Era Pacorro Chinitas un hombre que aparentaba más de edad de la que realmente tenía, merced a los disgustos domésticos, de que era autora su mujer, célebre buñolera del Rastro, a quien llamaban la
Primorosa
. No puedo menos de dar algunas noticias sobre este ejemplar matrimonio, porque los dos seres que lo formaban figuran
algo
en acontecimientos posteriores, y que he de contar, si para entonces tengo vida y el lector paciencia, como espero.
Es, pues, el caso que Pacorro Chinitas, varón manso y discreto, no podía hacer buenas migas con la
Primorosa
, cuya fama, extendida de polo a polo, es decir, desde la calle de la Pasión hasta el pórtico de San Bernardino, la acusaba de mujer pendenciera, batalladora y que partía de un bofetón un par de quijadas, sin que estas y otras hazañas la hicieran nunca caer en manos de la justicia. Chinitas se vio obligado a pedir una separación, resignándose a no tener más compañera que la rueda coronada de chispas, y en esta situación le conocí. Luego que nos hicimos amigos contome las picardías de su antigua mitad, y así como en otros temas era discretísimo, en este era muy pesado, pues no pasaba día sin que me regalara un nuevo capítulo de la larga historia de sus cuitas matrimoniales. Como yo encontrara en aquel hombre cierta madurez de juicio, cierto sentido práctico que en los demás no hallaba, resultó que me aficioné a su conversación, y cuanto él decía me parecía entonces de perlas, sin que pudiera explicarme la razón de esta preferencia por los juicios de un hombre ignorante y rudo. Después he meditado bastante sobre las cosas de aquel tiempo, y sobre la opinión general, y puedo deciros sin miedo de equivocarme, que el hombre de más talento que conocí en aquellos días fue el amolador de la calle del Baño.
Para muestra referiré mi conversación con él.
—¡Hola, Chinitas! ¿Cómo va? ¿Qué es eso que cuentan por ahí? ¿Con que tenemos a los franceses en España?
—Eso dicen —contestó—. Y la gente está contenta.
—Y parece que van a cogerse a Portugal.
—Pues ello… así dicen.
—Eso me parece muy bien. ¿Para qué sirve Portugal?
—Mira Gabrielillo —dijo incorporándose y apartando de la rueda las tijeras, con lo cual cesaron por un momento las chispas—; tú y yo somos unos brutos que no entendemos palotada de cosas mayores. Pero ven acá: yo estoy en que todos esos señores que se alegran porque han entrado los franceses, no saben lo que se pescan, y pronto vas a ver cómo les sale la criada respondona. ¿No piensas tú lo mismo?
—¿Qué he de pensar? Como Godoy es tan malo de por sí, cátate ahí que Napoleón viene a quitarlo de enmedio, y a poner en el trono al Príncipe de Asturias, que dicen es un gerifalte para el gobierno.
Chinitas volvió a aplicar el acero a la piedra, dandole movimiento con el pie, y después de contestar a mis observaciones con un mohín muy expresivo, añadió:
—Yo digo y repito que todos estos señores parece que están bobos. Nosotros, los que no sabemos leer ni escribir, acertamos a veces mejor que ellos; y lo que ellos no pueden ver, porque les encandila el sol de un poder que tienen tan cerca, lo vemos nosotros desde abajo; y si no, di tú: ¿No es preciso estar ciego para comprender que Napoleón no dice lo que tiene pensado? ¿Ese hombre, no ha revuelto todas las partes del mundo; no ha quitado de los tronos los reyes que ha querido para poner a los mocosos de sus hermanos? Dicen que viene a poner al Príncipe de Asturias y a quitar al
choricero
. De eso me río yo. Sí, porque Godoy y él no están de compinche para hacer cualquier picardía… A mí con esas. Lo que menos le importa a Napoleón es que reine Fernandito o prive D. Manuel; lo que él quiere es cogerse a Portugal para darle un pedazo a Godoy, y otro pedazo a la infanta que han puesto de reina allá en
Trucha
o
Truria
…
—Pues que lo cojan y lo repartan —dije yo con gran crueldad para nuestros vecinos—, ¿qué nos importa? Con tal que quiten a ese hombre tan malo…
—Si cogen a Portugal, porque es un reino chiquito, mañana cogerán a España, porque es grande. Yo me enfado cuando veo a esos bobalicones que andan por ahí, abates, petimetres, frailes, covachuelistas, y hasta usías muy estirados, que se ríen y se alegran cuando oyen decir que Napoleón se va a embolsar a Portugal, y con tal de ver por tierra al guardia, no les importa que el francés eche el ojo a un bocadito de España, que no le vendrá mal para acabar de llenar el buche.
—Pero como dicen que no hay pecado que el
choricero
no haya cometido…
—Mira, chiquillo —contestó con aplomo, probando con el dedo el filo de las tijeras—; yo me río de todas las cosas que cuentan por ahí. Es verdad que ese hombre es un ambicioso que no va más que a enriquecerse; pero si ha llegado a ser duque y general y príncipe y ministro, ¿de quién es la culpa sino de quien le ha dado todo eso sin merecerlo? Si vienen y te dicen a ti: «Gabriel, mañana vas a ser esto y lo otro, porque me da la gana, y sin que necesites para ello quemarte las cejas estudiando latín», ¿qué dirás tú? Dirás, «pues venga.»
—Eso no tiene duda.
—Y aunque ese hombre es una buena pieza y ha hecho muchas maldades, la mitad de lo que dicen es mentira. También habrás visto que hoy le escupen muchos que antes le adulaban; es que saben que va a caer, y la sombra del árbol carcomido no le gusta a la gente. ¡Ah!, me parece que aquí vamos a ver grandes cosas, sí señor, grandes cosas. Digo y repito, que de esto va a resultar lo que nadie piensa, y muchos que hoy se restriegan
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las manos de contento, llorarán mañana a moco y baba; y si no, acuérdate de lo que te digo.
Aquellas razones, que me parecían encerrar profunda verdad, me hicieron pensar; y como persona que ya se preciaba de saber escoger los hombres, pensé que aquel sabio amolador era digno de ocupar un puesto de consideración a mi lado, cuando yo fuera generalísimo, primer secretario de Estado, archipámpano, y tuviera todas las jerarquías que esperaba de la protección y ayuda de mi divina Amaranta.
—Pues yo lo que deseo —dije—, es que venga de una vez ese príncipe tan bueno, que todo lo ha de arreglar a pedir de boca. ¿No cree usted, lo mismo?
—Mira, chiquillo —repuso Chinitas con sibilítico tono—, yo me tengo tragado que el heredero no vale para maldita la cosa, y esto no se puede decir sino acá para entre los dos, porque si algunos nos oyeran, lloverían almendradas. Cuando vivía la señora princesa de Asturias, que en gloria esté, todos decían que Fernandito era enemigo de los franceses y de Napoleón, porque éste ayudaba a Godoy, y ahora resulta que los franceses son la mejor gente del mundo y Napoleón tan bueno como pan bendito, sólo porque parece arrimarse al partido del Príncipe de Asturias. Esa no es gente formal, Gabrielillo; y yo lo que veo es que el heredero tiene muchas ganas de serlo antes de que muera su padre, aunque es de creer que el canónigo de Toledo y otros personajes le tienen sorbidos los sesos, y serían capaces de obligarle a ser mal hijo, con tal que ellos pudieran después echarse al cuerpo los mejores destinos. Esa gente de arriba es muy ambiciosa, y hablando mucho del bien del reino, lo que quiere es mandar; tenlo presente. Yo, aunque no me han enseñado a leer ni a escribir tengo mi gramática parda; sé conocer a los hombres, y aunque parece que somos bobos y nos tragamos todo lo que nos dicen, ello es que a veces columbramos la verdad mejor que otros muy sabiondos, y vemos clarito lo que ha de venir. Por eso te digo que veremos cosas gordas, muy gordas; y si no, acuérdate de lo que te digo.
Así habló Chinitas. Cuando me separé de él para entrar en casa, recuerdo, que iba resumiendo las distintas conferencias de aquella mañana y lo mucho y vario que sobre un mismo asunto había oído en anteriores días. Cada cual juzgaba los sucesos según sus pasiones, y como yo no podía formarme idea exacta de la importancia de aquellos hechos, en mi juvenil ignorancia y equivocado patriotismo, creía muy justo que el conquistador del siglo se apoderara de un pequeño reino, que a mi juicio no servía más que de estorbo. En cuanto a Godoy, no había duda de que los comerciantes, los nobles, los petimetres, el pueblo, los frailes, y hasta los malos poetas anhelaban su caída, unos con razón y otros sin ella; unos por convicción de la ineptitud del valido; bastantes por envidia, y muchos porque creían a pie juntillas que habíamos de estar mejor cuando nos gobernara el heredero de la corona. Fue singular cosa que todos se equivocaran respecto a la marcha de los futuros sucesos esperando el próximo arreglo de todos los trastornos; fue singular cosa que el optimismo ciego de la mayoría no alcanzase a comprender lo que penetró con su ruda desconfianza el buen juicio del amolador. Cada vez estoy más convencido de que Pacorro Chinitas fue una de las más grandes notabilidades de su época.
Ignoro si fueron las conversaciones de aquel día u otras causas, las que enfriaron el entusiasmo de que yo estaba poseído por la mañana. ¡Cuánto he desvariado! —decía para mí— y lo más seguro será que Amaranta habrá visto solamente en mí un chico dispuesto a servirla mejor que otro.
Sin embargo, mi curiosidad era tan viva que no podía ocuparme en cosa alguna, ni estar con calma en ninguna parte. Aquel día ni aun pude visitar a Inés; y cuando cumplí las obligaciones de la casa me dispuse a acudir a la cita. Vestime con el mayor esmero, dedicando el conjunto de las fuerzas de mi inteligencia a conseguir que la persona de un servidor de ustedes fuese el dechado de todas las gracias, y el resumen de cuantas perfecciones concedió la Naturaleza a la juventud. El pedazo de espejo que limpié desde por la mañana aduló mi amor propio, confirmando ante mí la enfática presunción de que no escaseaban en el semblante del criado de la González ciertos agradables rasgos, dignos de hacer fijar la atención. Fue aquélla la primera vez que me sentí presumido: después, recordándolo, he sentido ganas de abofetearme.
Yo habría deseado tener entonces el vestido más rico, más lujoso, más elegante, más luciente que pudieran hacer los sastres del planeta que habitamos; pero tuve que contentarme con el mío humildísimo, sin más adorno que el del aseo, la pulcritud y esmero de mi peinado. Mi traje era modesto; pero a pesar de ello, yo conocía que estaba bien, y que mi persona y aire predisponían en favor mío. Con esto y con pensar durante un breve rato ciertas frases delicadas y elegantes que me parecían muy propias para contestar a los obsequios de la diosa, di por terminados los preparativos, y salí de la casa, sin dar cuenta a nadie de mi expedición.
Llegué a la casa de la calle de Cañizares, residencia de la señora marquesa, de quien era hermano el diplomático, pregunté por Dolores, apareció ésta, y sin decirme nada me condujo por largos y oscuros pasadizos, hasta que al fin dio conmigo en un camarín muy lujoso, donde me ordenó que esperase. Mientras así lo hacía, creí sentir en la pieza inmediata voces de señoras que hablaban y reían, y también creí escuchar la desentonada voz del diplomático. Amaranta no me hizo aguardar mucho tiempo. Cuando sentí el ruido de la puerta, cuando vi entrar a la hermosa dama, cuando se adelantó hacia mí sonriendo con bondad, pareciome que un ente sobrenatural se me acercaba, y temblé de emoción.
—Has sido puntual —me dijo—. ¿Estás dispuesto a entrar en mi servicio?
—Señora —contesté sin poder recordar ninguna de las frases que traía preparadas—, estoy con mucho gusto a las órdenes de usía para cuanto se digne mandarme.
—O yo me engaño mucho —dijo la dama sentándose junto a mí—, o tú eres un chico bien nacido, hijo de alguna noble familia, y te hallarás hoy en posición más baja de lo que te corresponde.
—Mi padre era pescador en Cádiz —respondí sintiendo por primera vez en mi vida no ser noble.
—¡Qué lástima! —exclamó Amaranta—: sin embargo, no importa. Pepa me ha dicho que cumples lo que se te encarga con mucha puntualidad, y sobre todo con gran reserva; que eres formal a toda prueba; me ha dicho también que tienes imaginación, y que podrías ser en otra esfera un hombre de provecho.
—Mi ama —dije disimulando mi orgullo—, me hace demasiado favor.
—Bueno —continuó la diosa—. Ya comprendes que entrar en mi servicio sin más recomendación que el propio mérito es más de lo que pudieras desear. Pero me parece que tú tienes disposición para más altos empleos, y… creo que no seras desfavorecido por la fortuna. ¿Quién sabe lo que llegarás a ser?
—¡Oh, sí señora, quién sabe! —dije sin contener el entusiasmo que en mí producían aquellas palabras.