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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (42 page)

Capítulo 28

La puerta no estaba cerrada con llave, como de costumbre, y todo se hallaba tranquilo cuando Sebastian entró en casa de su abuela. Inmediatamente se percató de que Lola no se encontraba en la cocina absorta en la preparación de ningún plato. De hecho, por lo que pudo ver, no había nada en el fuego. Entonces, la localizó sentada en su mecedora, de cara a la flor de fotografías colgadas de la pared. Estaba ligeramente inclinada hacia un lado, con un bastón descansando en las rodillas. Sebastian se aproximó lentamente hacia ella, temeroso de lo que fuera a encontrarse. Se arrodilló junto a su abuela y la miró a la cara. Tenía los ojos cerrados y estaba respirando tranquilamente. Sebastian le sacudió el hombro.

—Abuela, ¡despierta, abuela! —Ella abrió los ojos y sonrió—. ¿Llevas mucho tiempo dormida?

—No, creo que no —le respondió Lola—. Me he sentado un momento a descansar y se me han cerrado los ojos.

Sebastian se dio cuenta de que el cabello blanco estaba empezando a crecerle de nuevo y que el intenso color fresa se había desteñido a un rosa pálido. En un par de semanas su aspecto sería el mismo de antes, y cuando Sebastian pensó en cómo eran sus vidas anteriormente, sintió que le embargaba una sensación de vacío. Las comidas del centro de la tercera edad, las velas artificiales, las largas tardes juntos charlando sobre nada en concreto… En el pasado, todo eso había resultado muy reconfortante, pero ahora parecía una existencia terriblemente vacua. El niño prefería con creces aquella vida multicolor que habían creado, repleta de sabores e historias que eran tan vibrantes y vivas como el fuego crepitante.

Sebastian recogió el bastón que descansaba en las rodillas de su abuela.

—No te había visto nunca usar bastón, abuela.

—¡Oh! —exclamó ella, como si fuera la primera vez que se percataba de la existencia de aquel objeto—. Es el bastón de Charlie. Nadie lo quería, así que me lo he quedado yo como recuerdo. Esta mañana me estaba molestando un poco la rodilla, una ligera artritis —aclaró, estirando la pierna derecha y frotándose la rodilla con un movimiento circular—. Ahora me encuentro mucho mejor.

—¿Estás segura? —le preguntó Sebastian.

—Sí, estoy bastante segura —respondió ella.

Sebastian miró por encima del hombro hacia la cocina.

—¿Hoy no cocinamos?

Lola inspiró profundamente.

—Supongo que hoy me siento un poco cansada —reconoció, pero al ver la angustia en los ojos de su nieto, soltó una risita—. ¿Tienes hambre?

—¡Yo siempre tengo hambre! —le respondió él, aunque aquella no fuera la razón de su preocupación.

Lola pareció complacida al oír aquello y se le iluminó la cara.

—Tengo una idea —anunció—. ¿Por qué no preparas tú hoy la cena?

—¿Yo? Pero yo no cocino tan bien como tú…

—No estoy yo tan segura. Te he estado observando. ¡Vamos! —lo animó, señalando hacia la cocina con el bastón de Charlie—, tenemos todo lo que necesitas para preparar un delicioso picadillo.

—Pero no será lo mismo si lo preparo yo.

—Puede que esté incluso mejor, y yo te guiaré desde aquí si lo necesitas.

—A lo mejor deberías llamar al médico —le sugirió Sebastian.

—¿Para decirle qué? ¿Que soy una anciana que está cansada al final del día? No hay cura para eso. De todas formas, la única medicina que necesito es la deliciosa comida que mi nieto me va a preparar. Dime, ¿cómo vas a empezar?

Sebastian se lo pensó durante un instante. Había preparado aquel plato con su abuela al menos media docena de veces y sabía que tendría que comenzar como de costumbre.

—Empezaré cortando el ajo, las cebollas y los pimientos —afirmó.

Ella asintió.

—¿Y después?

—Prepararé las demás verduras y sacaré la carne de la nevera para que no esté demasiado fría cuando la cocine.

Recobrando repentinamente la energía, Sebastian correteó hasta la cocina para organizar los ingredientes mientras Lola lo contemplaba. En un instante, el niño tuvo todo listo para empezar: la carne picada, las cebollas, los pimientos y el ajo picados, siseando al freírse en aceite de oliva, y una lata de salsa de tomate abierta sobre la encimera.

—¡No quemes el ajo esta vez! —le advirtió su abuela.

—¡No, no! —le respondió él—. Voy a preparar mucho, por si acaso viene más gente.

—Sí, muy bien —le contestó Lola cerrando los ojos de nuevo, sin llegar a dormirse. Estaba escuchando los alegres sonidos que provenían de la cocina, el chisporroteo del sofrito, el repiqueteo y el rumor de la cuchara de madera raspando el fondo de la sartén y los firmes golpes del cuchillo sobre la tabla de cortar—. ¿Alguna vez te he contado que tu abuelo murió solo?

Sebastian dejó lo que estaba haciendo para mirar a su abuela.

—No, no me lo habías contado nunca —respondió en voz baja.

—Tu abuelo y tú estabais ingresados en el hospital al mismo tiempo, tú al principio de la vida y él al final de la suya. Había muchas posibilidades de que tú te recuperaras, pero no existía ninguna expectativa para tu abuelo. Los médicos nos dijeron que el cáncer de su estómago se había extendido demasiado y que su corazón se hallaba demasiado débil para que sobreviviera a una operación. —Lola se revolvió en su mecedora y apoyó la cabeza hacia atrás, con los ojos semicerrados—. La última vez que lo vi con vida me dijo que fuera a verte. Me aseguró que tu madre y tú me necesitabais más que él, pero me prometió que me esperaría hasta que tú salieras de tu operación. —Sonriendo para sí misma, Lola añadió—: Tu abuelo podía llegar a ser muy persuasivo. Por supuesto, cuando regresé para darle la buena noticia de que habías sobrevivido a la operación, él ya se había marchado. —Lola abrió los ojos para ver a su nieto contemplándola con una expresión triste y temerosa pintada en el rostro—. Yo le fallé —rezongó—. Ni siquiera pude enterrarlo en la isla, como él deseaba. Fue imposible. No… no podía dejar a mi familia cuando más me necesitaba. Pero he estado pensando en regresar —comentó Lola, cerrando los ojos de nuevo.

—¿Adónde?

—A casa.

—¿A la isla? —preguntó Sebastian sorprendido.

Ella asintió.

—No he podido dejar de pensar en ello.

—¡Llévame contigo, abuela! —le rogó—. ¡Por favor, llévame contigo!

Ella suspiró y comenzó a balancearse lentamente en la mecedora.

—Todavía no es momento de eso, pero, aun así, te imagino perfectamente corriendo colina arriba hasta llegar a la cima, al lugar donde te puedes sentar en el borde del mundo y contemplar el océano a tus pies. Es escarpado y resbaladizo en algunas zonas, especialmente si llueve, pero con un poco de práctica lo harás muy bien.

—Pero yo no puedo correr —repuso Sebastian.

—¿En serio? ¿Y por qué no?

—Porque tengo el corazón malo, ¿no te acuerdas?

—Estoy segura de que allí sí podrías hacerlo.

Sebastian contempló el rostro de su abuela tratando de penetrar a través de la bruma grisácea que le había nublado los ojos, intentando discernir si Lola sabía realmente de qué estaba hablando. No era ella misma, pero tampoco había recuperado su antigua personalidad, y aquello lo hacía sentirse muy confuso. Lola estaba volviendo a cambiar, a encogerse, y el niño temió que estuviera perdiéndola de nuevo.

—Abuela Lola —le dijo Sebastian, dando la vuelta a la encimera para ir hasta donde se encontraba ella—, no quiero que las cosas cambien más. Y no quiero que tú cambies más.

Lola sonrió con tristeza.

—Los cambios son lo único que permanece constante en la vida. Por supuesto, algunos son más fáciles de aceptar que otros. Cuando tu abuelo murió, fue muy difícil para mí, pero ahora siento un gran consuelo al pensar que está en el cielo esperando pacientemente a que yo me reúna con él.

Sebastian recordó lo que su hermana le había contado, que la abuela Lola le había prendido fuego a su casa intencionadamente para irse con el abuelo Ramiro y, aunque casi se había convencido a sí mismo de que no podía ser cierto, todavía le rondaban ciertas dudas. Es más, quería que su abuela volviera a sus cabales, aunque eso significara hablar de algo difícil.

—Todo el mundo piensa que encendiste el fuego a propósito para poder irte con el abuelo Ramiro. ¿Es verdad? —le preguntó Sebastian—. ¿Provocaste tú el incendio?

Lola levantó la cabeza bruscamente para contemplar a Sebastian a la cara y dedicarle una mirada fría y desafiante, pero su expresión se dulcificó y pareció más avergonzada de sí misma que otra cosa. Tardó varios minutos en recomponerse y responder.

—Voy a contarte un secreto, pero tienes que prometerme que no se lo vas a decir a nadie.

—Te lo prometo —le respondió Sebastian con los ojos muy abiertos.

—Es cierto que estaba cocinando frijoles el día del incendio, pero no me quedé dormida ni me olvidé de ellos, como le he contado a todo el mundo. Ya ves, antes de empezar a cocinarlos, encendí muchas velas como preparación para llevar a cabo un ritual de purificación. Se trata de una ceremonia espiritual que celebrábamos en la isla para sanar nuestros espíritus tras una época dolorosa. No había hecho ninguno desde hacía muchos años y no recordaba cómo era exactamente, pero me sentía tan mal por haberle fallado a tu abuelo que, si tenía que encontrar las fuerzas para seguir viviendo sin él, sabía que algo había que hacer.

»Tras encender la velas, cogí un frasco de agua de Florida, que es un perfume que huele a naranjas picantes, y vertí una buena cantidad en un cuenco cerca de las velas sobre la mesa, pero había olvidado por completo lo inflamable que era y, cuando me volví apenas un instante, el mantel se incendió, y después la alfombra, las cortinas y todo lo demás. Lo único que sobrevivió fue la silla de tu abuelo y la casa, claro. Fue un milagro.

—Y tú. Tú también sobreviviste —puntualizó Sebastian.

Lola asintió, más avergonzada que nunca.

—Por supuesto, sabía que tu madre y los demás se disgustarían todavía más si se enteraban de lo que había sucedido realmente con las velas y el agua de Florida. Nunca les han gustado demasiado las viejas tradiciones. Tu tía Gabi es un poquito más comprensiva, pero, aun así, era mejor hacerles creer que me había quedado dormida. Lo que nunca podía imaginarme… —Contempló a Sebastian con expresión incrédula—. ¿Realmente creen que intenté acabar con mi vida?

Sebastian asintió, increíblemente aliviado por saber que no era verdad, pero, de repente, se arrepintió de haber sacado el tema. Puede que no fuera bueno para su abuela revivir aquellos difíciles recuerdos.

Como si le estuviera leyendo la mente, Lola suspiró y le acarició el brazo.

—Oh, bueno, todas esas cosas pasaron hace mucho tiempo, Sebastian, y ya no importan. Yo todavía sigo aquí, mientras que mi querido Ramiro me espera en el cielo. Si lo piensas, en realidad, nada ha cambiado demasiado.

Sintiéndose animado de nuevo, Sebastian le preguntó:

—¿Tú crees que de verdad hay un cielo al que la gente va cuando se muere, abuela?

—Pues claro que lo hay —le contestó ella irguiéndose en la mecedora—. Pero no creo que sea como lo describen en la iglesia o en el cine, con portones nacarados y ángeles tocando arpas doradas sobre grandes nubes de algodón y todas esas tonterías.

—¿Y entonces, cómo es?

—Te voy a contar cómo es el cielo para mí —le dijo ella—. En él, está esta misma mesa, y todos aquellos a los que quiero y he querido se sientan alrededor de ella. Damos cuenta del festín que hemos preparado juntos y nos reímos y contamos historias y, a veces, también lloramos un poquito, pero la mayor parte del tiempo nos lo pasamos estupendamente. Ese es mi cielo —le dijo sonriendo.

—¿Solo eso, gente sentada alrededor de una mesa? Me parece que eso no tiene pinta de cielo.

Lola asintió y atrajo a Sebastian hacia sí.

—Te voy a contar otro secreto si me prometes que este también quedará entre tú y yo.

—Vale —le respondió Sebastian.

—En el hospital, cuando todos pensabais que yo estaba profundamente dormida, podía oír todo lo que pasaba a mi alrededor. Las voces sonaban como si fueran ecos que provinieran de muy lejos, pero distinguía perfectamente las palabras. Al final, cuando me di cuenta de que podía moverme y abrir los ojos si quería, me quedé quieta durante un rato para que todos pensarais que aún estaba dormida.

—¡Abuela Lola! —susurró Sebastian conmocionado, pues no pensaba que su abuela fuera capaz de simular que estaba enferma.

—Ya sé que no estuvo bien, pero necesitaba más tiempo para pensar las cosas. Ya ves, cuando oí por primera vez vuestras voces a mi alrededor, todos juntos después de tantos años, habría jurado que me encontraba en el cielo. Pero, cuando comprendí que realmente me hallaba en el hospital, supe que, en cuanto me pusiera mejor, todos volveríamos a estar como antes, distantes y divididos, que seríamos familia solo de nombre. Sin embargo, entonces se me ocurrió una idea. —Lola esbozó una sonrisita maliciosa—. Pensé que si no me ponía bien inmediatamente y si todo el mundo seguía preocupándose por mí un poquito, permaneceríamos juntos exactamente como en el hospital.

—¿Por eso te teñiste el pelo? —le preguntó Sebastian—. ¿Y por eso rompiste las normas y comenzaste a cocinar de nuevo?

Lola asintió y volvió a sentirse triste.

—Sabía que estaba corriendo un gran riesgo y que, en lugar de mejorar, las cosas podían empeorar también, pero a veces hay que romper las normas para conseguir lo que quieres en la vida y, a mi edad, tampoco tengo demasiado tiempo que perder. —Lola suspiró y examinó durante un momento el bastón que descansaba sobre sus rodillas—. Y pensé que si empezaba a cocinar los platos de la isla que a todo el mundo le gustaban, les recordaría cómo solía ser cuando éramos una familia. Desgraciadamente, las cosas no han salido exactamente como yo había planeado. Tu madre y tu tía no han conseguido reconciliarse, y no he sido capaz de convencer a tu madre de que te deje operarte.

—Eso ya no me importa —le confesó Sebastian.

—¿No? —le preguntó Lola, sorprendida al oírlo.

En respuesta, Sebastian negó con la cabeza enérgicamente.

—Incluso aunque mamá y la tía Susan sigan enfadadas, las cosas sí que han cambiado, abuela. Piensa en toda la gente que ha pasado por aquí desde que te teñiste el pelo de rojo y empezaste a cocinar otra vez. Todo está mucho mejor que antes.

—Sí, eso es cierto. Y supongo que si deseo ver a todos sentados alrededor de la mesa, tendré que esperar a las bodas y a los funerales. —Lola miró los enormes ojos de Sebastian y se sintió mal por preocuparle con tantas revelaciones al mismo tiempo—. Sin embargo, no quiero que te preocupes más porque yo esté actuando a lo loco o rompiendo las normas. Hoy he decidido que lo que es suficientemente bueno para mi familia, lo es para mí.

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