—No puedo negar —dijo riendo—, que te burlaste con mucha gracia del licenciado Lobo. Bien decía yo que eras un chico de mucha disposición. Pero el talento más fecundo permanece oculto hasta que encuentra ocasión de mostrarse. Aquel rasgo de ingenio habría sido completo, habría sido sublime, si me hubieras entregado la carta.
—No me la habían dado para usía.
—Lo cierto es que no fue a poder de su dueña. Pepa te la quitó, y ha hecho de ella el uso que sabes. Tampoco ella quiso entregármela; pero al fin la casualidad la ha traído a mis manos. ¿La ves?
—Creo que usía me la entregará, porque esa carta es mía, me pertenece, tengo que devolverla a su dueño —dije con resolución.
—¡Devolvértela! ¿Tú estás loco? —exclamó Amaranta riendo como quien oye un gran despropósito.
—Sí señora, porque el recobrarla es para mí una cuestión de honor.
—¡Honor! —dijo la dama riendo más fuerte. ¿Acaso tienes tú honor? ¿Sabes tú lo que es eso, chiquillo?
—¿Pues no he de saber? —respondí—. Cuando usía me propuso el oficio de espía, sentí que se me subía un calorcillo a la cara; y me pareció que me estaba viendo a mí mismo en aquel empleo y en los de engañar, fingir y mentir… y viéndome me daba espanto… y un sudor se me iba y otro se me venía, porque el Gabriel que mi madre echó al mundo, se entretiene a veces oyendo lo que él mismo se dice por dentro acerca de la manera de ser caballero decente y honrado. Cuando la señora duquesa me pidió su carta, y yo no podía dársela sentí el mismo embarazo… y también me ocurrió que no devolviendo el papel y permitiendo que otras personas sigan haciendo mal uso de él, el Sr. Gabrielillo no vale dos cuartos. Si esto no
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es el honor, que venga Dios y lo vea.
Amaranta pareció muy sorprendida de estas razones, y me dijo con bondad:
—Tales ideas no son propias de ti. Tiempo tienes, cuando seas mayor, de tener todo el honor que quieras. Cada vez te encuentro más propio para desempeñar a mi lado los empleos de que te hablé. Me parece que has empezado bien el curso en la universidad del mundo; y o mucho me engaño, o te bastarán pocas lecciones más, para ser maestro.
—Creo que usía no se equivoca —respondí—, y en cuanto a las lecciones que usía me ha dado, me parece que han sido de provecho.
—¿Y no renuncias a tus proyectos de ser… como decías?… —me preguntó irónicamente.
—No señora, sigo en mis trece —contesté sin turbarme—, y a lo mejor va a tener usía el gusto de verme príncipe o tal vez de rey en cualquier reino que las damas de la corte sacarán para mí. Si no hay más que ponerse a ello, como dice Inesilla.
—Pero di, chiquillo: ¿de veras creíste tú que ya te estaban labrando la espada de general o la corona de duque?
—Como esta es noche. Y usía, que se me figuraba una divinidad bajada del cielo para favorecerme, acabó de trastornarme el juicio, enseñándome lo que debía hacer para echarme a cuestas el manto regio o cuando menos para ponerme los galones de capitán general.
—Parece que te burlas; ¿qué quieres decir?
—Digo que desde que usía me dijo que el camino de la fortuna estaba en escuchar tras de los tapices, y llevar y traer chismes de cámara en cámara, se han arreglado las cosas de tal modo, que sin querer estoy descubriendo secretos, y aunque quiero taparme las orejas, las picaronas se empeñan en oír…
—¡Ah! Tú quieres revelarme algo que has oído —dijo Amaranta con complacencia—. Siéntate y habla.
—Lo haré de buena gana, si usía me devuelve la carta de la señora duquesa.
—Eso no lo pienses.
—Pues entonces callaré como un marmolejo. En cambio contaré una historia parecida a la que usía me refirió, aunque no es tan bonita. No la he leído en ningún libro viejo, sino que la oí… Estas condenadas orejas mías…
—Pues empieza —dijo la condesa con alguna perplejidad.
—Hace quince años había en Madrid una damita muy guapa, muy guapa, que se llamaba… no me acuerdo su nombre. Esto no pasaba en ningún reino apartado ni antiguo, sino en Madrid, y no se trata de sultanes ni de grandes ni pequeños visires, sino de una damita muy linda, la cual damita se enamoró de un joven de buena familia que vino a la corte a buscar fortuna. Parece que los padres se oponían; pero la damita amaba ciegamente al joven; y como todo lo vence el amor, entre éste y el demonio proporcionaron a los dos jóvenes entrevistas secretas que…
Amaranta se puso pálida, y su mismo asombro la tenía muda.
—Pues es el caso que la damita dio a luz una criatura— continué.
—No estoy aquí para oír necedades —dijo Amaranta dominando su ira.
—Pronto concluyo. Dio a luz una criaturita: huyó el joven a Francia temiendo ser perseguido, y los padres de la damita se dieron tan buena maña para echar tierra a aquel negocio, que nada se supo en la corte. La damita se casó después con el conde de no sé cuántos… y nada más.
—Veo que eres rematadamente necio. No quiero oír más tus simplezas —dijo la dama, cuyo semblante se cubría de vivísimo carmín.
—Aún falta un poquito. Más tarde lo descubrieron algunas personas; y hablaron de esto en sitio donde yo lo oí; pero como soy tan curioso, y ahora ando amaestrándome en los chismes y enredos para ver si llego a general o a príncipe, no me contento con aquellas noticias y voy a que me dé más una mujer que vive orillas del Manzanares, junto a la casa de D. Francisco Goya.
—¡Oh! —exclamó Amaranta furiosa—. Sal de aquí, desvergonzado mozalbete. ¿Qué me importan tus ridículas historias?
—Y como estas noticias no tienen valor hasta que no se traen de aquí para ahí, pienso comunicárselas a la señora marquesa para que me ayude en mis pesquisas. ¿No cree usía señora condesa, que esta es una excelente idea?
—Veo que sabes manejar la calumnia y las bajas y miserables intrigas. Supongo quién habrá sido tu maestro. Vete Gabriel, me repugnas.
—Me iré y callaré; pero es preciso que usía me vuelva la carta.
—Miserable rapaz: ¡quieres burlarte de mí, quieres medir conmigo tus indignas armas! —exclamó levantándose de su asiento.
Su actitud decidida me turbó un poco; pero hice esfuerzos por reponerme, y continué así:
—Para hacer fortuna no hay medio mejor que el espionaje y la intriguilla: el que posee secretos graves lo tiene todo, y ahora salimos con que voy a conseguir dos mitras, ocho canonjías, veinte bastones de coronel, cien capellanías y mil plazas de contaduría para todos mis amigos.
—Déjame, no quiero verte. ¿Has oído?
—Pero antes me dará usía la carta. Si no he de llevar un recadito a la señora marquesa, o al señor diplomático, que como hombre reservado no lo dirá a alma viviente.
—¡Ah!, imbécil, cuánto te desprecio —dijo revolviendo en su bolsillo con febril inquietud—. Toma, toma la carta, vete con ella, y jamás vuelvas a ponerte delante de mí.
Diciendo esto, arrojó en el suelo la carta que recogió un servidor de ustedes.
Después, sentándose de nuevo, volvió hacia mí su rostro siempre bello, y me dijo:
—¡Quién te ha enseñado esas travesuras? Eres un necio.
—De los necios se hacen los discretos —contesté—. Dando con un buen maestro… Si usía no me hubiera despabilado tanto… Oyendo y viendo se aprende mucho, señora; y yo, desde que entré al servicio de usía hasta hoy, no he desperdiciado el tiempo. Bien haya quien me ha abierto los ojitos que ven y las orejitas que oyen. Para ser discreto es preciso haber sido tonto.
Cuando pronuncié esta extraña sentencia, Amaranta echó sobre mí una mirada de orgulloso desdén, y señalome la puerta. ¡Ay!, estaba hermosa, hermosa como nunca. Su noble ademán, sus mejillas teñidas de leve púrpura, el incendio de sus ojos, la agitación de su seno encantaban la vista, y no era posible aborrecerla. Indudablemente, señores, el mal es a veces lindísimo.
Ya me marchaba, cuando entró el señor duque acompañado del diplomático.
—Aquí estoy, Amaranta —dijo el primero—. Me habló Vd. de causas que no conocemos…
—No le hagas caso, sobrina —exclamó el marqués—. ¿Pues no ha dado en la flor de estar celoso? Y dice que en el caso de Otelo él haría lo mismo.
—Sí —dijo el duque—. Si yo sospechara de mi mujer la mataría.
—No me refería a nada que no fuese algún motivo artístico —indicó secamente Amaranta.
—No consiento que mi mujer salga más a las tablas en compañía de ese bárbaro Otelo. La pobrecita debe de haber padecido mucho. Pero veo que en mi ausencia han ocurrido grandes novedades. Parece que también han querido ponerla presa. ¡Pobre cordera mía! ¿Cómo es posible que haya dado motivos para eso…? Si es la bondad, si es la dulzura en persona.
—Son tantos los que han sido incluidos en la causa… —dijo Amaranta—. Pero por mediación mía se la puso al instante en libertad.
—¡Oh!, gracias, querida condesa. Verdad es que Lesbia es amiga de Vd. desde la infancia, y entre amigas… ¿Y no se la molestará más?
—No —dijo el diplomático—. Felizmente puede arrancarse de la causa todo lo que conviene, ¿no es verdad, sobrina?
—Sí; precisamente se ha hecho eso con todo lo que se refiere al Príncipe, porque como ha confesado y hecho acto de contrición de todas sus faltas… Los jueces tienen buena mano, y suprimirán todo lo que se quiera, dejando la causa tal como convenga presentarla al público.
—Eso está muy bien dispuesto —afirmó el diplomático—, y prueba que hay tacto en el Gobierno. ¿Y Napoleón?
—Napoleón ha exigido que no se le nombre para nada, y por esto ha sido preciso eliminar también cuanto a él se refiere. Aunque consta que el Príncipe le escribió y tuvo tratos con su embajador, los jueces se comerán todas las declaraciones y documentos en que esto se vea, para que Bonaparte quede contento.
—Bien, bien, eso me tranquiliza —afirmó el diplomático con mucho énfasis—, y así lo pondré en conocimiento del Príncipe Borghese, del príncipe Piombino, de S.A. el gran duque de Aremberg. Por supuesto, os encargo que no digáis a nadie mis propósitos; ¿lo oyes Amaranta? ¿Lo oye usted, señor duque? ¡Ah!, al duque no se le puede confiar un secreto. Todo lo dice.
—¿Qué? —preguntó Amaranta.
—Por más que me empeño en que la más absoluta reserva sirva de impenetrable velo a lo que ocurre entre la González y yo…
El señor marqués no abandona sus antiguas mañas —dijo el duque.
—No hijo; es que sin saber cómo ni cuándo… Nada he puesto de mi parte. Hace tiempo que Pepita ha manifestado que hallaba en mí cierto encanto… Pero la pícara no se cuida de disimular; ahora mismo, durante el sainete, me echaba unas miradas… ¡Y qué bien ha representado! Nunca la he visto tan alegre, tan graciosa, tan juguetona, tan vivaracha. La verdad es que me está comprometiendo. ¿Lo creerás, sobrina? Yo me empeño en ocultarlo, porque… ya sabes… ese es mi carácter, y ella… pero si todo el mundo lo sabe. Al concluir el sainete, no he podido menos de acercarme a ella, y le he dicho: «Disimule usted Pepa, no olvide usted que la reserva es hermana gemela de la… digo, del amor». Sin duda por obedecer esta advertencia, se ha marchado con Isidoro, fingiéndose muy contenta en su compañía. Ambos iban muy amartelados, y cualquiera menos listo que yo, los habría tenido por amantes.
—Tal vez —dijo Amaranta.
Salí del cuarto. Cuando después de buscar aacute;vidamente a Lesbia por el escenario, di con ella al fin y la entregué la carta, me dijo con mucha ansiedad mientras la guardaba:
—¡Ah, Gabrielillo! Esta noche me has salvado la vida dos veces.
No quise estar más allí; salí decidido a huir para siempre del vergonzoso arrimo de cómicos y danzantes, de damas intrigantuelas y de hombres corrompidos y fatuos. Al salir, un vivo deseo de correr a casa de Inés llenaba mi alma toda. Volé al cuarto piso tomando la pequeña escalera, y por el camino, en mi precipitada marcha, iba arrojando los postizos y adornos que me habían servido para la representación. Aquí dejé las barbas y bigotes, allí las plumas de mi sombrero, más allá la escarcela, y por último eché a rodar el tahalí y el collar. Me parecían prendas de ignominia que no debían ir sobre mí al presentarme en la casa del reposo.
Subí y entré: el padre Celestino me abrió la puerta, y al punto advertí que sus ojos habían llorado.
—La pobre doña Juana ha muerto hace dos horas —dijo contestando a mis preguntas.
Esta noticia dio a todo mi ser el frío y la inmovilidad de una estatua. Sepulcral silencio reinaba en la casa. En el fondo del pasillo vi la puerta de la sala, cuyo recinto iluminaba una claridad rojiza. Acerquéme con pasos lentos y conteniendo con la mano el latir de mi corazón que parecía querer salírseme del pecho. Desde el umbral vi el cuerpo de la santa mujervestido de negro, y sobre el mismo lecho en que había sido abandonado por el alma: sus manos cruzadas en actitud de orar, sus cerrados ojos y la apacible y tranquila expresión de su semblante blanco como el mármol, más que el aspecto de la triste muerte, dábanle la fisonomía propia de un recogimiento meditabundo y de aquel místico sueño que es en las gentes de exaltada piedad, como un viaje al cielo para volver.
Junto a ella, y sentada en el suelo, con la cabeza entre las manos y apoyada en el lecho, estaba Inés. Su llanto tranquilo era el natural desahogo de un dolor resignado, propio de quien acostumbraba a relacionar las penas y las alegrías con la voluntad de arriba. No hizo movimiento alguno para mirarme, ni yo seguramente lo merecía. Una sola vela de cera, cuya llama puntiaguda y movible señalaba al cielo con leve oscilación, iluminaba la silenciosa sala; y las imágenes de vírgenes y santos que había en la pared, como afectadas del fúnebre cuadro, parecían tener en sus rostros inusitada gravedad.