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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (16 page)

Terrence se puso en pie y se aclaró la garganta.

—Creo… creo que me voy a marchar, señora Lola —dijo, recogiendo la bolsa de plástico llena de comida para llevársela—. Volveré mañana con su cena.

Diciendo esto, le dedicó una sonrisa a Sebastian, pasó junto a Gloria y salió por la puerta mientras tarareaba en voz baja para sí mismo.

—¿Qué significa esto, mami? —preguntó Gloria en el momento en que recobró la voz.

—¿Qué significa el qué? —replicó Lola, sacudiendo con descaro la cabeza.

—Sabes exactamente a qué me refiero: las velas, el color de tu pelo…

—Me gustan las velas de verdad —sentenció Lola—. Y con respecto a mi pelo, necesitaba un cambio.

Gloria avanzó lentamente y tomó asiento en la silla que Terrence acababa de abandonar.

—¿Acaso esto es algún tipo de juego extraño? —preguntó.

Lola contempló fijamente a su hija, que le estaba dedicando una mirada temible, y se sentó aún más erguida en su asiento.

—Simplemente, he encendido unas cuantas velas y me he teñido el pelo. Eso no es ningún crimen.

—Lo prometiste.

—¿Qué prometí exactamente?

—Después del incendio acordamos que podrías quedarte aquí siempre que… —Se detuvo al ver la expresión de perplejidad de Lola—. No finjas que no te acuerdas, porque sé que sí lo haces —al ver que Lola no respondía, Gloria suspiró y se volvió a continuación hacia su hijo—. Tu profesora me ha contado lo que ha pasado hoy. ¿Por qué hiciste caso omiso a sus instrucciones?

Sebastian sabía que no se había portado bien, pero también sintió un cosquilleo de satisfacción cuando supo que, gracias a su intervención, la señorita Ashworth había llamado a su madre y no a su padre.

—Quería ver a la abuela Lola —respondió, mirando hacia su abuela—. Eso no es ningún crimen.

Gloria golpeó con fuerza la mesa con la mano, y las llamas de las velas chisporrotearon y casi se apagaron.

—No voy a permitir que te marches del colegio sin permiso. Esto no va a volver a pasar nunca más, ¿lo has entendido?

Sebastian dejó caer la cabeza y asintió casi imperceptiblemente.

—¡Mírame! —le ordenó, y él levantó la vista para mirarla a los ojos—. ¿Lo has entendido? —repitió con más firmeza.

—Sí, lo he entendido —rezongó.

Gloria suspiró y se apartó de la mesa. Después, dio la luz de la cocina, y Lola y Sebastian parpadearon para acostumbrarse a aquel agresivo y sorprendente resplandor. Entonces, la propia Gloria se encargó de apagar las velas una por una, y los tres contemplaron como surgía una voluta de humo gris de sus mechas, inundando la habitación con una agradable fragancia.

—Venga, vámonos, recoge tu cartera —le ordenó Gloria a su hijo—. Tenemos que llegar a casa para que hagas tus deberes, y quiero que los termines antes de cenar. Y después vas a escribirle una carta de disculpa de una página entera a la señorita Ashworth antes de irte a la cama.

Lola se inclinó hacia delante y murmuró audiblemente:

—En realidad, unas disculpas demasiado largas pueden llegar a ser un aburrimiento total. Procura ser breve.

—Esto no tiene absolutamente nada que ver contigo, mami —le espetó Gloria.

Lola se encogió de hombros y se dirigió a Sebastian de nuevo, con un brillo prometedor en los ojos.

—Mañana cuando vengas, tendré una sorpresa…

—Mañana, Sebastian se quedará en la clase de actividades extraescolares, como se suponía que tenía que hacer hoy —sentenció Gloria—. Y si sabe lo que le conviene, no volverá a cometer el mismo error por segunda vez.

Sebastian recogió su cartera y se encaminó hacia la puerta detrás de su madre. Se moría por saber qué sorpresa estaba planeando Lola, pero sabía que si le preguntaba por ello, su madre se enfadaría aún más. No obstante, antes de salir, se volvió para mirar a su abuela sentada a la mesa de la cocina observándolos y, cuando sus ojos se encontraron, Lola volvió a dedicarle un guiño. Esta vez, sin embargo, a Sebastian le resultó la cosa más natural del mundo que su abuela podía hacer en ese momento.

Capítulo 10

Cuando llegaron a casa, Sebastian se fue directamente a su habitación para empezar con los deberes. Su madre había ido conduciendo absorta durante todo el camino, pero el niño sabía que no era porque estuviera enfadada con él, sino porque se sentía preocupada por el extraño comportamiento de Lola y su aspecto aún más extraño. Cuando su padre llegó a casa del trabajo, Sebastian, desde su habitación, logró oír la mayor parte de la conversación que sus padres mantuvieron abajo en la cocina.

—No sé cómo interpretarlo —comentó Gloria—. No la he reconocido, y no es solo por su pelo, es… es por todo. Las palabras que salen por su boca, la expresión de su cara e incluso su manera de moverse son diferentes.

—¿Has llamado a su médico? —le preguntó Dean.

—Es lo primero que pienso hacer mañana por la mañana, y también voy a llamar a Mando y a Gabi. Cuando Mando se entere de esto, va a querer meter a mami en una residencia inmediatamente.

—Supongo que sí. ¿Y qué ha pasado con Sebastian? ¿Has dicho que su profesora te ha avisado? ¿Cómo se llamaba…?

Sebastian aguzó el oído cuando escuchó su nombre y salió a hurtadillas de su habitación hasta el descansillo para poder escucharlos con más claridad.

—Es la señorita Ashworth —respondió Gloria—. Y me ha llamado al trabajo esta tarde para decirme que Sebastian se había marchado de la clase justo después de que ella le pidiera explícitamente que la esperara.

—Qué extraño…

—Lo he mandado a su habitación en cuanto hemos llegado a casa, y se supone que está haciendo los deberes y escribiendo una carta de disculpa a su profesora. Debería ir a ver cómo va.

Sebastian salió pitando hacia su habitación y cerró la puerta. Tiró la cartera sobre la cama y empezó a buscar las hojas de deberes que la señorita Ashworth le había dado, pero no estaban donde él recordaba que las había puesto. Vació el contenido de la cartera para que, por lo menos, diera la sensación de que estaba haciendo un esfuerzo sincero por encontrarlos, pero cuando su madre entró en la habitación instantes después, se decepcionó al ver que ni siquiera había empezado.

—¿Qué estás haciendo, hombrecito?

—Estoy buscando mis deberes, pero no los encuentro —le respondió, y revolvió entre las cosas aún con más energía.

—Mira —dijo su madre, ayudándole a buscar—. Aquí hay un bolsillo en el que todavía no has buscado.

Antes de que Sebastian pudiera decir nada, ella abrió la cremallera del bolsillo delantero de la cartera y dejó caer su contenido. Lápices y gomas de borrar, palos de polo antiguos, recibos de la cafetería y trozos de papel arrugado cayeron sobre la cama y, encima de todo ello, la tarjeta de visita de Dean. Su madre no tardó más que un instante en reconocer la letra de su marido, cogió la tarjeta y le dio la vuelta. Mientras tanto, Sebastian no se atrevió a parpadear y vio que se hacía más profunda la arruga que cruzaba transversalmente la frente de su madre. Los peores temores del niño residían en aquella grieta oscura y cavernosa entre los ojos de su madre y, cuando los levantó para mirarle, sintió que se le comprimía el pecho.

—Sebastian —dijo con frialdad—, ¿de dónde has sacado esto?

El niño tragó saliva con dificultad.

—Es la tarjeta de visita de papá.

—Ya sé lo que es —respondió ella, y su voz sonaba tranquila y suave como la seda—, lo que quiero es saber dónde la has encontrado.

Sebastian contempló el inquisitivo rostro de su madre, y un temor angustioso comenzó a presionarle la garganta, casi ahogándole. De ninguna manera podía decirle de dónde la había sacado. Si se lo decía, tendría que contarle todo lo que sabía sobre cómo brillaban intensamente los ojos de su padre cuando miraba a la señorita Ashworth, que aquellas extrañas sonrisas distantes, esas miradas que se dedicaban y esas vibrantes palabras que se intercambiaban estaban cargadas de un significado y un deseo misteriosos que él no lograba descifrar, pero que sabía que no estaban bien porque le hacían sentir fatal.

—Háblame, Sebastian —le insistió Gloria—. No estoy enfadada contigo, lo único que quiero es saber dónde has encontrado la tarjeta de visita de tu padre.

En aquel momento, Dean apareció en el umbral de la puerta.

—¿Hay algún problema? —preguntó, con sus ojos azules tan alegres como siempre.

En respuesta a su pregunta, Gloria levantó la tarjeta delante de él. Dean se la quitó de las manos y palideció cuando le dio la vuelta.

—Le estoy preguntando a Sebastian dónde la ha encontrado, pero parece habérsele olvidado —le informó con una nota de sarcasmo en su voz.

Dean adoptó un aire compungido.

—Creo que deberíamos hablar en otra habitación —masculló.

—¿Por qué? —le preguntó Gloria—. Esta tarjeta se encontraba en la cartera de Sebastian, y quiero saber de dónde la ha sacado. Por el amor hermoso, Dean —exclamó, respirando con dificultad esta vez—, ¿en qué demonios te has metido?

—¡En nada! —respondió él negando con la cabeza enérgicamente—. De verdad, yo… —Se volvió hacia Sebastian, con la mirada cargada de una profunda aprensión. Detestaba hacer pasar a su hijo por algo así, pero en aquel momento no se le ocurría otra manera de salir del asunto—. Dile a tu madre dónde la has encontrado, Sebastian.

El niño negó con la cabeza. Notó que le faltaba el aire y que le resultaba difícil hablar.

—Se lo puedes decir, hijo —le insistió su padre con delicadeza—. Todo irá bien.

Sebastian se apretó el corazón y pudo notarlo latiendo con fuerza contra la palma de su mano. Esperó unos segundos hasta que el ritmo se atenuara.

—La encontré en el escritorio de la señorita Ashworth.

—¿De tu profesora? —preguntó Gloria—. ¿Y qué estabas haciendo tú trasteando en el escritorio de tu profesora?

Sebastian miró a Dean, que le dedicó un gesto de asentimiento para que continuara, pero el niño sabía, por la expresión de sus ojos, que su padre ya se encontraba a un millón de kilómetros de distancia, resignado ante la catástrofe que se le venía encima.

—Vi que papá le daba la tarjeta esta mañana cuando me dejó en el colegio, pero no quería que ella la tuviera, así que se la quité cuando tuvo que ir al despacho del director. Lo siento, sé que no debería haberla robado.

El rostro de Gloria se puso en tensión, a medida que meditaba las palabras que su hijo acababa de pronunciar. Pero independientemente de cómo las separara y las volviera a reunir, su significado no cambiaba en ningún caso.

En ese momento, Dean sugirió que continuaran la conversación en otro lugar, y ella aceptó y le siguió por el pasillo hasta el dormitorio de ambos. Pero incluso con la puerta cerrada, Sebastian podía oír sus voces apagadas a través de la fina pared que separaba su cuarto del de sus padres. Había escuchado muchas de sus peleas a lo largo de los años. Normalmente, discutían por dinero y por proyectos que era necesario emprender en la casa, y otros asuntos domésticos y familiares que él no siempre comprendía. Esta vez suponía que sería aún peor y estaba en lo cierto.

—Ha sido una idiotez por mi parte —dijo Dean, en un tono casi suplicante—. No sé qué se me pasó por la cabeza. Yo… yo… supongo que me sentí bien porque una mujer volviera a sonreírme de nuevo, no pensé…

—¿De verdad esperas que me crea lo que vayas a decirme?

—Es la verdad. Te juro que nunca he hecho algo así antes.

Gloria soltó una amarga carcajada.

—¡Y resulta que la primera vez que lo intentas te pilla tu propio hijo! ¡Menuda coincidencia!, ¿no?

—Ya sé que es difícil de creer…

—Solo un imbécil se lo tragaría.

—Gloria, tienes que escucharme…

—No, no tengo por qué hacerlo.

—Pero solamente si tú…

—¿No me has oído? —le gritó Gloria.

—Sí, ¡claro que te he oído! —le gritó Dean aún más fuerte—. Yo siempre te escucho, pero tú no has escuchado ni una palabra de lo que yo he dicho durante los últimos diez años. Y además, soy invisible para ti. Todos y todo somos invisibles para ti. Todo excepto Sebastian, él es lo único por lo que te preocupas.

—Está enfermo y yo soy su madre —respondió Gloria más suavemente—. ¿Qué esperabas?

—Pues está claro que no esperaba que vivieras como si Sebastian y tú fuerais las dos únicas personas sobre la faz de la Tierra. Por si acaso se te ha olvidado, también tienes un marido y una hija.

Hubo una larga pausa, tras la cual Gloria habló en un tono cargado de sarcasmo:

—Supongo que es todo culpa mía y que tendría que estar pidiéndote disculpas. Bueno, pues deja que te suplique que me perdones. Perdóname por obligarte a ligar con la profesora de tu hijo en la primera oportunidad que has tenido. No tendría que haberte dejado llevarle al colegio. Debería haber sabido que mi absurda devoción por nuestro niño enfermo te incitaría a hacer algo así. ¿Tendrás corazón para perdonarme alguna vez, Dean? Por favor, di que lo harás o no creo que pueda vivir con ello.

Tras varios segundos en silencio, Dean dijo:

—Hace tiempo que comprendí que la mujer de la que me enamoré ya no existe. Desapareció después de que Sebastian naciera…

Sebastian se apartó de la pared hacia su cama y se tumbó entre todas las cosas que aún seguían desparramadas a su alrededor. Se puso la almohada sobre la cabeza para no tener que escuchar nada más y sintió una pesadez en el corazón mucho peor que la debilidad palpitante a la que tan acostumbrado estaba. Sin embargo, independientemente de lo fuerte que se apretara la almohada contra los oídos, no podía quitarse de encima la sensación de haberse dado cuenta de que sus padres, su familia y todas las demás personas a las que conocía estarían muchísimo mejor si él no hubiera nacido.

Jennifer llegó a casa de su entrenamiento con las animadoras un par de horas más tarde. Como no encontró a nadie en la cocina, subió las escaleras y fue directamente a la habitación de Sebastian. Su hermano estaba ocupado trabajando en los deberes extraviados, que al final había encontrado metidos dentro del libro de matemáticas, y estaba decidido a empezar la carta de disculpa a continuación. Confiaba en que las cosas mejorarían si sus padres le veían trabajando duro, aunque no había oído ni un ruido desde hacía bastante rato.

Jennifer se dejó caer sobre la cama de Sebastian.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó—. Mamá se ha encerrado en su habitación y el coche de papá no está. No me digas que se han vuelto a pelear —dijo, poniendo los ojos en blanco—. La última vez que tuvieron una pelea estuvimos una semana entera comiendo únicamente sándwiches de mantequilla de cacahuete.

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