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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (18 page)

—Abuela, ¿qué estás haciendo? —le preguntó finalmente.

Lola levantó la vista sobresaltada. Sus gafas estaban completamente empañadas, pero no se molestó en limpiárselas.

—¿A ti qué te parece que estoy haciendo?

El niño avanzó otro paso, atraído por el apetecible aroma. Lo había percibido ya cuando estaba en la acera, pero no se dio cuenta de que provenía de la cocina de su abuela hasta que había entrado en la casa.

—Estás cocinando —concluyó.

—¡Bingo! —le respondió Lola, y siguió removiendo, cabeceando frenéticamente mientras giraba la cuchara una y otra vez.

Sebastian se acercó aún más.

—Mamá se va a poner furiosa contigo.

—¿Y qué es lo que va a hacer? —le respondió Lola con una alegre carcajada—. ¿Mandarme a la cama sin cenar? —Entonces, levantó la cuchara y esperó a que le cayeran tres espesas gotas sobre la palma de la mano. Las chupó y después frunció los labios y se los relamió. Reflexionó sobre lo que le indicaban las papilas gustativas durante un instante antes de añadir una pizca de una de las sustancias que tenía en varios pequeños cuencos que había alineado en el mostrador y, a continuación, volvió a remover la mezcla. Entonces se giró hacia Sebastian—. Prueba esta salsa y dime qué te parece —le ordenó.

Obediente, Sebastian avanzó con la mano extendida, sobre la que Lola dejó caer otras tres espesas gotas de salsa marrón. El niño observó a su abuela tímidamente antes de chuparlas y después se quedó quieto, ligeramente confuso. Nunca antes había probado algo así. Estaba rico y sabroso, dulce y salado al mismo tiempo, y los sabores permanecían en la lengua como una hermosa melodía. En resumen, estaba delicioso.

—Y bien, ¿qué te parece? —le preguntó su abuela.

—Está bueno —le contestó Sebastian, deseando comer más.

Lola se colocó las manos sobre las caderas.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿Solo que está bueno?

—Está muy pero que muy bueno —le aseguró él, preparándose para insistir en sus cumplidos y decirle que era la mejor salsa que había probado en su vida, cuando vio algo en la encimera tras ella.

Formando un buen montón en una fuente grande había varios hermosos huesos de aspecto prehistórico, algo que los hombres de las cavernas habrían utilizado para golpear sus tambores antediluvianos.

Percibiendo su interés, su abuela le explicó:

—Eso son jarretes de cordero. Habría hecho cabrito, pero es difícil encontrarlos en los supermercados de la zona. En la isla era fácil conseguirlos, pero ahora me dicen que es casi imposible. Tendré que ir al centro y encargarlo para una ocasión especial.

—¿Cabrito? ¿Y eso se come? —preguntó Sebastian sin poder apartar los ojos de aquella carne de aspecto extraño.

—¡Claro, es el hijo de la cabra y, sí, se come! —le contestó ella.

—Tú comes… ¿cabras? ¿Esos animales que tienen cuernos y hacen «beeeeee» como las ovejas? —le preguntó haciendo el mismo sonido que Keith y sus compinches le habían obligado a hacer a él unas semanas antes.

—Pues claro. Vienes de una larga estirpe de comedores de cabras. Tu bisabuela me enseñó a cocinar cabrito. Bueno, en realidad, no me enseñó: aprendí a hacerlo del mismo modo que aprendí a andar, a hablar o a subirme a los árboles. Ya ves, allí en la isla, aprender resultaba fácil y natural. No exigía el grandísimo esfuerzo que hace falta aquí, simplemente sucedía, del mismo modo que las orquídeas crecían en la selva sin la ayuda de un jardinero.

Sebastian apartó la mirada de los jarretes de cordero para observar a su abuela a la cara.

—Pero… tú… pero… ¿de verdad que comes cabras? —le preguntó de nuevo.

Lola pareció bastante molesta por la incredulidad de su nieto.

—He comido carne de cabra toda mi vida, pero la primera vez que la probé, era aún más pequeña que tú y… —Se detuvo para contemplarle con ojos cautelosos—. No, creo que no te voy a contar esta historia. Puede que no te guste demasiado.

—¿Por qué no? —preguntó el niño.

—Porque hace falta tener un estómago resistente.

Sebastian echó los hombros hacia atrás. Después del valiente gesto de rebeldía que había demostrado en la sala de actividades del colegio, se sentía bastante fuerte.

—Podré soportarlo —le aseguró.

Tras pensárselo un instante, Lola bajó el fuego del hornillo y comenzó a contarle su historia con una voz que era tan potente y vibrante como los sabores que Sebastian aún notaba en la lengua.

—Mi hermana mayor, Tamara, que en paz descanse, se iba a casar y estábamos planeando un gran festín para celebrar su boda. Ella era la primera que encontraba marido, y mis padres debían casar a otras cuatro hijas más, así que tenían mucho interés en montar una buena fiesta. No había mucho dinero, pero encargaron un maravilloso traje de novia blanco para ella y unos bonitos vestidos amarillos para las demás. Mi madre y yo pasamos innumerables horas preparando las «capias», complicados recordatorios de encaje, hechos a mano uno a uno con la fecha de la boda y los nombres de la novia y el novio. Tuvimos que preparar suficientes como para doscientos invitados y todas las noches, después de que los demás se hubieran ido a dormir, trabajábamos en ello, a veces, hasta que el sol salía a la mañana siguiente.

»Los preparativos de la boda iban muy bien, y todo el mundo estaba muy emocionado por la gran fiesta que celebraríamos después de la ceremonia. Yo también me sentí entusiasmada hasta el día anterior a la boda, cuando descubrí a un pequeño cabritillo atado a un árbol a unos metros de la casa. Era casi un recién nacido y el pelaje alrededor de sus orejillas era tan suave que supe que aquella probablemente sería la primera vez que se separaba de su madre. Me arrodillé para acercarme a él, pero mientras yo le susurraba palabras de consuelo a mi nuevo amiguito, escuché el sonido de la hoja del cuchillo chirriando contra la piedra de afilar en la cocina.

»Cuando mi padre apareció con el cuchillo afilado, yo ya estaba convencida de que aquella era la criatura más preciosa que había poblado la faz de la Tierra y que, boda o no, debíamos indultarla. Traté de convencer a mi padre de ello con lágrimas en los ojos y rogándole por todos los santos, pero él no se conmovió. Me apartó del animalillo y después de pronunciar una breve plegaria, lo sujetó firmemente con una mano y con la otra se preparó para asestarle la cuchillada mortal.

»Yo me tiré al suelo.

»—¡No, papi!, ¡por favor, no mates a mi cabritillo! —gemí.

»—No podemos celebrar una boda y no servir nada más que arroz con frijoles —repuso él—. ¿Te imaginas lo disgustada que se iba a poner tu hermana si hacemos eso?

»—Me da igual la boda. Lo único que me importa es mi cabritillo.

»—Vete adentro —me ordenó, señalando hacia casa con la punta del cuchillo—. He pagado una buena cantidad de dinero por esta cabra, y tú no me vas a poner las cosas más difíciles de lo que ya son.

»Y tenía razón, porque entonces el cabrito forcejeó intentando soltarse y sus ojos estaban tan llenos de miedo como si finalmente hubiera comprendido lo que le iba a suceder. Sin embargo, mi padre logró volver a sujetarlo con mano firme.

»Yo me iba a meter en casa para no tener que verlo morir, pero, en ese momento, el pequeño cabritillo me miró con una expresión tan valiente y serena que no pude moverme. Sus ojos me contemplaban suplicantes para que yo aceptara su destino y me quedara con él y le diera fuerzas, para que estuviera presente y nada más.

»—Papi —le dije a mi padre—. Déjame quedarme y te prometo que no lloraré más.

»Él se lo pensó un instante, pero cuando vio que era cierto que yo estaba más calmada, me permitió colocarle la mano al cabrito en la espalda, cosa que también tranquilizó al animalillo inmediatamente. Tras una veloz cuchillada, noté que el animal se estremecía y temblaba bajo mi mano. Un espeso reguero de sangre brotó de su garganta creando un pequeño riachuelo rojo a nuestros pies. A medida que el flujo disminuía, se le doblaron las patas delanteras y tras varios minutos, se desplomó en brazos de mi padre. Quería llorar cuando lo vi tendido sin vida en el suelo, con aspecto de estar simplemente dormido, pero contuve las lágrimas.

»Al día siguiente, me cepillé el pelo, me puse mi vestido nuevo y salí al exterior, al lugar en donde estaban cocinando a fuego lento al cabrito. El aroma de la carne asada en la parrilla al aire libre resultaba embriagador, y me detuve un instante para recrearme inhalándolo profundamente. Y entonces, cuando pensé que nadie me estaba mirando, cogí un puñado de las hermosas capias que mi madre y yo habíamos elaborado y las eché al fuego. Las llamas se avivaron un instante, y las capias se convirtieron en ceniza en cuestión de segundos. Yo ignoraba que mi madre me estaba viendo desde la ventana de la cocina, y me regañó muchísimo por haber destruido algo en lo que ella y yo habíamos trabajado tanto. Me advirtió que por aquella fechoría, iba a pensárselo muchísimo antes de celebrar mi boda cuando me tocara casarme a mí. Yo lloré un mar de lágrimas, y mi madre estuvo enfadada conmigo durante un tiempo, pero mereció la pena.

Cuando Lola terminó su historia, volvió a centrar su atención en la olla cociéndose a fuego lento.

—Pero no lo entiendo, abuela Lola —comentó Sebastian—. ¿Por qué tiraste las capias al fuego? ¿Cuál era la diferencia, si el cabritillo ya estaba muerto?

—Quería agradecerle al animal su sacrificio con uno por mi parte, y el mío fue muchísimo más sencillo de hacer —explicó Lola, y espolvoreó la olla con unos cuantos condimentos más—. Nada en esta vida se consigue sin un poco de sacrificio.

Sebastian reflexionó sobre la historia que su abuela le acababa de contar, pero solo sintió tristeza cuando se imaginó al pequeño cabritillo atado al árbol esperando para morir y se dio cuenta de que, después de todo, no tenía un estómago tan resistente como creía.

Lola volvió en sí y señaló el suelo del salón.

—Le he pedido al taxista que me ayudara a meter las bolsas en casa, así que no estoy muy segura de dónde ha puesto la caja del pasapurés. Mira a ver si logras encontrarlo.

Sebastian no tenía claro qué aspecto tenía un pasapurés, pero se puso a buscar en una de las numerosas cajas hasta que encontró un instrumento de aspecto extraño con un mango en un extremo y una especie de resistente malla metálica en el otro. Lola le indicó que se lo llevara a la encimera, donde había otra olla humeante esperándole, así como un taburete con escalerilla para que le resultara fácil alcanzar la cazuela. Su abuela levantó la tapa y, a través del vapor, Sebastian contempló varias patatas peladas y cortadas en cuatro. Junto a la olla, Lola había colocado un pedazo grande de mantequilla, un envase con nata y dos cuencos llenos de sal y de pimienta.

—Mientras yo termino la salsa, tú harás el puré —le indicó a su nieto—. Por supuesto, en casa, estarías haciendo «surullitos», buñuelos de harina de maíz, pero iremos paso a paso.

Sebastian miró inexpresivamente los ingredientes que había ante él. Nunca había visto a nadie hacer puré de patata desde cero. Siempre que su madre lo preparaba, cosa que no sucedía muy a menudo, los ingredientes salían de una caja.

—Pero, abuela, yo no sé cómo hacer puré de patata —le dijo en un tono algo quejica.

—Todo lo que necesitas lo tienes delante de tus narices. Lo averiguarás rápidamente, pero ten cuidado: la olla está muy caliente.

Sebastian inspeccionó de nuevo los ingredientes y después, indeciso, metió el pasapurés en las patatas. Estaban blandas y pegajosas. Eso lo animó. Alargó la mano para coger la nata, pero vaciló, pensando que quizá debía añadir primero la mantequilla. Había otro recipiente lleno de un líquido con aspecto turbio, pero no tenía ni idea de qué hacer con él.

—¡Vamos! —le animó Lola, dedicándole un gesto alentador con la cabeza—. Échalo sin más, no va a explotar.

Sebastian vertió lentamente la nata y la observó mientras anegaba las patatas. A continuación, echó la mantequilla en la olla. Era maravilloso ver cómo se fundían y formaban remolinos los trozos dorados de mantequilla, desapareciendo entre la nata caliente y las patatas, casi como por arte de magia. Cogió el pasapurés y comenzó a meterlo y sacarlo de la olla cada vez con más decisión y confianza. El aroma que desprendía la mezcla le hacía la boca agua, así que cogió el pasapurés con ambas manos y comenzó a machacar aún con más ímpetu.

—No te dejes llevar por el entusiasmo —le advirtió Lola—. Las patatas podrían ponerse chiclosas y perder su textura cremosa. —La anciana inspeccionó la mezcla y añadió un poco del líquido turbio. Después, apartó el pasapurés y, en su lugar, le entregó a Sebastian un cucharón metálico—. Ahora lo puedes remover con esto. Siempre reservo una taza o dos de agua de la cocción por si acaso las patatas están muy secas.

A Sebastian no le gustó tanto remover como aplastar, pero no había duda de que la textura de la mezcla iba mejorando con cada vuelta que le daba. De vez en cuando se detenía y colocaba la nariz sobre la olla para inhalar la fragancia de las patatas recién cocidas, de la mantequilla y de la nata, que le parecía totalmente irresistible.

—¡Pruébalo! —le dijo Lola, empujando una cuchara por la encimera—. Todo buen cocinero prueba sus propias creaciones antes de permitir que nadie más se las coma.

Sebastian hizo lo que ella le había indicado y notó que el sabor a cartón y el regusto químico al que estaba acostumbrado en el puré de patata habían desaparecido. Lo único que percibió fue lo deliciosos que estaban los diferentes ingredientes, un sabor que era pura, simple y profundamente gratificante. Le encantaba la densa y cremosa textura que había adquirido el puré y deseó meter la cuchara una y otra vez hasta que la olla se quedara vacía.

—¿Está bueno? —le preguntó Lola.

Sebastian asintió entusiasmado y con la boca llena.

—Pues espérate a probar el cordero —le dijo ella—. Pensarás que has muerto y estás en el cielo.

Sebastian miró con recelo los jarretes de cordero y dudó mucho que fuera verdad lo que acababa de asegurarle su abuela, pero se contentaría con cenar solamente puré de patata aquella noche y todas las siguientes si era necesario. De repente, recordó lo que había estado preocupándole a lo largo de todo el día y la noche, y volvió a poner en su sitio la tapa de la olla.

—Mamá y papá tuvieron ayer otra pelea —le dijo a su abuela.

Lola dejó la cuchara y se limpió las manos en el delantal. Hacía tiempo que Sebastian no mencionaba los problemas entre sus padres, pero Lola ya se imaginaba que las dificultades no habían desaparecido, sino que simplemente la tempestad había amainado.

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