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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (41 page)

BOOK: La abuela Lola
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Capítulo 27

El doctor sonreía más que nunca y andaba con paso alegre cuando entró en la sala de reconocimiento.

—¿Cómo te encuentras hoy, Sebastian? —preguntó. Saludó con la cabeza a Gloria y a Dean, que se encontraban de pie a ambos lados de Sebastian, como si estuvieran reclamando la mitad que les correspondía de su hijo.

—Bien —le contestó Sebastian con voz apagada.

El doctor Lim supuso que la causa de que su paciente no estuviera muy animado se debía a los problemas entre sus padres. Recordando el incómodo intercambio que había tenido lugar durante la última visita, decidió no preguntarle a Sebastian por su humor, por miedo a que aquello desencadenara más tensión, cosa que no le haría ningún bien a su paciente. El pobre chavalín ya tenía suficiente estrés en su vida.

Dean y Gloria se apartaron cuando el doctor Lim comenzó su reconocimiento. Mientras tanto, Sebastian examinó a sus padres, lo cerca que estaban el uno del otro, la expresión de sus rostros. ¿Estaban dispuestos a ser amables u hostiles? ¿La barrera de hielo que se interponía entre ellos acaso se había derretido un poquitín? No podía estar seguro, pero parecía como que, si su padre levantara la mano, sería capaz de tocarle el codo a su madre. Sin embargo, por el momento, él tenía las manos metidas en los bolsillos y ella había cruzado los brazos sobre el pecho.

—¿Ha seguido ganando peso? —preguntó Dean.

—Pues está claro que sí —le respondió el doctor Lim sonriendo encantado—. Otros dos kilos y medio, y ha crecido casi dos centímetros y medio. Si continúas a este ritmo, puede que tenga que ponerte a dieta.

Sebastian sintió una repentina emoción que le subió el ánimo. Sabía lo que aquello significaba y estudió las manos de aspecto casi femenino del doctor Lim mientras este escribía en su historial. Los suyos eran los estilizados dedos de pulso firme de un cirujano y, en aquel momento, a Sebastian no le cupo la menor duda de que aquellos dedos sabrían qué hacer para reparar su corazón enfermo cuando se encontrara bajo las deslumbrantes luces del quirófano. En aquel entorno estéril lleno de instrumentos relucientes, donde todas las esquinas estaban nítidamente definidas por bordes angulosos, los resultados siempre estaban claros y eran mesurados y precisos. Allí no había lugar para oscuros rincones fríos y húmedos en los que se pudieran ocultar la duda o el miedo. En el quirófano, todo siempre salía exactamente como estaba planeado, como una receta de cocina llevada a cabo al pie de la letra.

—¿Cuándo cree usted que sería conveniente planificar la operación? —le preguntó Dean.

—¡Espera un minuto! —interrumpió Gloria, dando un paso al frente.

El doctor Lim se volvió hacia ella, con el rostro plácido pero firme.

—Si vamos a hacerlo, cuanto antes mejor, señora Bennett.

—Estoy de acuerdo —afirmó Dean—. ¿Por qué esperar más?

—Porque… —respondió Gloria dedicándoles una mirada furiosa a su marido y al doctor Lim, más que preparada para vérselas con ambos si era necesario— todavía no se ha decidido nada, porque… yo soy la madre de Sebastian y no estoy convencida de que esto sea lo correcto.

—Y entonces, ¿qué propones que hagamos, Gloria? ¿Sencillamente seguir esperando solo por esperar?

—No sabemos con seguridad si otra operación mejoraría su situación —le espetó Gloria—. Y Sebastian se ha adaptado muy bien a sus limitaciones.

—Pero al menos con otra operación no tendrá que ir por la vida como un enclenque.

—¡Por el amor de Dios, Dean! ¿Cómo puedes decir algo así delante de tu hijo?

—Debería saber la verdad…

—Él no lo entiende… —dijo Gloria; continuaron discutiendo sobre si Sebastian era o no demasiado joven, demasiado vulnerable para enfrentarse a otra intervención quirúrgica.

En su desesperación, Gloria volvió a sacar el tema de lo que había sucedido cuando Sebastian nació y de cómo había confiado en Dean y en la familia, cosa que casi le había costado la vida a su hijo.

El doctor Lim palideció mientras contemplaba a su joven paciente retorcerse y acobardarse ante sus padres.

—¿Qué quieres hacer tú, Sebastian? —le preguntó el doctor Lim al final.

—¿Perdone? —le espetó Gloria, girando la cabeza hacia él.

—¿Qué quieres hacer tú, Sebastian? —repitió el doctor Lim con los ojos fijos únicamente en el niño. Apoyó el historial en la mesa y se arrodilló delante de su paciente—. Sebastian, esto es lo que puedo decirte con la mayor certeza que tengo a mi disposición. Con otra operación, es posible que seamos capaces de arreglar tu corazón para que te sientas mucho más fuerte. ¿Podrás entonces correr lo bastante rápido como para jugar al fútbol? No estoy seguro: puede que no, pero podrás hacerlo más rápido que ahora sin cansarte. Siempre hay riesgos asociados a las intervenciones quirúrgicas y existe la posibilidad de que las cosas no vayan exactamente como están planeadas. Sin embargo, si no te sometes a esa operación, es muy probable que tu corazón se debilite aún más de lo que está ahora.

Gloria comenzó a rezongar para sí misma, pero el doctor Lim levantó una mano para hacerla callar.

—Sebastian —le dijo—, ¿quieres que te opere?

—¿Cómo es posible que le pregunte a un niño algo así?

—Puede que sea todavía un niño, señora Bennett —le respondió tranquilamente el doctor Lim—, pero es de su vida y su corazón de lo que estamos hablando. Desde luego, hemos de tener en cuenta los deseos de Sebastian. —Dicho esto, el doctor Lim centró su atención de nuevo en su paciente—. ¿Qué quieres que haga, Sebastian?

Sebastian apartó la mirada del rostro del doctor Lim para contemplar a sus padres. Los tranquilos ojos azules de su padre habían perdido su habitual calma, y los músculos a lo largo de su mandíbula estaban tensos a la espera de escuchar qué contestaría su hijo. Los ojos de su madre se habían teñido de miedo y le temblaban las mejillas. Sebastian nunca la había visto tan desesperada y eso lo asustó. No obstante, sintió una energía incandescente que irradiaba de su interior y que le hizo superar el miedo y le susurró palabras claras y pausadas. En aquel momento, se sintió aún más poderoso que en el patio del recreo cuando Keith le había pedido que decidiera el destino de Sean. Era de su propia vida de lo que estaban hablando y, por primera vez, sintió que realmente le pertenecía a él.

Se volvió hacia el doctor Lim y le dijo:

—Quiero la operación.

Después de pronunciar aquellas palabras, todo se quedó en silencio durante un momento, y entonces Sebastian oyó el tintineo de las llaves de su madre, que las había sacado de un tirón del bolso, pero no se atrevió a mirarla a la cara.

—Vale, muy bien —dijo Gloria—. Pues entonces te encargas tú de él.

—¿De qué estás hablando? —le preguntó Dean.

—Sebastian puede irse a vivir contigo a partir de ahora, porque yo me niego a pasar por esto otra vez. Puedes verle morir tú solo —le espetó a su marido, y salió apresuradamente de la consulta.

Escucharon sus llaves repiqueteando mientras corría por el pasillo.

Esa noche, en el apartamento de su padre, Sebastian no podía dormir. Cada vez que empezaba a conciliar el sueño, notaba algo que lo presionaba en mitad del pecho, como una fría hoja de metal atravesándolo, y abrió los ojos por enésima vez para mirar fijamente la oscuridad.

Después de que su madre se hubiera ido corriendo de la consulta del doctor Lim, Sebastian y su padre se marcharon unos minutos más tarde y fueron a comer hamburguesas de cena. A continuación, se dirigieron directamente al apartamento de Dean. En realidad era de su amigo, pero este se encontraba fuera durante unos días. Dean sugirió que Sebastian durmiera en la otra habitación hasta que se les ocurriera algo mejor, pero Sebastian se negó. Prefería con creces dormir cerca de su padre, aunque roncara y le despertara.

Mientras contemplaba los contornos difusos de los muebles desconocidos de aquella habitación, Sebastian se metió la mano por debajo de la camiseta y colocó los dedos sobre la fina cicatriz que le recorría todo el pecho. Normalmente no notaba nada cuando la tocaba, pero aquella noche la cicatriz estaba caliente y sensible al tacto, y se imaginó el escalpelo clavándose en ella y recorriéndola, y el hilo de sangre que brotaría de ella a su paso. Visualizó su corazón como un intrincado puño cerrado de fideos, tembloroso y pálido bajo las penetrantes luces del quirófano. ¿Quién podría desenmarañar aquel revoltijo? Quizá su madre tenía razón.

Sebastian se volvió para mirar el rostro de su padre. Estaba durmiendo de lado, roncando suavemente. De repente, Dean abrió los ojos y se sobresaltó momentáneamente cuando vio otra cara a apenas unos centímetros de la suya. Se había olvidado de que Sebastian estaba allí, pero se acordó y sonrió.

—¿Estaba roncando? —le preguntó.

—No pasa nada —le respondió Sebastian.

—¿Te ocurre algo, hombrecito? —le preguntó Dean percibiendo la desesperación en la voz de su hijo.

Sebastian negó con la cabeza y se mordió el labio. Deseaba sentirse tan fuerte y seguro sobre las cosas como cuando estaban en la consulta del doctor Lim, pero ahora, en mitad de la noche, en una cama extraña y en una habitación desconocida, su valor lo había abandonado y se había convertido en una masa temblorosa y dominada por el miedo. Le empezaron a brotar las lágrimas de los ojos.

—Lo siento, papá —susurró.

—¿Por qué?

Sebastian sintió una oleada de emoción en su interior y, a continuación, comenzó a sollozar. Durante varios minutos aquella sacudida se extendió por todo su cuerpo mientras su padre lo abrazaba con fuerza.

—No pasa nada —le murmuró Dean durante todo el tiempo.

—Lo siento —repitió Sebastian, avergonzándose de sí mismo por haberse venido abajo en mitad de la noche, no dejando dormir a su padre.

Dean susurró:

—Comprendo lo asustado que debes de sentirte. Yo también lo estoy, pero el doctor Lim es un médico excelente, y sé que todo va a ir bien, ya lo verás.

Tras unos minutos, se quedaron tumbados inmóviles en la cama, completamente agotados. Dean estaba en silencio, pero Sebastian sabía que su padre todavía no se había dormido. Él también estaba pensando.

—¿Papá? —murmuró Sebastian.

—¿Sí, hombrecito?

—No voy a poder hacerlo. No quiero correr el riesgo.

No hubo respuesta durante varios segundos y Sebastian se alegró de que estuvieran a oscuras para no tener que ver la decepción en el rostro de su padre.

—Lo primero que haré mañana por la mañana será llamar al doctor Lim para decirle que cancele la operación.

Sebastian inmediatamente notó que disminuía el dolor de su pecho y cayó sobre él un suave velo de tranquilidad.

—¿Y qué pasa con mamá? —preguntó.

—No te preocupes por tu madre. Yo me ocuparé de ella —le contestó—. Ahora duérmete. Es muy tarde, y mañana hay que ir al colegio.

Al día siguiente por la tarde, Gloria llegó a recoger a su hijo a casa de Lola, y se los encontró a ambos trabajando en la cocina, como de costumbre. En aquella ocasión habían preparado funche, unas gachas al estilo puertorriqueño que podían ser dulces y saladas. Mientras estaban con las manos en la masa, Lola le contó a Sebastian que el funche era uno de los platos favoritos de los campesinos en la isla, aunque lo disfrutaba todo tipo de gente porque resultaba muy simple y versátil.

Sebastian había combinado los ingredientes él solo, sin ayuda. Empezó poniendo a hervir una olla llena de agua con sal. Después vertió la harina de maíz, batiendo constantemente para evitar que se le formaran grumos y lo puso entonces a fuego medio bajo y removió durante otros quince minutos. Tuvo que cambiar de mano para evitar que se le cansaran, pero sabía que merecía la pena para que le quedara una crema suave. Cuando la harina de maíz había adquirido consistencia, se lo pasó estupendamente añadiéndole un poco de nata líquida. Lola reconoció que, aunque así no era la forma tradicional de prepararlo, le daba al plato un acabado sabroso y muy rico. Sebastian decidió que el funche estaría aún más delicioso con unos dientes de ajo más. Los cortó en láminas muy finas, blandiendo el cuchillo grande de cocina con tanta habilidad como cualquier adulto, y los mezcló con los demás ingredientes, entre los que se incluían el sofrito y tiernos trocitos de carne de cerdo. Solo entonces quedó listo para meterlo en el horno.

Lola sacó la fuente humeante del horno unos minutos después de que Gloria llegara y la colocó sobre un salvamanteles en la encimera. La parte superior había adquirido una tonalidad dorada, y el vapor que desprendía era fragante y delicioso. Después de dejarlo enfriar durante unos minutos, lo partió en rodajas y lo sirvió en otra fuente, con un toque de aceite de oliva y pimientos asados como guarnición.

Sebastian había decidido no contarle a Lola lo que había sucedido por miedo a que ella intentara convencerle también de que se operara. Después de todo, apenas unas semanas antes le había pedido que lo ayudara a convencer a su madre, pero ahora no quería volver a oír hablar del tema. Únicamente deseaba que su vida volviera a la normalidad. Quería cocinar con su abuela y pasar los fines de semana con su padre. Quería hacer los deberes, limpiar la pizarra y jugar al balompié atado. Quería volver a dormir en su propia habitación, en su propia cama, con su madre y su hermana bajo el mismo techo. Sería mejor si su padre también pudiera acompañarlos, pero estaba empezando a comprender que, en la vida, las cosas rara vez salían exactamente como uno deseaba.

Lola abandonó la habitación durante un instante para ir en busca de una fuente que pensaba que hacía años había almacenado en el armario del pasillo, y Gloria aprovechó la oportunidad para preguntarle:

—¿Qué tal te ha ido hoy el día, hombrecito? —como si nada hubiera sucedido entre ellos.

—Bien, solo estoy un poco cansado —le respondió él.

—¿No has dormido bien esta noche?

Sebastian negó con la cabeza y la miró de reojo. Sin duda, su padre le debía haber contado los detalles de la difícil noche que habían pasado juntos.

—Yo tampoco. Creo que ha sido la peor noche que he pasado en mucho tiempo.

Él le sonrió, y ella le devolvió la sonrisa y entonces levantó los brazos hacia él. Inmediatamente, Sebastian se acercó a ella y su madre lo abrazó mientras él apoyaba la cabeza en el hombro de ella. Su madre tenía razón; se había adaptado muy bien a sus limitaciones. La vida era lo mejor que podía ser, y no había razones para pedirle más. Y aunque apenas podía admitírselo a sí mismo, la verdad era que resultaba mucho más sencillo decepcionar a su padre que a su madre. Incluso con todos los cambios que había experimentado últimamente, Sebastian dudaba de que eso llegara a cambiar en algún momento.

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