Aunque era cierto que a Sebastian le gustaba mucho el nuevo Keith, a veces sentía el monstruo de ojos verdes pisándole los talones, pero esta vez de verdad. ¿Por qué su sufrimiento no le valía para tener la misma categoría de Keith? Sebastian había odiado al antiguo Keith, pero ahora sentía una mezcla de cariño y resentimiento por el nuevo y realmente no sabía cuál de ambas emociones era peor.
Cuando llegó el día de anunciar quién sería el siguiente alumno del mes, nadie se sorprendió cuando la señorita Ashworth le pidió a Keith que se pusiera al frente de la clase. Todos los alumnos golpearon sus pupitres y saltaron y vocearon su aprobación como ningún otro mes por aquel nombramiento. Y allí de pie, con el medallón colgado del pecho, Keith parecía el rey del mundo. Y, a la hora de alabarlo, pareció que todos los alumnos de la clase levantaron la mano a la vez. Uno por uno fueron diciéndole lo maravilloso, lo buen deportista, lo fuerte y animoso que era. Le dijeron que era guapo, inteligente y el más divertido de todos. Y cuando le tocó el turno a Kelly Taylor, sus ojos brillaron cuando le dijo que sabía que llegaría a ser famoso algún día, una estrella de cine o incluso presidente. Un silencio cayó sobre el aula, y todos asimilaron las proféticas palabras de su compañera. Incluso la señorita Ashworth hizo una pausa mientras contemplaba maravillada a Keith.
La única persona que no apreció el cambio positivo de Keith fue Sean. Echaba muchísimo de menos sus turbias desventuras del pasado y solía tratar de atraer a Keith para que adoptara sus antiguos hábitos. Keith era capaz de resistirse a él la mayor parte de las veces, pero, de vez en cuando, todavía lo tentaba a empujar a algún desprevenido dentro del cuarto de baño de las chicas, y si en la cafetería había hamburguesas o perritos calientes de comida, Keith siempre terminaba zampándose doble ración, mientras que algún pobre diablo se quedaba sin comida.
Una tarde que Sebastian iba caminando por el patio del colegio, Sean lo alcanzó, lo agarró bruscamente por el cuello de la camisa y le ordenó una vez más que bailara como un mono. Le pegó un grito a Keith, que iba andando en dirección opuesta.
—¡Eh! Hace tiempo que no veo bailar al niño mono. Vamos a ver si se acuerda de cómo se mueven los monos.
Como de costumbre, el interés de Keith animó a muchos otros a acercarse, incluida Kelly Taylor, y un grupo bastante grande avanzó hacia ellos. Sebastian dejó caer su cartera, más incrédulo que asustado. Después de todo lo que había sucedido, ¿cómo era posible que se estuviera enfrentando a aquella desagradable humillación de nuevo? En esta ocasión se prometió que se enfrentaría a todos ellos y, a medida que Keith se aproximaba, Sebastian cerró los puños y apretó los dientes. Ni siquiera ver a Kelly Taylor lo disuadió. Esta vez lucharía a muerte si era necesario.
Keith fue directamente hasta Sean.
—¡Suéltalo! —siseó furioso, y le dio un fuerte empujón en el hombro.
Sean liberó el cuello de Sebastian inmediatamente y se cayó hacia atrás.
—¿Qué mosca te ha picado? —le preguntó—. ¡Es solo el niño mono!
—No vuelvas a ponerle la mano encima —le advirtió Keith—, porque si lo haces… —se interrumpió y entonces le dijo suavemente, en voz baja, en un tono cargado de furia—, si lo haces, tendré que matarte.
Sean contempló incrédulo a su antiguo amigo. No había duda de la ira que ardía en los ojos de Keith, pero Sean no era de los que se desanimaban fácilmente, sobre todo cuando había tantos niños mirando. Le dedicó una mirada feroz a Keith y se volvió hacia Sebastian con la intención de agarrarlo del cuello de nuevo, pero antes de que pudiera ponerle la mano encima, Keith ya se había echado sobre él y rápidamente dominó a Sean. Lo tiró al suelo boca abajo, retorciéndole firmemente el brazo en la espalda, de modo que era totalmente imposible que Sean se levantara. Siempre que trataba de moverse, Keith le retorcía un poco más el brazo sobre la espalda, lo que provocaba que Sean gimiera.
Apoyando la rodilla con firmeza sobre la espalda de Sean, Keith levantó la vista hacia Sebastian y le preguntó:
—¿Qué hago con él?
Sebastian sacudió la cabeza, perplejo y asombrado por lo que acababa de suceder.
—¿Debería matarlo? —le preguntó Keith—. Porque si tú quieres, le romperé el cuello aquí mismo.
Sean gimió y se revolvió bajo el peso de Keith.
Sebastian se estremeció solo de pensarlo y, sin saber qué decir, miró fijamente a Keith a los ojos.
—No estás seguro, ¿verdad? —le dijo Keith con un gesto que quería decir: «Sígueme la corriente»—. Seguro que prefieres pensarlo un poco más. Está bien, tengo todo el tiempo del mundo.
Y entonces, Sebastian comprendió que Keith no pretendía hacerle daño a Sean, solo quería asustarlo, pero, sobre todo, deseaba darle a Sebastian la oportunidad de sentirse poderoso. De repente, un subidón de adrenalina, emocionante y tentador, le corrió por las venas. Sin embargo, inmediatamente después, sintió la responsabilidad que recaía sobre sus hombros. Ante la tesitura de poder causar un gran daño, supo que deseaba hacer lo correcto, aunque el modo en el que lo hiciera marcaría totalmente la diferencia.
Sebastian sobreactuó sacudiéndose el polvo de encima y alisándose la camisa, cosa que hizo que los niños que había alrededor soltaran una risita, y Kelly Taylor fue la que más se rio de todos.
—Déjame pensar… —vaciló—. Nunca he visto cómo le rompen el cuello a alguien y podría ser interesante… —Recogió la cartera del suelo y se tomó su tiempo para colgársela del hombro—. Pero seguro que es mucho jaleo y no me gusta la sangre. Por esta vez deberías dejar que se fuera.
—¿Estás seguro? —le preguntó Keith con un tono de voz extraordinariamente decepcionado.
—Bueno…, déjame ver… —dijo Sebastian, como si se lo estuviera pensando—. Sí, estoy seguro.
—Bueno, vale, haremos lo que tú quieras —le respondió Keith, y soltó a Sean, que inmediatamente se puso en pie de un salto con la cara colorada y los puños apretados mientras contemplaba con odio a Keith y a Sebastian.
Cuando ya empezaba a retirarse, Keith le preguntó:
—¿No se te olvida algo?
Sean lo miró fijamente, estupefacto.
—No le has dado las gracias a Sebastian por salvarte la vida y eso no está bien —le recordó Keith.
—¡No está bien! —repitieron los demás niños.
Sean apretó la mandíbula con fuerza y no pareció que fuera a hacer lo que Keith le había indicado, cuando de repente gritó:
—¡Gracias por salvarme la vida…, niño mono!
Y, a continuación, se volvió y salió corriendo lo más rápido que pudo.
Como respuesta, Sebastian se puso las manos sobre la boca y le gritó con todas sus fuerzas:
—¡De nada!
La popularidad del balompié atado no había disminuido y la mayoría de los niños practicaba este nuevo juego tanto como el fútbol. Debido a ello, Sebastian pasaba la mayor parte del recreo contemplando a los demás jugar, sentado en el banco bajo el sauce. Tal y como él mismo había predicho, varios de los demás alumnos, entre ellos Sean y Kelly Taylor, habían mejorado muchísimo con la práctica y, aunque Sebastian seguía siendo uno de los mejores jugadores, ya no era el mejor de todos con diferencia. No obstante, como creador del juego, todavía era el experto incuestionable en asuntos técnicos, y cuando en ocasiones surgían disputas, sus compañeros lo buscaban a él para que hiciera de árbitro, un papel que desempeñaba bastante bien.
A veces, cuando Sebastian se sentaba en su banco bajo el sauce, Kelly Taylor se unía a él y charlaban sobre muchas cosas. Aquella era su mejor parte del día, en competencia directa con los ratos que pasaba con su abuela en Bungalow Haven. Después de un tiempo, se enteró de que a Kelly Taylor no solo se le daba bien el deporte, sino que también era inteligente y tenía sensibilidad para el arte. Coleccionaba piedras en forma de corazón y las guardaba en una caja bajo su cama. Le gustaba pintarlas de diferentes colores y le prometió a Sebastian que llevaría algunas al colegio para que él mismo pudiera ver lo bonitas que eran.
Sebastian le habló a Kelly de su abuela y de lo mucho que disfrutaban cocinando juntos, y le prometió que, algún día, cocinaría algo para ella. Tras charlar amigablemente con él durante unos minutos, Kelly dejaba a Sebastian bajo el sauce para ir a jugar al balompié atado o al fútbol, y él la seguía con la mirada allá donde fuera.
Ahora que Sebastian había pasado a ser un miembro respetado y relativamente admirado de su clase, a veces se quedaba un rato en el colegio al acabar el día. No podía participar en los juegos que se organizaban espontáneamente como el balón prisionero, el escondite o el pilla-pilla, pero solía animar entusiasmado. Además, cabía la posibilidad de que consiguiera pasar unos minutos más con Kelly Taylor y, en más de una ocasión, la niña lo había acompañado hasta el final de la calle, donde él giraba a la izquierda para ir a casa de su abuela, y ella seguía recto hacia la suya. Tal vez algún día la invitaría a ir con él. Había hablado con la abuela Lola del asunto y ella pensaba que era una idea maravillosa. Sebastian ya había decidido que prepararían arroz sazonado, y Lola se echó a reír cuando su nieto le explicó que quería prepararle el plato que había prendido la llama de su eterno romance con el abuelo Ramiro.
Una mañana, mientras ambos estaban sentados juntos bajo el sauce, Sebastian reunió el valor para pedirle a Kelly Taylor que lo acompañara a casa de su abuela después de clase al día siguiente. Se puso tan nervioso que notó el sudor de las palmas de sus manos traspasando el tejido de sus pantalones. Tranquilamente, ella le respondió que le preguntaría a su madre, pero estaba casi segura de que le daría permiso. Sebastian se emocionó tanto que le costó muchísimo calmar su corazón y apenas logró pegar ojo la noche anterior. Lola se alegró mucho al enterarse de que por fin tendría la oportunidad de conocer a la maravillosa Kelly Taylor de la que tanto había oído hablar y le aseguró a Sebastian que todo sería perfecto durante su visita.
Al día siguiente después de clase, mientras caminaban juntos por la calle hacia casa de Lola, Keith los alcanzó. Aquel día estaba especialmente de buen humor, porque cuando le habían concedido el galardón del alumno del mes, la señorita Ashworth se había quedado sin vales de descuento del McDonald’s. Aquel día por fin había podido entregarle el que le correspondía y rápidamente invitó a sus amigos a que se le unieran.
—Voy con Sebastian a casa de su abuela ahora mismo —le contestó Kelly, aunque había cierta nota de pesar en su voz.
—Voy a preparar arroz sazonado —anunció Sebastian.
—¿Y qué es eso? —le preguntó Keith, poniendo una mueca.
—Es una receta puertorriqueña que lleva un montón de cosas ricas —le respondió Sebastian, y, aunque hubiera preferido que él y Kelly Taylor fueran solos, añadió—: Tú también puedes venir. A mi abuela no le importará.
—¡Naaa! —le contestó Keith con una sonrisita simpática—. De todos modos, me apetece una hamburguesa con queso.
Y con aquellas palabras, se dio la vuelta y se fue pavoneándose calle abajo. Kelly se quedó parada, contemplándolo deseosa durante unos segundos.
—Deberíamos irnos —anunció Sebastian con la esperanza de romper el hechizo en el que la niña había caído.
—¿Te importaría si voy a casa de tu abuela mañana?
—Bueno, supongo que no pasa nada, porque el arroz sazonado no es como el fricandó de pollo o el estofado de ternera, sino que está incluso más bueno al día siguiente. Solo para que lo sepas.
Sin embargo, Kelly Taylor ya no lo estaba escuchando.
—Supongo que a mí también me apetece comerme hoy una hamburguesa —le confesó, sonriéndole y bajando la mirada hacia él—. ¿Seguro que no te importa?
Aunque se le había caído el alma a los pies, Sebastian negó con la cabeza e incluso logró devolverle la sonrisa. Kelly Taylor corrió tras Keith, con sus trenzas moviéndose al viento tras ella y, mientras tanto, Sebastian los contempló echándose una carrera hasta la esquina. Una extraña parálisis lo atenazó, seguida de una agonía que dominó cada rincón de su cuerpo, llenándolo de amargura. Y entonces fue cuando recordó que al día siguiente tenía cita con el médico después del colegio. No habría mañana con Kelly Taylor en casa de la abuela Lola.
Cuando Sebastian entró en casa de su abuela y vio todos los ingredientes sobre la encimera preparados para elaborar el arroz sazonado, sintió náuseas. El monstruo de ojos verdes era más poderoso y siniestro de lo que jamás había sospechado, y los celos lo invadieron como una tormenta. Aquel era el peor sentimiento que había experimentado nunca, peor que el miedo, peor que la humillación o el odio, peor que la soledad y la tristeza todo en uno.
Le abrió su corazón a Lola y vomitó sus emociones como si fueran varios trozos irregulares de cristal. Su abuela fue recogiéndolos tranquilamente, tratando con todas sus fuerzas de recomponerlos en el orden correcto.
—Así es el amor, Sebastian. En un instante, te sientes como si estuvieras sobrevolando los cielos como un águila, y al momento siguiente, estás retorciéndote bajo tierra como un gusano. Pero antes de que te des cuenta te recompondrás, ya lo verás.
—A veces preferiría que no hubiéramos salvado al niño mono —confesó Sebastian, y, tras decir aquello, se sorprendió tanto a sí mismo que se quedó en silencio y contempló el rostro sobresaltado de su abuela.
—¿Lo dices en serio? —le preguntó a Sebastian.
El niño asintió, avergonzado, y Lola suspiró mientras se dirigía hacia la encimera para empezar a preparar la comida. Sebastian la siguió y comenzaron con el sofrito, como siempre, y el delicioso aroma tan familiar de las cebollas, los ajos y los pimientos friéndose en aceite de oliva le devolvió el aplomo a Sebastian.
—Supongo que no lo decía en serio —rezongó.
—Ya me lo imaginaba —le respondió Lola.
—Pero estoy seguro de que si Kelly Taylor probara el arroz sazonado, yo le gustaría igual que tú al abuelo Ramiro, porque es mágico —afirmó Sebastian, inspirando un poquito del aroma por la nariz—. Estamos haciendo magia, ¿verdad, abuela?
—Bueno, está claro que esa es una manera de verlo —le respondió ella pensativa—. O quizá es la magia la que nos está haciendo a nosotros.
Sebastian se detuvo para contemplar a su abuela sin entender lo que había querido decir. Lola se echó a reír al ver los ojos como platos de su nieto mirándola fijamente y lo atrajo hacia sí para darle un abrazo.