—¡Ya está bien, calmaos! —les ordenó la señorita Ashworth en un tono que dejó entrever que a ella era a la que más gracia le estaba haciendo de todos—. Sebastian, ¿te gustaría contestar?
Sabía que se suponía que solamente debía decir «gracias», pero pensó que los comentarios de Kelly merecían mucho más que eso.
—Kelly Taylor —dijo, deleitándose al decir el nombre—. Eres la niña más simpática y más guapa del mundo entero.
Asombrados por la atrevida declaración de Sebastian, todos se sumieron en un momentáneo silencio, tras el cual fue tal el estallido de silbidos, maullidos, carcajadas y risas que la señorita Ashworth tuvo grandes dificultades para hacerlos callar. Sebastian sintió que la energía de la clase lo extenuaría y, a pesar del bochorno, disfrutó del momento, y parte de su ser no quería que acabara nunca. A continuación, la señorita Ashworth le entregó a Sebastian el vale de descuento, y el niño regresó a su pupitre con la impresión de que no era la misma persona que se había puesto en pie un momento antes. Una trémula presencia de ánimo que no había sentido nunca anteriormente lo estaba embargando y, cuando inspiró profundamente, aquella sensación palpitó en su interior con un renovado vigor.
Cogió el lápiz, pues había comenzado la siguiente clase, y se volvió hacia su izquierda. Kelly Taylor lo estaba observando directamente, sonrojada por la vergüenza también, pero con tal sonrisa en la cara que Sebastian no pudo evitar devolvérsela cuando la vio, y no le importó que los demás se fueran a meter con él.
Sebastian se sentía encantado de que todas las tardes durante las cuatro semanas siguientes, él sería la primera persona que tendría permiso para marcharse al final de la jornada. Aquel privilegio le habría sido mucho más útil cuando la situación con Keith era tan difícil, pero, aun así, se sintió agradecido cuando la señorita Ashworth le comunicó que podía irse. Cogió la cartera y salió medio bailando del aula con su vale de descuento bien guardado en el bolsillo delantero de la camisa. Hubiera estado bien llevar a Kelly Taylor a McDonald’s, pero se le ocurrió que era mejor ir a ver si a la abuela Lola le apetecía cocinar ese día. Si no, la llevaría a ella, aunque no tenía ni la menor idea de si le gustaban las hamburguesas.
A medio camino hacia casa de su abuela se detuvo para cambiarse la cartera de hombro, cuando alguien surgió repentinamente de entre los arbustos y casi lo hizo caer al suelo. Entonces sintió una tremenda fuerza que le arrancaba la cartera del hombro.
—¡Dame eso! —gruñó Keith. Sebastian contempló con horror como el matón arrojaba todo el contenido de su cartera al suelo, lanzando sus cosas a un lado y otro—. ¿Dónde está? —preguntó, levantando la mirada, moviendo de acá para allá los ojos desorbitados.
Esta vez no venía acompañado de ninguno de sus amigos. Estaban solos.
—¿Dónde está el qué?
—El vale de descuento —le respondió Keith, levantando la mano en el aire y chasqueando los dedos impaciente—. Dámelo.
Sebastian inspiró profundamente e irguió los hombros.
—No es tuyo —le respondió.
—Me importa una mierda —le espetó Keith, dando un paso hacia él—. Será mejor que me lo des, niño mono.
—Ya no soy un niño mono —le contestó Sebastian.
—¿Por qué? ¿Por qué has ganado ese estúpido premio? —Una sonrisa siniestra apareció en el rostro de Keith—. Lo has ganado porque la señorita Ashworth te tiene pena. Sabe que dentro de nada te vas a morir.
Se acercó tanto a él que Sebastian percibió su olor corporal, un rancio efluvio pestilente que lo hizo marearse. Entonces, el matón lo agarró por el cuello de la camisa con una mano y le metió la otra en el bolsillo delantero y agarró el vale. Cuando Sebastian lo vio con él en la mano, notó que le crecía la ira en su interior y se lanzó sobre Keith, casi derribándolo, pero Keith no perdió el equilibrio más que un segundo. Fácilmente contuvo a Sebastian, se inclinó hacia atrás y le asestó un fuerte puñetazo en el rostro. Tras recibir aquel potente golpe, Sebastian se tambaleó como un borracho sobre la acera, pisoteando todos los lápices y gomas que se hallaban desperdigados por el suelo.
Se le nublaron momentáneamente los sentidos, y no vio que el apretado puño de Keith volvía a separarse de él, preparado para propinarle un segundo golpe aún más fuerte. El matón lo mantuvo en alto, esperando el mejor momento para atacar mientras contemplaba a Sebastian jadeando y moviendo los brazos como aspas en un esfuerzo por recuperar el equilibrio. Tenía un aspecto tan patético que Keith no se decidió a golpearlo de nuevo, por lo que aflojó el puño y bajó el brazo.
Sebastian se recuperó justo a tiempo de ver a Keith corriendo calle abajo, con sus musculosas piernas como pistones mientras giraba a la derecha en el semáforo hacia el McDonald’s que se encontraba a unas manzanas de distancia. Sebastian se limpió la cara en la camisa. Se le manchó de sangre y notó la cabeza hinchada como un melón, pero recogió sus cosas lo mejor que pudo y continuó su camino hacia casa de su abuela. Cuando llegó a Bungalow Haven, se dio cuenta de que todavía llevaba puesto el medallón de alumno del mes y fue directamente a la parte trasera de la urbanización, se lo quitó del cuello y lo tiró a la basura.
Sebastian se quedó atónito por la fuerza bruta que su abuela demostró mientras lo arrastraba de la muñeca calle abajo hacia el McDonald’s. Y, durante todo el camino, el niño le fue rogando que se detuviera y pensara en lo que estaba haciendo. Lola se estaba embarcando en una peligrosa situación. Era una auténtica locura intentar plantarle cara a Keith, que probablemente se trataba de una de las personas más malvadas de todo el planeta.
—Si te crees que tengo miedo de ese mierdecilla —le dijo Lola— es que no me conoces bien. Soy una jíbara, no lo olvides, y sé cómo arreglar estas cosas.
—¡Por favor, abuela! Me da igual el vale de descuento. Las hamburguesas ni siquiera me gustan demasiado.
Sin embargo, Lola no frenó, en todo caso, apretó el paso.
—Nadie le pega a mi nieto y se va de rositas.
Sebastian no pudo hacer nada aparte de trotar junto a ella, convencido de que aquel magnífico día acabaría por convertirse en la peor desgracia que había vivido hasta entonces.
Cuando entraron en la hamburguesería, se encontraron una larga cola de gente frente al mostrador. La mayoría eran niños que acababan de salir del colegio, pero también había algunos adultos. Varias personas se volvieron a mirar el rostro ensangrentado de Sebastian y a la extraña anciana de cabello rojizo que lo sostenía firmemente por la muñeca.
—¿Cuál de ellos es? —le preguntó Lola.
Sebastian localizó a Keith nada más entrar. Se encontraba cerca del mostrador, detrás de la persona que estaba pidiendo en ese momento. Por suerte, se hallaba tan ocupado estudiando el menú que no se había percatado de su presencia.
—No está aquí —le respondió Sebastian—. Seguro que ha pedido la comida para llevar.
—Me estás mintiendo —le espetó Lola—. Voy a decir su nombre en alto y voy a montar una escena aún peor.
—No, por favor, abuela, es el que está pidiendo ahora.
—¿El niño de las pecas?
Sebastian asintió mientras se le caía el alma a los pies. Solo entonces, Lola le soltó la muñeca. Se dirigió directamente al principio de la cola, como si fuera la dueña del establecimiento.
—¿Tú eres Keith? —le dijo, dándole un ligero codazo en el hombro.
—Sí —respondió él, reaccionando lentamente al ver quién le estaba hablando.
—Devuélvele a mi nieto lo que le has robado.
Keith puso una mueca y le hizo un gesto de desdén con la mano.
—No sé de qué me está hablando, señora.
El joven tras el mostrador interrumpió:
—¿Vas a pedir algo o qué? Tienes a la gente esperando.
—Sí, deme una hamburguesa y un…
—No, él no va a pedir nada —le cortó Lola—. El vale de descuento con el que pretende pagar se lo ha robado a mi nieto y le ha dado una paliza. Y ahora mismo se lo va a devolver.
Keith giró la cabeza y soltó:
—Está usted como una puta cabra si piensa que…
Pero antes de que pudiera terminar la frase, Lola torció la muñeca y le golpeó con fuerza en la boca.
—¡No te atrevas a utilizar ese lenguaje conmigo! —le espetó.
—¡Muy bien hecho, señora! —comentó un hombre al final de la cola.
Keith se quedó conmocionado, tocándose los labios con la punta de los dedos para ver si le había hecho sangre. Lola contempló primero las manos de Keith y después su rostro, y se le dulcificó la expresión durante un instante, pero rápidamente retomó su actitud dura como una piedra y se volvió hacia el empleado de la hamburguesería y le dijo:
—Llame a la policía. Quiero denunciar un robo.
Ante aquello, Keith le tiró el vale, que aterrizó en el suelo.
—Olvídelo. No merece la pena ni de coña —soltó, y se apartó rápidamente de Lola, con los ojos dilatados por el temor cuando se dio cuenta de que había dicho otro taco y tal vez se habría ganado otra bofetada. Salió corriendo del establecimiento sin echar la vista atrás.
El hombre que estaba esperando en la cola recogió el vale del suelo y se lo entregó a Sebastian, que se encontraba a varios metros deseando que se lo tragara la tierra.
—Esto debe de ser tuyo —le dijo el hombre, e insistió en que él y Lola se pusieran delante de él en la cola.
Nadie se atrevió a protestar.
Decidieron comerse allí mismo las hamburguesas, y Lola comentó que no se había dado cuenta antes de lo ricas que estaban y agradeció a Sebastian que la hubiera invitado.
—De nada —farfulló él, sin acordarse de que realmente lo hubiera hecho.
Lola apoyó su hamburguesa sobre la mesa.
—Tienes que comprender que no podía permitir que ese niño te robara. Tenía que ponerle en su sitio.
—No, abuela, eres tú la que no lo entiende. Las cosas me estaban yendo mejor en el colegio y ahora todo el mundo se va a enterar de que mi abuela ha tenido que defenderme y va a ser aún peor que antes.
—Nadie se va a enterar —le aseguró Lola, picoteando sus patatas.
—Keith se lo contará. Le dirá a todo el mundo qué clase de cobarde soy.
—En primer lugar —repuso Lola, señalando a la cara a su nieto con una patata frita—, tú no eres ningún cobarde. Y en segundo lugar, ¿de verdad piensas que Keith le va a contar a todo el mundo cómo ha logrado mangonearle una vieja?
Sebastian reflexionó sobre aquello y sonrió a pesar del disgusto.
—Pero ¿sabes una cosa? —le dijo Lola—. Ese chico me recuerda a alguien. ¿Alguna vez te he contado algo sobre ese al que llamábamos el niño mono?
Sebastian casi se atragantó con una patata frita cuando escuchó aquello.
—¿Por… por qué lo llamabais así? —preguntó.
—Porque vivía en las montañas, como un mono salvaje —respondió Lola—. Se decía que su madre era humana y su padre un mono, y que él no era ni lo uno ni lo otro. Pensábamos que si nos tocaba, nosotros también nos convertiríamos en medio monos. Oh, todo el asunto era muy entretenido. Durante el día jugábamos a juegos de pillar al niño mono corriendo por la selva y escondiéndonos detrás de los árboles. Y por la noche, cuando nos habían mandado a la cama y únicamente escuchábamos el parloteo de los coquíes en el exterior, nos contábamos historias sobre él, sobre cómo se colgaba de las ramas como Tarzán en busca de alguna pobre y desvalida muchacha a la que estuviera planeando convertir en niña mona para que le hiciera compañía.
»De tanto en tanto, el niño mono salía sigilosamente, abandonando la protección de la selva, y recorría a hurtadillas las aldeas para robar comida. Yo solamente lo vi una vez de cerca, cuando se coló por la ventana de nuestra cocina para robarnos unas empanadas de carne de cerdo recién hechas. Sin darme cuenta de que era él, lo agarré de la mano y él dejó caer la comida y huyó tan rápido como los monos patas en honor de los que recibía su mote. Pero lo único que vi en su cara aquel día fue hambre y una soledad profundamente dolorosa que nunca olvidaré mientras viva.
—¿Y qué le pasó a… al niño mono después de eso? —le preguntó Sebastian.
—Varios meses después lo encontraron muerto a la orilla del río —respondió Lola con tristeza—. Una crecida repentina lo había pillado desprevenido y la gente comentó que no era ninguna sorpresa, porque todo el mundo sabe que los monos no saben nadar. Finalmente, nos enteramos de la verdad sobre aquel niño misterioso. Se llamaba Javier y se había escapado de casa porque su padrastro le pegaba terribles palizas y había amenazado con matarlo si se le ocurría quejarse. No me sorprendió enterarme de aquello porque su inquietante mirada me lo dijo todo. —Lola suspiró profundamente—. Y eso es exactamente lo que he visto hace un rato en los ojos de ese niño, Keith. De hecho, durante un instante, podría haber jurado que estaba de vuelta en mi antigua cocina contemplando al niño mono huir hacia la selva. —Lola volvió a suspirar—. Siempre he lamentado que no se llevara aquellas empanadas con él y siempre me he imaginado el festín que le hubiera preparado si hubiera tenido otra oportunidad.
Sebastian trató de pensar en Keith como un hambriento y solitario marginado social, pero lo único que él había experimentado en sus propias carnes eran la ira y la crueldad de aquel chaval. No, no veía ningún vínculo entre aquella historia y el presente. Era una anécdota, una increíble coincidencia, y nada más.
—A veces, Keith me llama niño mono —rezongó Sebastian.
Lola abrió los ojos como platos por la sorpresa, pero entonces adoptó una expresión perspicaz, prácticamente como si se lo hubiera estado esperando.
—¿Y por qué te llama así?
—Para burlarse de mí —respondió Sebastian, y se sintió tan amargado que no pudo añadir nada más. Odiaba a Keith con toda su alma y todo su corazón.
Lola se quedó pensativa mientras terminaba sus patatas fritas y entonces le dijo:
—Dile a Keith que quiero verlo de nuevo. Invítalo a comer.
Sebastian no podía creer lo que estaba oyendo. Independientemente de lo increíble que fuera la historia del niño mono, no justificaba lo que su abuela le estaba pidiendo que hiciera.
—¿Estás loca, abuela? Después de lo que acaba de pasar, estoy seguro de que Keith preferiría tirarse por un barranco antes que ir a tu casa.
—Ya veremos —repuso ella.
—No, no lo vamos a ver porque no voy a invitarlo —le respondió Sebastian con una beligerancia que no era típica de él.