presuroso tras ella, diciéndole:

—Puede usted estar segura, adorada Pepita, que
nuestra pasión
quedará en secreto, pues ya se conoce mi reserva en estas delicadísimas materias.

Junto con él había subido al escenario D. Leandro Moratín, el cual era entonces un hombre como de cuarenta y cinco años, pálido y serio, de mediana estatura, dulce y apagada voz, con cierta expresión biliosa en su semblante como hombre a quien entristece la hipocondría e inquieta el recelo. En sus conversaciones era siempre mucho menos festivo que en sus escritos; pero tenía semejanza con éstos por la serenidad inalterable en las sátiras más crueles, por el comedimiento, el aticismo, cierta urbanidad solapada e irónica, y la estudiada llaneza de sus conceptos. Nadie le puede quitar la gloria de haber restaurado la comedia española, y
El sí de las niñas
, en cuyo estreno tuve, como he dicho, parte tan principal, me ha parecido siempre una de las obras más acabadas del ingenio. Como hombre, tiene en su abono la fidelidad que guardó al Príncipe de la Paz, cuando era moda hacer leña de este gran árbol caído. Verdad es que el poeta vivió y medró bastante a la sombra de aquél cuando estaba en pie, y podía cubrir a muchos con sus frondosas ramas. Si mi opinión pudiera servir de algo, no vacilaría en poner a D. Leandro entre los primeros prosistas castellanos; pero su poesía me ha parecido siempre, exceptuando algunas composiciones ligeras, un artificioso tejido, o mejor, un clavazón de durísimos versos, a quienes no pueden dar flexibilidad y brillo todos los martillos de la retórica. Moratín además, en materia de principios literarios, tenía toda la ciencia de su época, que no era mucha; pero aun así, más le hubiera valido emplearla en componer mayor número de obras, que no en señalar con tanta insistencia las faltas de los demás. Murió en 1828, y en sus cartas y papeles no hay indicio de que conociera a Byron, a Goethe ni a Schiller, de modo que bajó al sepulcro creyendo que Goldoni era el primer poeta de su tiempo.

Pido mil perdones por esta digresión, y sigo contando. En el escenario leía Moratín el romance
Cosas pretenden de mí
, que hizo reír a los concurrentes, porque en él pintaba con mucha gracia la perplejidad en que le ponían su médico, sus amigos y sus detractores. El romance era a cada momento interrumpido por afectuosas palmadas, especialmente al llegar al pasaje en que está la conversación de los pedantes; ¿pero quién negará que en aquella composición Moratín no hace otra cosa que una apoteosis de su persona?

Dejemos al grande ingenio asfixiándose en el humo de los plácemes más lisonjeros, y sigamos la intriga del drama que iba a representarse entre bastidores, no menos patético que el comenzado sobre las tablas y ante el público.

- XXIII -

Al concluir el primer acto, y cuando aún no habían comenzado los poetas a recitar sus versos, sorprendí a Isidoro en conversación muy viva con Lesbia. Aunque hablaban en voz baja, me pareció oír en boca del actor recriminaciones y preguntas del tono más enérgico, y creí advertir en el rostro de la dama cierta confusión o aturdimiento. Cuando se separaron, mi desgracia quiso que Lesbia encarase conmigo, interpelándome de este modo:

—¡Ah, Gabriel! Buena ocasión de hablarte a solas. Ya podrás figurarte para qué. He estado llena de inquietud desde que supe que había sido presa la persona…

—¡Ah!, usía se refiere a la carta —dije atusándome los bigotes postizos, para disimular mi turbación.

—Supongo que no iría a manos extrañas. Supongo que la guardarías, y que la habrás traído esta noche para devolvérmela.

—No señora, no la he traído; pero la buscaré… es decir…

—¡Cómo! —exclamó con mucha inquietud—, ¿la has perdido?

—No señora… quiero decir. La tengo allí… sólo que yo… —fue la única respuesta que se me vino a las mientes.

—Confío en tu discreción y en tu honradez —dijo con mucha seriedad—, y espero la carta.

Sin añadir una palabra más se retiró, dejándome muy entristecido por el grave compromiso en que me encontraba. Hice propósito de pedir nuevamente a mi ama que me devolviese la carta, y con esta idea, la llamé aparte como si fuese a confiarle un secreto, y le supliqué del modo más enfático que me diese aquel malhadado objeto, cuya devolución era para mí un caso de honra. Ella se mostró sorprendida, y luego se echó a reír, diciendo:

—Ya no me acordaba de tu carta. No sé dónde está.

Comenzó el segundo acto, que no me ocupaba más que durante una escena, y concluida ésta, me retiré al interior del teatro resuelto a poner en práctica un atrevido pensamiento. Consistía éste en hacer una requisa en el cuarto de mi ama, mientras ésta se hallase fuera. Cuando la González me quitó la carta, recién venido del Escorial, advertí que la guardó en el bolsillo de su traje. Aquel traje era el mismo que había traído a casa de la marquesa; mas habiéndose mudado para la representación de la tonadilla, se lo quitó, y estaba colgado con otras muchas prendas, tales como mantón, chal, enaguas, etc., en una percha puesta al efecto sobre la pared del fondo. Era preciso registrar aquellas ropas. Mi ama, que dirigía la escena, y era la que indicaba las salidas, disponiéndolo todo, no vendría. Yo había quedado libre por todo el acto segundo. Tenía tiempo y coyuntura a propósito para lograr mi objeto, y semejante acción no me parecía muy vituperable, porque mi fin era recobrar por sorpresa, lo que por sorpresa se me había quitado.

Hícelo así, y con tanta cautela como rapidez registré los bolsillos del traje, de los cuales saqué mil baratijas, aunque no lo que tan afanosamente buscaba. Ya había perdido la esperanza de conseguir mi objeto, y casi estaba dispuesto a creer que la carta no volvía a mis manos por hallarse demasiado guardada o quizás rota y perdida, cuando sentí acelerados pasos que se acercaban al cuarto. Temiendo que ella me sorprendiera en tan fea ocupación y no siéndome posible escapar, me oculté bajo la percha y tras los vestidos, cuyas faldas me ofrecían el más seguro escondite. Casi en el mismo instante entraron Lesbia e Isidoro. Aquélla cerró la puerta y ambos se sentaron.

Desde mi escondrijo les veía perfectamente. Máiquez en su traje de Otelo parecía una figura antigua, que animada por misterioso agente, se había desprendido del cuadro en que la grabara con los más calientes colores el pincel veneciano. La tinta oscura con que tenía pintado el rostro fingiendo la tez africana, aumentaba la expresión de sus grandes ojos, la intensidad de su mirada, la blancura de sus dientes y la elocuencia de sus facciones. Un airoso turbante blanco y rojo, sobre cuya tela se cruzaban filas de engastados diamantes, le cubría la cabeza; collares de ámbar y de gruesas perlas daban vueltas a su negro cuello, y desde los hombros hasta el tobillo le cubría un luengo traje talar de tisú de oro, ceñido a la cintura y abierto por los costados para dejar ver las calzas de púrpura estrechamente ajustadas. Alfanje y daga, ambos con riquísima empuñadura, cuajada de pedrerías pendían del tahalí, y en los brazos desnudos, que imitaban el matiz artificial de la cara con una finísima calza de punto color de mulato, y terminada en guante para disfrazar también la mano, lucían dos gruesas esclavas de bronce en figura de sierpe enroscada. Dábale la luz de frente, haciendo resplandecer las facetas de las mil piedras falsas, y el tornasol de tisú verdadero con que se cubría, y añadidas a estos efectos la animación de su fisonomía, la nobleza de sus movimientos, presentaba el más hermoso aspecto de figura humana que es posible imaginar.

Lesbia vestía de tisú de plata, con tanta elegancia como sencillez, y sus cabellos de oro, peinados a la antigua, obedeciendo más bien a la moda coetánea que a la propiedad escénica, se entrelazaban con cintas y rosarios de menudas perlas, no ciertamente falsas como las de Isidoro
[50]
, sino del más puro y fino oriente. El moro, apretando con sus negras manos las de Lesbia blanquísimas y finas, le dijo:

—Aquí nos podemos hablar un instante.

—Sí, Pepa nos ha dicho que podríamos vernos en su cuarto —repuso ella—; pero esta cita no ha de ser larga, porque la marquesa me espera. Ya sabes que está ahí mi marido.

—¿A qué esa prisa? ¿Por qué no me escribiste desde el Escorial?

—No pude escribir —repuso ella con impaciencia—; pero cuando hablemos despacio, te explicaré…

—Ahora, ahora mismo has de contestar a lo que te pregunto.

—No seas tonto. Me prometiste no ser impertinente, curioso, ni pesado —dijo con coquetería.

—Eso es lo mismo que prometer no amar, y yo te amo, Lesbia, te amo demasiado por mi desgracia.

—¿Estás celoso, Otelo? —preguntó la dama, y luego, tomando el tono trágico, dijo entre burlas y veras:

¡Otelo mio! ¡Sí, para ti solo
mi corazón reserva su cariño!

—Déjate de bromas. Estoy celoso, sí, no puedo ocultártelo —exclamó el moro con viva ansiedad.

—¿De quién?

—¿Y me lo preguntas? Piensas que no he visto a ese necio de Mañara puesto en primera fila, y mirándote como un idiota.

—¿Y no te fundas más que en eso? ¿No tienes otros motivos de sospecha?

—Pues si tuviera otros, desgraciada, ¿estarías con tanta calma delante de mí?

—Poquito a poco, señor Otelo. ¿Sabes que te tengo miedo?

—En el Escorial ese joven se ha jactado públicamente de que le amas —afirmó Isidoro,fijando tan terriblemente sus ojos en el rostro de Lesbia, que parecía querer penetrar hasta el fondo del alma.

—Si te pones así, me marcho más pronto —dijo Lesbia algo desconcertada.

—He recibido varios anónimos. En uno se me decía que ese joven te escribió una carta el día de su prisión, y que tú le contestaste con otra. Además yo sé que ese hombre te obsequia mucho, yo sé que te visitaba en Madrid. ¿Querrás darme explicación sobre esto?

—¡Ah!, tengo una grande y terrible enemiga, a quien supongo autora de los anónimos que has recibido.

—¿Quién es?

—Ya te he hablado de esto en otra ocasión. Es Amaranta; y también te he dicho que tras de la enemistad de la condesa, se esconde el odio de otra persona más alta. Todas las damas que en otro tiempo le servimos con fidelidad, estamos cansadas de presenciar las liviandades que han manchado el trono, y no queremos asociarnos a los escándalos que envilecen esta pobre nación. No te he contado el motivo de nuestra querella; pero ahora mismo la vas a saber, y no te enfades si oyes el nombre de ese mismo Mañara, a quien tanto temes. Parece que Mañara rechazó, cual otro José, los halagos de la elevada persona, cuya pasión se trocó con esto, en odio vivísimo y deseo de venganza. Al mismo tiempo ese joven dio en hacerme la corte, y la mujer ofendida descargó sobre mí su rencor, cuando yo ni siquiera había advertido que Mañara me amaba. Jamás me fijé en semejante hombre. Se emprendió contra mí una guerra terrible y solapada: quitaron sus destinos a cuantos habían sido colocados por mi mediación, y todo su afán se dirigía a buscar los medios de deshonrarme. Viéndome perseguida sin motivo, me hice partidaria del Príncipe de Asturias, ofrecí mi auxilio a los conspiradores, y tengo la satisfacción de haber servido eficazmente tan noble causa. A ti puedo revelártelo sin miedo: yo he sido depositaria durante algún tiempo, de la correspondencia establecida entre el canónigo Escóiquiz y el embajador de Francia: en mi casa se reunieron éstos varias veces con otros personajes: yo sola tenía noticia de las primeras conferencias celebradas en el Retiro; yo poseía el secreto de todos los planes descubiertos por una simpleza del Príncipe; yo conocía el proyecto de casarle a éste con una princesa imperial; sabía que el duque del Infantado no esperaba más que la orden firmada por Fernando para lanzar a la calle tropa y pueblo… en fin, lo sabía todo.

BOOK: La Corte de Carlos IV
4.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Finding Solace by Speak, Barbara
Souvenir by James R. Benn
The Scent of His Woman by Pritchard, Maggie
The Secret Manuscript by Edward Mullen
Good Omens by Neil Gaiman


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024