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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (17 page)

BOOK: La abuela Lola
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Sebastian se preguntaba si debía contarle a Jennifer lo que había sucedido, porque, a veces, la frustración de su hermana y la manera que tenía de reprender a sus padres lo único que hacían era empeorar las cosas. Sin embargo, comprendió que sería cuestión de tiempo que se enterara por sus propios medios, así que decidió contárselo todo, empezando por el momento en el que su padre le puso los ojos encima a la señorita Ashworth al principio del curso y después todo lo que había pasado ese día hasta hacía un par de horas. En realidad, se sintió mejor al desahogarse.

—¡Mierda! —exclamó Jennifer, golpeando con el puño la cama—. ¡Mierda, mierda, mierda!

Las lágrimas le recorrieron las mejillas, y se las secó furiosamente con las manos.

—Lo siento. No debería haber robado la tarjeta de visita de papá —dijo Sebastian.

—No es culpa tuya —le respondió su hermana bruscamente.

—La culpa es de la señorita Ashworth, por llevar faldas cortas y…

—¡No! —le cortó Jennifer, dedicándole a su hermano una fría mirada ofendida—. Tu profesora no puede evitar ser bonita. ¿Qué se supone que tiene que hacer, pasarse el resto de la vida con la cabeza metida en una bolsa? Es culpa de papá. Nunca debería haber escrito esa nota. Ha sido algo de muy mal gusto y asqueroso.

Sebastian enmudeció por la contundencia de las palabras de su hermana, y lo único que pudo hacer fue contemplarla mientras se rascaba el esmalte verde oscuro de las uñas del dedo gordo y el índice.

—¿Y qué hacemos ahora? —le preguntó finalmente a su hermana mayor.

—Nada —le respondió ella en tono seco—. Venga, vamos abajo y te preparo un sándwich de mantequilla de cacahuete. Espero que por lo menos tengamos mantequilla de cacahuete y pan de molde —añadió, profiriendo una risotada cínica.

De camino hacia las escaleras, Sebastian se atrevió a pedirle una cosa a su hermana. Sabía que tenía pocas posibilidades de que se lo concediera, pero se trataba de lo único que se le ocurría para aliviar el terror que notaba dándole vueltas en lo más profundo del estómago.

—¿Me puedes leer un cuento esta noche hasta que me quede dormido? —le preguntó.

—No, tengo que levantarme mañana muy temprano, y me tendrás despierta hasta tarde.

—¿Y si solo me lees quince minutos?

Pasaron junto a la puerta del dormitorio de sus padres, y Jennifer vaciló, preguntándose si debía llamar, pero decidió no hacerlo. Sabía por experiencia propia que tras las peores peleas, lo mejor era dejar a su madre suficiente tiempo para que se calmara, y esta era la peor a la que se habían enfrentado hasta ahora.

—Bueno. ¿Y si solo son diez minutos? —le preguntó Sebastian.

—Te he dicho que no —respondió Jennifer con más firmeza, y comenzó a bajar las escaleras—. De todos modos, ya eres demasiado mayor para ese tipo de cosas.

Aquel fue el día de colegio más largo que Sebastian podía recordar. Le había prometido a su madre cuando lo llevó por la mañana que esta vez la obedecería e iría a las actividades extraescolares. Gloria tenía un aspecto tan triste y desamparado, tan enfermizo que Sebastian temía que se derrumbaría si a él se le ocurría añadir algo más. ¿Qué sucedería si supiera que durante una milésima de segundo realmente había pensado en cómo sería tener a la señorita Ashworth de madre en lugar de a ella? Se sintió terriblemente culpable por pensar en algo así, pero no pudo evitar preguntarse si la vida sería un poquito más interesante con una madre hermosa que sonriera con facilidad y que ondeara el cabello solo por diversión. Pero no contempló esa idea durante mucho tiempo, porque la tristeza que sintió cuando pensó en que su madre se quedaría sola sin él lo hizo sentirse enfermo. Perderla sería como perder un brazo o una pierna, o incluso la vida.

Sebastian no había visto a su padre en toda la mañana, pero no tenía ni la menor duda de que él también querría que su hijo se quedara en el horario ampliado. Y, aun así, el niño anhelaba contarle a su abuela todo sobre la pelea de sus padres de la noche anterior, porque sabía que ella lo tranquilizaría como había hecho otras veces en el pasado, y el deseo de regresar a su casa era más fuerte que nunca. Le corroía las entrañas y hacía que le resultara difícil concentrarse en las clases. Aquello y su interés por evitar a Keith provocaban que aquel sentimiento fuera irresistible.

La señorita Ashworth se comportó de un modo algo reservado con Sebastian durante todo el día. Cuando le entregó su carta de disculpa, ella la aceptó sonriendo, pero aquella no tenía nada que ver con las radiantes sonrisas que normalmente le dedicaba. Sebastian sabía que la profesora había dejado de pensar en él como en el dulce niñito enfermo de ojitos saltones que haría todo lo que ella le pidiera sin preguntar, cosa que le hizo sentir triste y alegre al mismo tiempo. Y esas emociones contradictorias lo único que hicieron fue aumentar su confusión sobre qué hacer cuando sonara la campana.

Por supuesto, en aquella ocasión no le resultaría tan sencillo escabullirse como la primera vez. La señorita Ashworth se aseguró de que se pusiera de pie junto a ella cuando despidió a los demás alumnos fila tras fila. Después, le agarró de la mano y le llevó directamente a la sala de actividades extraescolares. Mientras iban de camino, Sebastian no se deleitó escuchando el sonido de frufrú de los muslos de la profesora o el aroma a flores de su perfume. Todo lo contrario: notaba que la decepción de la señorita Ashworth le envolvía como negrísimo alquitrán. Cuando por fin llegaron a la sala de acogida y ella le soltó de la mano, se sintió abrumado.

Tras explicarle brevemente las limitaciones físicas de su alumno, la señorita Ashworth dejó a Sebastian en manos de una joven profesora ayudante que inmediatamente le encontró una esquina tranquila para que se sentara con papel y unos lápices de colores. Justo detrás de las puertas dobles vio a Keith colgado bocabajo de un columpio de barras, sujeto por las rodillas como si fuera un murciélago suspendido de una rama. Le estaba dando puñetazos en broma a uno de sus amigos, que no hacía más que propinarle golpes en la barriga. Sebastian apartó la vista rápidamente, consciente de que la gente solía darse cuenta cuando estaba siendo observada. Con un poco de suerte aguantaría las próximas dos o tres horas sin que nadie se percatara de su presencia.

Sebastian cogió el primer lápiz que encontró y comenzó a moverlo sobre el papel. Sin pensar en ello, dibujó una serie de líneas y curvas, una detrás de otra, más interesado en parecer ocupado que en otra cosa, pero pronto se encontró mirando algo que tenía el aspecto de una cara. Si entrecerraba los ojos, podía ver una nariz larga y torcida, y unos ojillos brillantes. Los labios eran como una profunda herida y el rostro lucía varias arrugas que se entrecruzaban alrededor de la boca y los ojos. Tenía tantas que tuvo que repasarle las facciones con una línea más gruesa para que no se perdieran entre las numerosas arrugas. Después, le coloreó el pelo, denso y negro, de modo que parecía sobresalir como una curiosa mata enredada por los laterales y la parte superior. Utilizó un rotulador negro para oscurecérselo aún más, y ahí fue cuando los ojos comenzaron a llenársele de vida y los labios se deslizaron entre sí, preparándose para hablar. Sebastian sintió una vibración extraña, aunque no del todo desagradable, en lo más profundo de su oído interno, así que no estaba seguro de si la estaba oyendo o si más bien estaba notando como hablaba. No obstante, la áspera voz de la anciana de pelo negro le resultaba tan clara como si estuviera sentada junto a él.

—¿Por qué no te has ido con tu abuela, que es donde deberías estar? —le preguntó.

Sebastian se sentía tan conmocionado que no contestó.

—Bueno —le dijo ella—. ¿Qué es lo que te pasa? ¿Acaso estás sordo?

—Yo… le he prometido a mi madre que vendría aquí —respondió Sebastian—. Y si rompo mi promesa, me voy a meter en un lío, y puede que sea el mayor lío de toda mi vida.

—La vida y los líos son la misma cosa —le respondió la anciana—. Además, has mantenido tu promesa. Dijiste que irías a las actividades extraescolares y lo has hecho. ¿Acaso prometiste que no irías a ver a tu abuela?

—No —le contestó Sebastian—. Nunca le he prometido eso.

De repente, Sebastian notó un hormigueo que le subía y bajaba por la columna vertebral y escuchó otra voz terriblemente familiar a sus espaldas. No le hizo falta darse la vuelta para saber que era la de Keith.

—¿Quién se supone que es? —preguntó Keith.

—No es nadie —masculló Sebastian.

Keith le quitó el papel de un tirón para mirar el dibujo más de cerca e inmediatamente esbozó una enorme sonrisa.

—Ya sé quién es —dijo—. ¡Es un niño mono!

—¡Dámelo! —exclamó Sebastian, tratando de quitárselo de las manos, pero a Keith no le costó ningún esfuerzo ponerlo fuera de su alcance.

—Pues primero tendrás que atraparme —le dijo Keith con una sonrisita burlona—. ¡Oh, claro, había olvidado que el niño mono no sabe correr!

—¡Sí sé correr! —respondió Sebastian.

—¿Y entonces, cómo es que nunca te he visto hacerlo? Siempre estás sentado, o andando, o ahí de pie, como un imbécil.

—Sé hacerlo, pero no puedo.

—¿Y por qué no puedes? —preguntó Keith.

Aquello era lo más parecido a una conversación educada que habían mantenido nunca, y Keith no parecía excesivamente cómodo, pero tenía demasiada curiosidad como para aguantarse.

—Tengo enfermo el corazón —le explicó Sebastian—. Si corro, me explotará.

—¡Qué gilipollez! —soltó Keith mirando hacia la profesora ayudante para ver si lo había oído, pero estaba totalmente ocupada con los de primer grado, con los que estaba jugando en el otro extremo de la sala—. Todo el mundo dice que tienes problemas de corazón, pero yo creo que no eres más que un mentiroso, uno tan grande como la copa de un pino.

En respuesta a eso, Sebastian se desabrochó los tres primeros botones de la camisa y la abrió para revelar el tercio superior de la cicatriz que le recorría todo el centro del pecho. Era brillante y abultada, como un espagueti incrustado bajo una capa de piel. Keith abrió los ojos como platos al verla.

—¡Joder! —murmuró, sinceramente impresionado e incapaz de apartar los ojos, incluso cuando Sebastian volvió a abrocharse los botones—. ¿Y qué pasa si te explota el corazón?

—Pues sería como si me estallara una granada dentro del cuerpo. Y después me desangraría y moriría —respondió con tanta naturalidad que casi le hizo parecer valiente.

En ese momento se acercó Sean, el amigo de Keith. Él era uno de los que habían formado parte del corro y habían aplaudido unos días antes mientras Sebastian hacía su bailecito estúpido.

—¡Eh! ¿Qué pasa con el niño mono? —preguntó.

Keith le tiró el dibujo a Sebastian y le dio un empujón a Sean en el hombro.

—¡Gilipollas! —masculló, y se marchó.

Sean lo siguió, sin estar muy seguro de a quién estaba insultando Keith.

Sebastian dobló el dibujo y lo colocó en el bolsillo delantero de su cartera. Miró hacia donde se encontraba la profesora, que todavía estaba atendiendo a los alumnos más pequeños, y abandonó la sala sin hacer ruido.

Capítulo 11

Sebastian miró detenidamente las sombras que le acechaban entre las casas y los árboles y a la vuelta de cada esquina junto a la que pasaba. Sentía que la oscuridad reinante estaba viva y cargada de misterio y le provocaba un millón de pequeños temores que se dispersarían con una sola chispa de raciocinio. Aunque en ocasiones le asustaba la oscuridad, en aquel momento estaba en paz con ella, pues era un fantasma solitario que le recordaba que él había bailado una vez con la muerte y que quizá tendría que volver a hacerlo.

Pensó en la anciana de pelo negro del hospital. Ahora solo existía en las sombras, pero a veces la notaba cerca de él, observándolo, guiándolo cuando no estaba seguro de adónde se dirigía. Tal vez le enseñaría a su abuela el dibujo que había hecho para que ella pudiera ver por sí misma aquel pálido rostro con la extraña mata de pelo negro que lo coronaba. Puede que le hablara sobre la curiosa conversación que habían mantenido en el hospital. La anciana de pelo negro le había dicho que su abuela lo necesitaba a él más que a ninguna otra persona, pero Sebastian quería saber para qué exactamente. Contempló la oscuridad aún con más fijeza y apretó el paso.

De pie en el porche de su abuela unos minutos más tarde, supo instantáneamente que la extraña transformación de Lola había ido más allá y se había agravado, enroscándose alrededor de su mundo como una gruesa y espinosa enredadera, ahogando lo poco que quedaba de normalidad. Percibió el brillo intenso de las velas a través de la ventana y vio una miríada de cajas y de papel de embalar esparcida por el porche, cosa que daba la sensación de que su abuela había ido de compras, o bien se estaba preparando para hacer una mudanza. Olfateó el aire y se dio cuenta de que el aroma delicioso que había detectado junto al buzón era más intenso que nunca. Entró en la casa y se encontró con que la mayor parte del suelo también estaba cubierto por más cajas y papel de embalar. La mecedora, donde antes Lola se había pasado sentada la mayor parte de su tiempo, estaba llena hasta arriba de cajas y papel, y prácticamente en todas las superficies planas había velas de todos los tamaños imaginables ardiendo alegremente: velas achaparradas de color naranja sobre la mesa de centro y gruesos cirios blancos como columnas en los alféizares de las ventanas. Encima de la mesa de la cocina ardían intensamente unas velas rojas y finas, y la cera derretida que se resbalaba por ellas parecía espesas lágrimas de sangre.

Sebastian sintió que la fragante calidez lo rodeaba y lo traspasaba. Nunca antes había visto tantas velas ardiendo a la vez. La luz que producían estaba viva y se movía por el espacio como una brisa mística, como un espíritu del calor.

Lola se encontraba en la cocina, encorvada sobre una enorme olla hirviendo, y removía su contenido frenéticamente, mientras musitaba para sí misma. Nubes de vapor flotaban desde la olla, dándole en la cara y elevándose hasta el techo y, con aquel cabello rojo suyo, parecía una bruja junto a su caldero elaborando un brebaje venenoso. Estaba tan ensimismada en su labor que no se había dado cuenta de que Sebastian se hallaba de pie en la habitación contemplándola, abrumado por la escena y por el olor a comida que inundaba la estancia. Por lo que el niño alcanzaba a ver, debía de ser una especie de guiso de carne cocido con tomates y una variedad de especias que no lograba identificar, aunque se le hizo la boca agua. Por toda la encimera había desperdigada una colección de cuencos, ollas y sartenes de todos los tamaños. Sebastian nunca había visto la cocina de su abuela tan revuelta.

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