—¿Por qué me miras con esa cara? —le espetó su abuela.
—Porque tienes un aspecto tan diferente —respondió— que ya no pareces mi abuela Lola.
La anciana lo miró con ojos entrecerrados mientras metía en remojo la bolsa del té.
—«Diferente» no significa «malo», ¿no? —comentó ella, y después lanzó la bolsa del té a la basura, pero falló y la bolsita se estrelló contra uno de los laterales del cubo y resbaló hasta el suelo.
Sebastian puso la bolsa de té dentro del cubo, donde le correspondía estar, y siguió a su abuela hasta el porche. Una vez allí, la anciana se sentó en su silla metálica y comenzó a sorber el té.
—Siempre he querido ser pelirroja —musitó—. Había una joven que vivía en el mismo bloque de apartamentos que nosotros en Nueva York que tenía la melena de color rojo llameante más hermosa del mundo. Tu abuelo no podía apartar la mirada de ella. Desde entonces, siempre me he preguntado cómo sería ser pelirrojo.
Sebastian casi no podía verle la cara a su abuela por la ondulante mata colorada que se la tapaba.
—Bueno, está claro que ahora tienes el pelo rojo, abuela —murmuró.
Una amplia sonrisa de descaro se le pintó a Lola en la cara.
—Pues me siento estupendamente —comentó—. Es incluso mejor de lo que pensaba. Tendría que habérmelo teñido hace tiempo. Creo que a tu abuelo le habría encantado.
Sebastian se volvió, sin ganas de seguir hablando del ridículo pelo rojo de su abuela. Ya era bastante malo tener que mirarlo.
Finalmente, la tambaleante figura del señor Jones apareció en el camino. Como siempre, llevaba su ruidoso bastón en una mano y una bolsa de plástico en la otra. Fue la primera vez que Sebastian realmente se alegró de verlo, pues no dudaba de que el anciano pensaría que la transformación de su abuela era escandalosa y entonces quizá le diría algo que la convenciera para cambiarse el color de pelo y ponérselo como antes.
El señor Jones avanzó por el sendero levantando la bolsa mientras caminaba, e iba a decir algo, pero cuando vio el cabello de Lola, se quedó parado en seco. Durante varios segundos dio la sensación de que no sabía si continuar hacia delante o volverse y huir lo más rápido posible. En medio de aquella confusión, dejó caer la bolsa de plástico al suelo.
—¿Qué pasa, es que no habías visto a una pelirroja antes en tu vida? —le preguntó Lola.
El señor Jones abrió la boca para hablar, pero la cerró de nuevo. Al final, tartamudeó:
—Bueno…, eh…, sí…, claro…, claro que sí —dijo, y le empezó a temblar la mano que se le había quedado libre.
—¿Y no te gustan las pelirrojas o qué? —le preguntó Lola inclinando la barbilla con un gesto provocativo.
Parecía que el anciano le iba a soltar un exabrupto cuando, de repente, apareció en su rostro una sonrisa genuinamente honrada, bondadosa y llena de vida.
—¡Me encantan las pelirrojas! —le contestó, casi en un ronroneo—. Y cuanto más fogosas sean, mejor.
Lola le señaló con su dedo nudoso, como si le hubiera pillado diciendo algo maravillosamente perverso, y comenzó a reírse a carcajadas. Y el señor Jones también se echó a reír, revelando dos filas de irregulares dientes amarillentos. Sebastian los miró a uno y a otro alternativamente, sin saber qué podía ser tan divertido. Y, además, no le gustaba la manera en la que el señor Jones estaba mirando a su abuela. No le gustaba ni un pelo.
—¿Qué me has traído hoy, Charlie? —le preguntó Lola con tono coqueto.
El anciano se dobló con una sorprendente facilidad y recogió la bolsa de plástico que había dejado caer al suelo.
—Higos —respondió—. Dulces y suculentos higos.
—¡Ooooh! —exclamó Lola, cogiéndole la bolsa y pegándosela a la cara—. Me encantan los higos, especialmente cuando son dulces y suculentos.
Y, de nuevo, ambos se echaron a reír mientras Sebastian los observaba, y sus sospechas iban en aumento.
—¿A ti te gustan los higos? —le preguntó Lola, volviéndose repentinamente hacia su nieto.
Sebastian se cruzó de brazos.
—No, no me gustan —le respondió rotundamente.
—¿Los has probado alguna vez? —le preguntó el señor Jones.
Sebastian no solo no había comido nunca ningún higo, sino que no estaba siquiera seguro de haber visto jamás uno. Se encogió de hombros sin querer admitir su ignorancia.
Lola metió la mano en la bolsa, sacó un higo y lo balanceó ante los ojos de Sebastian. El niño contempló aquella fruta de extraño aspecto y, cuando su abuela le tocó la nariz con el higo, no tuvo más remedio que cogerlo. La piel de fuera era suave y firme al tacto, pero por dentro, parecía jugoso. Una agradable fragancia floral flotó hasta su nariz cuando lo apretó, pero no se sintió muy tentado a comerse una cosa que parecía un feo adorno de Navidad.
—¡Vamos, dale un mordisco! —le animó Lola, propinándole un golpecito en el hombro.
—No te preocupes, los he lavado —añadió el señor Jones.
Sebastian tragó saliva trabajosamente, pero no hizo ademán de meterse el higo en la boca.
—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó Lola, quitándoselo de las manos y deleitándose al darle un buen mordisco, dejando al descubierto la jugosa carne rosácea del interior. Un hilo de líquido almibarado le resbaló por la barbilla, y ella se deshizo de placer—. Divino —murmuró—. Prácticamente saben a fresa y son tan dulces que podría jurar que les han inyectado miel.
—Me alegro de que te gusten, Lola —aseguró el señor Jones, y, con una galante reverencia, le deseó buenas noches y se fue paseando, imprimiéndole una energía distinta a sus pasos, riéndose él solo y sacudiendo la cabeza mientras caminaba.
Lola se terminó el higo sin importarle en absoluto que aquel líquido pegajoso le goteara por la cara y las manos.
—Tienes que probar uno, Sebastian —le dijo—. Están realmente deliciosos.
—No, gracias, abuela —le respondió el niño, convencido de que nunca había visto algo más desagradable en toda su vida.
Y cuando volvió a mirar su cabello del color de la gelatina roja y sus labios brillantes por el zumo de higo, comprendió que, después de todo, había perdido a su abuela. La tristeza que sintió hizo que le dolieran los huesos y levantó la mirada lánguidamente hacia el cielo crepuscular, mientras Lola sorbía ruidosamente otro higo al tiempo que suspiraba de placer.
Cuando Terrence llegó, con sus musculosos brazos cargados con la cena, era casi de noche. Mientras le esperaban, Lola comentó que lo primero que había hecho cuando llegó a casa el domingo por la tarde fue llamar al centro de la tercera edad para informarles de que ya estaba de vuelta y de que podían seguir enviándole las cenas como de costumbre.
—He echado de menos mis cenas —dijo, casi como si volviera a ser ella, y aquello le dio esperanzas a Sebastian de que quizá no todo se había perdido.
Como estaba oscuro, Terrence no se percató inmediatamente de la diferencia en el aspecto de Lola, pero se quedó encantado al verla esperándole expectante, igual que siempre.
—¡Hoy hay pastel de carne! —anunció alegremente—. Me he asegurado de ponerle una ración extragrande especialmente para usted.
—¡Magnífico! —exclamó Lola, saliendo de entre las sombras y colocándose directamente bajo la luz del porche.
Terrence volvió a mirarla y después la observó fijamente.
—Señora Lola, ¡su pelo! —exclamó, tratando de contener la sorpresa.
Al principio, Lola no comprendió por qué Terrence parecía tan perplejo, pero después se acordó y se echó a reír.
—¡Oh, es verdad! Ahora soy pelirroja. ¿Qué te parece?
Sebastian contuvo el aliento, con la esperanza de que Terrence le dijera la verdad que el señor Jones no había sido capaz de expresar, pero el repartidor simplemente le dedicó una sonrisa educada y dijo:
—Las mujeres siempre aseguran que se sienten totalmente renovadas cuando se cambian el color del pelo.
—Pues sí, exactamente —apostilló Lola, apretándole el brazo con cariño—. Yo me siento totalmente renovada, como una mariposa.
—Fíjate —comentó Terrence, dedicándole un gesto alentador a Sebastian—, después de todo lo que ha pasado tu abuela estos últimos días, es genial oírla hablar así.
Sebastian se encogió ligeramente de hombros con indiferencia.
—Supongo que sí —murmuró.
Cuando entraron en la casa, estaba oscura, y toda la estancia había adquirido un brillo inquietante que provenía de las velas sobre la mesa. Terrence miró a su alrededor, asimilando la escena, pero no pronunció palabra mientras dejaba los envases de comida.
Lola entró en la cocina, sacó los platos del armario y corrió de vuelta a la mesa. Claramente, aquella era la parte de su vida que más había echado de menos durante su estancia en el hospital, y Sebastian se sintió molesto al darse cuenta de que no era a él a quien más había añorado. Después de todo, quizá no existía una conexión especial entre ambos.
El olor que provenía de los envases le revolvió el estómago y supo que esta vez no sería capaz de comer o simular que lo hacía, aunque dudaba de que a su abuela le siguiera importando. De hecho, estaba totalmente preparado para confesarle lo horrible que pensaba que era la comida del centro de la tercera edad, pero esperaría hasta que Terrence se marchara para no herir sus sentimientos.
El repartidor acomodó su enorme corpachón en el sofá mientras Lola se sentaba a la mesa y comenzaba a abrir las cajas una a una. A medida que iba abriendo cada envase, su mirada se iba estrechando. Sin decir palabra, cogió el tenedor y probó el pastel de carne. Después, pinchó las mustias judías verdes, que se balancearon en el aire hasta sus labios, goteando. Lo siguiente fue el puré de patatas: Lola hundió el tenedor en la pálida masa pegajosa que siempre le había parecido tan rica. A medida que probaba cada cosa, fue cayendo en la cuenta de algo desagradable, que se reflejó en que todos los pliegues de su rostro se le juntaron en una mueca. Al final, dejó el tenedor a un lado, se volvió hacia Terrence y exclamó:
—¡Esto es una mierda!
Terrence abrió los ojos como platos y se sentó erguido en el sofá.
—¿Perdone?
—Ya me has oído —le dijo Lola, apartando a un lado los envases humeantes—. Ni siquiera se lo daría a mi perro, si tuviera uno.
—Siento mucho que no le guste. Yo…, usted…, hasta ahora siempre le había gustado… —Terrence se volvió hacia Sebastian—. ¿No es cierto que a tu abuela siempre le había gustado esta comida? —le preguntó, con un aspecto algo avergonzado.
Sebastian asintió. No podía creerse que acabara de oír a su abuela decir un taco, quizá no el más horrible de todos, pero era una palabrota, al fin y al cabo.
—Sí, solía gustarte, abuela —afirmó, aunque no tenía ni la menor intención de convencerla de que ahora debía ser así.
—¿Me gustaba esto? —preguntó, haciendo una mueca.
—¿No lo recuerda? —preguntó Terrence.
Lola se recolocó el suéter y se cruzó de brazos.
—Puede que no quiera acordarme —respondió—. ¿A ti te gusta esta porquería? —le preguntó a Sebastian.
—No, en realidad, no —respondió el niño.
Entonces, se volvió hacia Terrence.
—¿Y a ti?
El repartidor se encogió de hombros.
—Para serle sincero, jamás la he probado.
—Bueno, pues hazlo —le contestó ella.
—No creo que…
—¡Pruébala! —insistió Lola, tendiéndole el pastel de carne—. Deberías probar la porquería que te hacen repartir.
Terrence se echó a reír y fue hasta la mesa, sin estar muy seguro de sí mismo, cogió un pequeño bocado de pastel de carne con el tenedor. Vaciló un instante y después se lo metió en la boca y comenzó a masticar. Hizo un esfuerzo por tragar y dejó el tenedor sobre la mesa.
—Ya entiendo lo que quiere decir —murmuró.
Lola cerró los envases uno por uno, los fue apilando y los colocó de nuevo en la bolsa de plástico blanco.
—Hay un contenedor grande ahí fuera. Puedes dejarlo en el lugar que le corresponde sin ningún tipo de reparo.
—¿Pero qué va a cenar usted, señora Lola?
Obviamente, la anciana no había pensado en ello, porque pareció desconcertada.
—Cuando termine el reparto, puedo ir al supermercado por usted, si quiere —le ofreció Terrence.
—Qué amable por tu parte —le contestó Lola—. Pero la verdad es que no tengo mucha hambre. Me he comido unos higos deliciosos justo antes de que tú vinieras y me prepararé una tostada y un vaso de leche caliente antes de ir a la cama. Y además —continuó, con los ojos centelleantes con un brillo prometedor—, mañana será otro día.
—Es cierto. Aparte, mañana hay pollo asado, uno de sus favori… —Terrence dejó la frase inacabada y murmuró—: Bueno, ya veremos qué tal va.
El repartidor se quedó un rato más. Le preguntó a Lola por su experiencia en el hospital, pero ella se mostró reacia a hablar del asunto, así que Terrence le contó que últimamente había hecho unas cuantas actuaciones con su banda, aunque no habló con la misma facilidad y franqueza que antes. Parecía como si estuviera tratando de encontrarse cómodo, pero cada vez que se fijaba en Lola y su pelo color fresa titubeaba un poco, como preguntándose si debía contarle aquellas cosas a una mujer a la que no sabía si seguía conociendo. No obstante, Lola escuchaba con tanta atención como siempre, y finalmente sus preguntas hicieron que Terrence volviera a hablarle con confianza.
Las llamas de las velas crecieron más y más, y las sombras que creaban bailotearon alrededor de ellos. Cuando las velas ya casi se habían consumido hasta la mitad, la agradable fragancia de la cera derretida inundaba la habitación y, mientras Sebastian estaba contemplando fijamente a su abuela bajo la luz titilante, ella se transformó ante sus propios ojos. Yendo y viniendo en el tiempo, vio el rostro de su madre y, a veces, el de su hermana y su tía y, cuando entrecerró los ojos, no estaba seguro, pero pensó que incluso veía la imagen de alguien a quien no había visto nunca antes, una mujer extraordinariamente sabia y hermosa.
Pero el hechizo se rompió cuando la puerta de pantalla se abrió de un golpe, y la madre de Sebastian entró en la casa. Vaciló junto a la puerta mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad y a la luz de las velas. Cuando por fin fue capaz de ver, se echó las manos a la cabeza totalmente desconcertada. Hasta hacía unos segundos estaba firmemente decidida a regañar a su hijo por su desobediencia en el colegio, pero perdió la confianza en sí misma de un plumazo, pues se olvidó por completo de lo que iba a decir. Apartó la mirada de Lola para fijarse en las resplandecientes velas que descansaban sobre la mesa. Chisporroteaban y saltaban como si la estuvieran provocando.