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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (19 page)

—¿Qué ha pasado? —le preguntó.

Sebastian le contó a su abuela todo lo que había sucedido con la señorita Ashworth y la nota, y como su padre había acusado a su madre de desaparecer.

—No entiendo por qué papá dijo eso. ¡Mamá no ha desaparecido!

Lola pensó en cómo podía explicárselo a su nieto y entonces le atrajo a su lado mientras introducía uno por uno los huesos carnosos en la olla. Cada uno de ellos caía al fondo y todos quedaban cubiertos por el líquido oscuro.

—Los jarretes de cordero todavía se encuentran ahí —le explicó—, pero están cubiertos por la salsa y ya no los vemos. Lo mismo pasa, a veces, con la gente. A lo largo de los años quedan cubiertos por la tristeza, los enfados y por tantas desilusiones que ya no logramos verlos, pero todavía están ahí. Creo que es eso a lo que se refería tu padre —le explicó Lola.

Sebastian contempló la espesa salsa marrón cociéndose a fuego lento y se preguntó qué es lo que estaría causándole tanto dolor a su madre como para estar hundiéndose. Quería preguntarle a su abuela más cosas sobre aquello y sobre qué podían hacer ellos para sacar a su madre a flote cuando Terrence asomó la cabeza por la puerta; esta vez, con las manos vacías.

—¡Eh, hola! Solo quería asegurarme de que todo iba bien por aquí.

—¡Oh, Terrence! —exclamó Lola, un poco nerviosa—. ¿Has recibido mi mensaje?

—Me han dicho que ha cancelado usted el pedido de hoy y todos los próximos pedidos, si es a eso a lo que se refiere.

—Sí, pero también les dije que, aun así, quería que tú siguieras viniendo a visitarme.

—Bueno, verá, señora Lola, no quieren que me dedique a visitar a la gente, a menos que venga a entregar un pedido, así que no me puedo quedar mucho rato —le explicó el repartidor echando un vistazo a la habitación—. ¿Qué ha pasado aquí?

—Sebastian y yo hemos estado cocinando; has llegado justo a tiempo. Serás nuestro conejillo de Indias.

Lola abandonó la cocina y rápidamente cogió a Terrence del brazo, tirando de él por entre las cajas hasta la mesa. Perplejo, se sentó en la silla que ella le ofreció y, cuando miró hacia Sebastian, no lo tranquilizó la expresión dubitativa del niño. Sebastian podía responder por el puré de patata, pero respecto a aquella carne de aspecto extraño prefería no poner la mano en el fuego.

Lola tarareaba una cancioncilla mientras servía una generosa ración de puré de patata en el centro de un plato. Encima del puré colocó uno de los huesos carnosos y vertió un cucharón de salsa sobre todo ello. La suculenta salsa había adquirido una textura tan espesa como el sirope. Lola caminó hacia la mesa con el plato humeante entre ambas manos y lo colocó delante de Terrence, que lo observó con recelo.

—No digas una palabra todavía —le indicó, entregándole un tenedor—. Pruébalo primero y luego me dices qué te parece.

Terrence reunió una generosa porción de puré y carne con el tenedor. A medida que masticaba, su expresión iba suavizándose por la sorpresa, y antes de que hubiera tragado, ya estaba llenando el tenedor de nuevo.

—Este es el mejor cordero que he comido en toda mi vida.

—¿De verdad? —preguntó Lola, arrugando encantada su delantal entre las manos—. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que lo hice que temía que se me hubiera olvidado cómo prepararlo.

—Pues está claro que no ha sido así —murmuró Terrence con la boca llena.

—Sebastian ha sido el que ha hecho el puré de patata —anunció Lola, y Terrence levantó los pulgares de ambas manos en dirección al niño.

Viéndolo comer, Sebastian se sintió tentado a probar la comida él también. Quizá no era tan espantosa como parecía. Adelantándose a los deseos de su nieto, Lola le sirvió un plato más pequeño que el que había preparado para Terrence, aunque, aun así, seguía siendo la cantidad de comida más grande que le habían puesto delante en toda su vida, y le dio la sensación de que el trozo de carne que tenía ante sus narices era casi tan ancho como su propio brazo.

Reuniendo una pizca de valor, rescató del plato un trocito minúsculo de carne y se lo metió en la boca. No estaba malo en absoluto, pero no era suficiente como para evaluarlo correctamente, así que pinchó un trozo grande, tierno y jugoso. Y entonces la intensidad de los sabores explotó en el interior de su boca al mismo tiempo. Se trataba de una mezcla embriagadora de condimentos con una reminiscencia dulce a tocino y pasas, y la firme textura sedosa de la carne resultaba suculenta más allá de todo lo que había experimentado jamás. Entremezclada con todos aquellos sabores, notó una deliciosa aspereza que le bailoteaba sobre la lengua. Igual que Terrence, no tardó ni un segundo en meterse otro trozo en la boca.

Lola se sirvió un plato para ella y cerró los ojos experimentando un obvio placer. Hacía años que no probaba su propia cocina, y era incluso mejor de lo que recordaba. Los tres se sentaron juntos a la mesa, disfrutando de la comida mientras la luz de las velas parpadeaba a su alrededor. Y Lola, con su cabello rojo intenso con las puntas hacia fuera, era la llama más brillante de todas.

Casi habían terminado de comer cuando Gloria entró en el
bungalow
y se quedó helada junto a la puerta. Al principio, dudó de haber entrado en el lugar adecuado. La escena, con tantas velas ardiendo por todas partes, la mareaba, y el olor de la comida le resultaba tan embriagador como familiar. Todo aquello hizo que sus sentidos se volvieran locos, como si la hubieran transportado a otro lugar y otra época. De repente, volvía a ser una cría en la isla y percibía el cálido abrazo de la brisa tropical y el sabor de la dulce corriente de cariño y sensación de pertenencia que siempre había experimentado estando allí. Deseaba saborearlo durante un momento más, pero no podía dejarse llevar por demasiada nostalgia cuando tenía asuntos más urgentes de los que preocuparse.

Desembarazándose de aquella percepción ilusoria, centró la vista en la escena que se estaba desarrollando ante sus ojos. Contempló alternativamente a su madre y a su hijo sin saber por dónde empezar ni cómo solucionar aquella doble traición. Apartó con el pie de su camino un par de cajas, pero se le empezó a nublar la vista y tuvo que sentarse en la silla más cercana, la que tenía brazos como gruesos pergaminos, y se agarró a ellos para tratar de recuperar el aplomo. Le dio la sensación de que aquella era la primera oportunidad que tenía en semanas, en meses, puede que en años, de sentarse. Ya no le quedaban energías para enfadarse más, para intentar poner las cosas en orden, para evitar que las paredes de su vida se derrumbaran a su alrededor.

Lola se puso en pie abandonando la mesa y fue hasta ella.

—Tu padre solía sentarse en esta silla después de un día duro.

—Lo recuerdo —murmuró Gloria.

Lola acercó su mecedora y se sentó en ella.

—He preparado fricasé de cabrito, pero no he podido encontrar ningún cabrito, así que lo he hecho con cordero.

—Huele que alimenta, tal como lo recordaba.

—Cómete un poco, nena —le dijo Lola.

Gloria negó con la cabeza y cerró los ojos firmemente. Escuchar a su madre llamarla
nena
le produjo una oleada de dulce tristeza que la embargó por completo.

—No puedo comer —murmuró.

—Pues claro que puedes —respondió Lola, comenzando a mecerse lentamente en su mecedora.

—No —respondió Gloria, con los ojos aún cerrados—. Me siento enferma, mami. Me siento enferma y lo noto en el estómago.

—Me parece a mí que lo que tú tienes es mal de amores.

Gloria abrió los ojos y levantó bruscamente la cabeza para ver qué estaba haciendo Sebastian. Su hijo seguía sentado a la mesa comiendo con Terrence.

—¿Qué es lo que te ha contado Sebastian? —preguntó, con cuidado de decirlo en voz baja para que su hijo y Terrence no pudieran oírlo.

—No tendría por qué haberme contado nada. Puedo ver el dolor en tus ojos.

Gloria se cubrió el rostro con ambas manos. Había estado aguantándose las lágrimas durante toda la noche anterior y todo el día, pero no pudo contenerlas durante más tiempo. Se sintió bien al dejarse llevar en la silla de su padre. No había pensado en él en años, pero, de repente, fue como si pudiera sentir la áspera piel de sus manos acariciándole las mejillas y oler el aroma a césped recién cortado que se le quedaba en la ropa cuando volvía a casa del trabajo. Lo que más echaba de menos era su risa y la manera que tenía de desembarazarse de lo peor de los problemas de la vida como si no fueran más que un abrigo viejo.

Gloria dejó caer la cabeza y preguntó en voz baja:

—¿Alguna vez papi te dejó por otra mujer?

—No, tu padre nunca haría una cosa así —le contestó Lola—. Además, habría sido un imbécil si me hubiera dejado. La situación con Dean es muy diferente.

Gloria levantó la cabeza para mirar a su madre.

—¿Qué quieres decir, mami?

Aún balanceándose en la mecedora, Lola le respondió:

—Dean estaría loco si se quedara contigo.

Capítulo 12

A Sebastian nunca le habían sacado más rápido de ninguna parte en toda su vida. Incluso cuando el doctor Lim hablaba sobre planear otra intervención quirúrgica, su madre lograba permanecer dentro de la consulta durante uno o dos minutos para evitar ser maleducada. Pero cuando Lola trató de explicarse, Gloria se levantó de un salto de la silla, con los brazos rígidos a ambos lados del cuerpo.

—Recoge tus libros, Sebastian —le ordenó.

—Pero si no he acabado de cenar, y está muy…

—Haz lo que te he dicho —le instó Gloria, casi incapaz de evitar que le castañetearan los dientes.

—Pero he sido yo el que ha preparado el puré de patata y…

—¡Ya me has oído, Sebastian!

—Será mejor que te vayas —murmuró Terrence, y Sebastian salió disparado a recoger su cartera.

Lola meneó la cabeza con pesadumbre.

—Nunca serás capaz de soportar que te diga la verdad, ¿no es así?

—No necesito escuchar tu versión de eso que llamas
la verdad
.

—¿Cuánto tiempo más vas a vivir con la cabeza enterrada en el suelo, nena? Más tarde o más temprano se te va a terminar el aire.

—No me hables, mami. Por favor, no vuelvas a hablarme nunca más.

—La verdad es que, por la manera en la que tratas a tu marido, cualquiera pensaría que es un perro y no un hombre, y, claramente, no el padre de tus hijos —comentó Lola en tono grave.

El rostro de Gloria se contorsionó en una mueca.

—¿De verdad esperas que vaya a escucharte ahora? —exclamó, levantando los brazos en el aire—. Mira este lugar, mírate a ti misma. ¿Cómo puede alguien tomarte en serio en estos momentos?

Sebastian nunca había visto a su madre tan nerviosa. Incluso cuando discutía con su padre estaba más tranquila, y eso al niño le produjo terror. Prefería de lejos la versión desapasionada y moderada de su madre, la mujer sensata que era capaz de idear la solución de cualquier problema y superar cualquier obstáculo sin parpadear.

Una vez que Sebastian hubo recogido su cartera, le agarró de la mano y tiró de él bruscamente hacia la puerta que estaba a su espalda.

—Voy a llamar a Mando y a Gabi inmediatamente para contarles lo que está sucediendo aquí.

—Por favor, hazlo —le respondió Lola—. Les iba a llamar yo misma. Hay suficiente comida para todo el mundo.

Gloria condujo a todo gas de camino a casa y, una o dos veces, Sebastian escuchó los frenos chirriando cuando tomaba alguna esquina. Desde el asiento trasero contemplaba las luces de las farolas y los edificios arremolinándose a la velocidad a la que iban, mucho mayor de lo habitual. Se relamió los labios en los que todavía persistía el sabor del apetitoso cordero y la sabrosa textura del puré. A pesar del disgusto de su madre y del castigo que sabía que le caería, sintió una satisfactoria calidez en el interior del estómago, que se le expandía por el torso y las extremidades en suaves espasmos, de modo que incluso los dedos de las manos y de los pies le cosquilleaban por aquel bienestar.

En el instante en el que llegaron a casa, Gloria no perdió ni un segundo. Primero llamó a su hermano Mando, aunque tuvo que hablar con varias secretarias y ayudantes antes de poder localizarlo.

—El estado de mami está empeorando —le informó—. Ha llenado la casa de velas encendidas, y hay papel y cajas por todas partes. Creo que el riesgo de que provoque un incendio es altísimo. Parece que se ha gastado una fortuna en un montón de cosas nuevas para la cocina y se ha teñido el pelo. —Hizo una breve pausa tras haberle proporcionado a su hermano aquella última información, cosa que también le permitió recuperar el aliento—. Sí, sí, me has oído bien. Y yo diría que más o menos es del color de… de…

—De la gelatina de fresa —terminó la frase Sebastian por ella.

—Exacto. Es exactamente del color de la gelatina de fresa.

A continuación llamó a su hermana Gabi y comenzó a explicarle la situación prácticamente del mismo modo que lo había hecho con su hermano, pero se detuvo en mitad de una frase.

—No te rías, Gabi. No tiene ninguna gracia. Cuando veas lo que mami se ha hecho vas a querer llorar, te lo aseguro. Y además, está ese extraño tipo negro allí todo el tiempo. Está claro que a mami le gusta, pero no tengo ni idea… —Se volvió hacia Sebastian, que estaba decidido a quedarse cerca—. ¿Quién es ese hombre, Sebastian?

—Es Terrence, del centro de la tercera edad —le respondió él—. Es el repartidor de comida, pero también toca en una banda de jazz. La abuela Lola dice que algún día llegará a ser rico y famoso.

Cuando Gloria terminó la llamada, jadeaba con fuerza y se sentía aún peor que antes. Sus hermanos no habían respondido como ella esperaba. Como de costumbre, Gabi no se había tomado el asunto lo bastante en serio y Mando estaba demasiado preocupado con su propia vida como para encargarse de ninguna otra cosa. Y para colmo, no podía quitarse de la cabeza las palabras que su madre le había dedicado aquella tarde: «Dean estaría loco si se quedara contigo». Aquello le daba ganas de coger lo primero que tuviera a mano y estrellarlo contra la pared. Pero logró recobrar la compostura y le indicó a Sebastian que tomara asiento a la mesa de la cocina.

—¿Dónde está papá? —le preguntó su hijo—. ¿No debería estar ya en casa?

Gloria se tomó un instante para ordenar sus pensamientos. Los músculos del rostro le temblaban imperceptiblemente y la hinchazón alrededor de sus ojos era más pronunciada que nunca. Inspiró profundamente de nuevo y asintió.

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