La fila de pupitres de Keith era la última que saldría de clase aquel día, y Sebastian no cabía en sí de gozo. De hecho, a causa de su mal comportamiento, la señorita Ashworth había decidido que tanto Keith como todos los que se sentaban en la misma fila que él se quedarían castigados cinco minutos después de clase durante el resto de la semana. Eso suponía que Sebastian habría salido del colegio y se habría alejado por lo menos un par de manzanas antes de que Keith pusiera un pie fuera del aula.
Sebastian miró de reojo en dirección al matón para ver si se sentía disgustado por el cariz que habían tomado los acontecimientos, pero, como de costumbre, sonreía y hacía muecas a sus amigos que estaban sentados cerca de él. Y cuando la señorita Ashworth les dio la espalda a sus alumnos durante un segundo, Keith levantó el brazo y le hizo un corte de mangas. Todo el mundo lo vio, e inmediatamente hubo un estallido de gritos ahogados y risitas nerviosas. La señorita Ashworth percibió que algo no andaba bien y se volvió para preguntar qué pasaba, pero nadie se atrevió a señalar a Keith.
Sebastian notó la boca seca. Deseaba levantar la mano y contarle a la profesora todos los detalles sórdidos sobre su «chicarrón» preferido. Le confesaría cuál era la verdadera razón por la que ya no podía volver a limpiar la pizarra para ella nunca más y por qué se sentía tan deprimido hacia el final de la jornada escolar. Con gusto le informaría de que Keith no solo seguía diciendo palabrotas en el patio del recreo, sino que, además, estaba organizando un campeonato de
«strip
balón prisionero» después de clase. Si lo comprobara en ese mismo instante, descubriría que varias de sus alumnas llevaban puestos tres pares de calcetines para poder jugar el mayor tiempo posible. Sebastian estaba bastante seguro de que todo aquello haría que expulsaran a Keith, pero no movió ni un músculo ni emitió ningún sonido.
En su lugar, se giró para mirar a Kelly, que también se sentaba en la misma fila que Keith. Ella no parecía divertirse con las atrevidas bromas vulgares del abusón y tampoco estaba entusiasmada por tener que quedarse después de clase. Le estaba dando pataditas a la barra de metal debajo de su pupitre, lo cual hizo que la señorita Ashworth le dedicara una mirada de advertencia. Kelly se detuvo de inmediato y colocó el pie sobre el suelo para no sentir la tentación de seguir golpeando la barra. Desde el ángulo en el que él se encontraba, Sebastian podía apreciar perfectamente sus brazos delgados y musculosos, y se maravilló por la enorme costra medio curada que la niña tenía en la rodilla izquierda. Se la había hecho al deslizarse por el asfalto para evitar que la golpearan durante un partido de balón prisionero. Aquella había sido una demostración espectacular de agilidad, y Kelly lucía la costra como una medalla.
Mientras la señorita Ashworth anotaba los deberes para el día siguiente en la pizarra, Keith le lanzó una goma de borrar a Kelly como ferviente demostración de afecto. Normalmente, ella solía soltar una risita y tirársela de vuelta, pero en aquella ocasión le ignoró por completo. Algunos de los amigos de Keith se dieron cuenta del desaire y se burlaron de él, pero Sebastian se lo tomó como un triunfo personal. Aquel estaba siendo un día maravilloso.
Sonó el timbre y, cuando la fila de Sebastian tuvo permiso para salir, él siguió a los demás hasta la puerta. La señorita Ashworth les indicó a los alumnos, que estaban empujándose unos a otros, que formaran una sola fila y se comportaran como personas civilizadas. Y después añadió:
—Veo aquí a alguien que se está comportando como un perfecto caballero y se llama Sebastian. Me gustaría que todos hicierais exactamente lo mismo que está haciendo él.
A Sebastian se le pusieron las orejas rojas y calientes cuando todas las miradas cayeron sobre él y, justo al alcanzar la puerta, echó la vista atrás para ver si Kelly también le estaba mirando, pero se distrajo al ver que Keith le observaba con el ceño fruncido mientras se rascaba las costras de las manos.
Por primera vez desde hacía muchísimo tiempo, Sebastian sentía un hambre voraz. Aquel día estaba resultando tan estupendo que pensaba comerse todo lo que su abuela le pusiera en el plato y, más tarde, en casa, también se zamparía todo lo que su madre le calentara, y ella le diría:
—¡Estoy muy orgullosa de ti, hombrecito! Si sigues así, vas a crecer grande y fuerte en un abrir y cerrar de ojos.
Y se sentiría tan satisfecha que hablaría abiertamente sobre la operación sin que se le pusiera aquella terrible expresión afligida en la mirada.
Cuando Sebastian llegó a Bungalow Haven, tuvo que contener las ganas de corretear por el sinuoso caminillo. Se detuvo durante un instante y se colocó la mano sobre el pecho para ver si aquella repentina euforia le estaba afectando al corazón. Iba un poco deprisa, y el niño sabía que sería recomendable que no lo notara latiendo de aquella manera tan turbulenta. El doctor Lim siempre le decía que tenía que pensar que su corazón era como un motor perfectamente ajustado y recordar que los mejores motores eran prácticamente silenciosos cuando funcionaban a la velocidad adecuada.
Continuó caminando por el sendero, admirando la tenue luz que atravesaba las hojas de los árboles. Cada vez oscurecía más pronto, pues el otoño se encontraba a la vuelta de la esquina. Pronto llegarían las vacaciones y eso significaría que no tendría que ir al colegio durante una semana entera. Pasaría mucho tiempo con la abuela Lola y, para entonces, ella habría encontrado las palabras adecuadas y el momento preciso para hablar con su madre sobre la operación.
Comenzó a subir los escalones del porche de casa de su abuela, percatándose de que las velas artificiales de la ventana ya se habían encendido. Se sorprendió de que a aquella hora su abuela no estuviera sentada allí esperándole, pues era algo que solía hacer cuando oscurecía más temprano. Al intentar abrir la puerta, le desconcertó aún más el hecho de que estuviera cerrada. Deslizó la mano por una pequeña hendidura en la pantalla para abrirla. Aquella rendija estaba allí desde que su abuela se había quedado encerrada hacía un par de años. Por motivos de seguridad, solamente ella y Sebastian conocían su existencia.
El niño entró en la casa con cuidado porque las luces se hallaban apagadas y sus ojos tardaron un instante en acostumbrarse a la oscuridad. Llamó a su abuela, pero ella no contestó. La llamó aún más fuerte:
—Abuela, ¿estás en casa?
Paseó la mirada por la habitación, pero no logró verla por ninguna parte. Encendió la luz y casi le fallaron las rodillas cuando vio a Lola tirada en el suelo entre la cocina y el salón, con los ojos cerrados y la boca ligeramente abierta. Se abalanzó hacia ella y acunó la cabeza de su abuela en su regazo. Introdujo los dedos en su cabello blanco, suave y fino, que era como el pelaje de un conejo.
—Abuela, ¡despierta! Abuela, por favor, ¡despiértate! —exclamó. Le acarició la cara y le levantó la mano una y otra vez, pero siempre volvía a caer sin vida al suelo—. Por favor, no estés muerta, abuela —rogó—. Por favor, ¡no estés muerta!
Sebastian comenzó a mecerla de un lado a otro y le tembló todo el cuerpo: le estaba costando muchísimo pensar y respirar al mismo tiempo, pero, de repente, supo qué debía hacer. Corrió a la cocina, llenó un vaso con agua del grifo y se lo echó a su abuela en la cara con la esperanza de que aquello la reviviría. Regueros de agua le recorrieron las arrugas del rostro y el cuello, empapándole el suéter y la moqueta sobre la que se encontraba tendida, pero en su rostro no se registró ninguna expresión, como si su cara estuviera esculpida en piedra.
Justo en ese momento, Sebastian vio el elefantito de cerámica por el rabillo del ojo, dejó caer el vaso y corrió al teléfono. Estaba tan nervioso que no sabía si había marcado el número correctamente y, cuando la operadora de urgencias contestó, las palabras se le atragantaron y tuvo que hacer un gran esfuerzo por pronunciarlas.
—Mi abuela está tirada en el suelo —dijo—. Tienen que ayudarla, pero tengo miedo de que esté muerta… ¡Oh, Dios mío!
—¿Puedes confirmar la dirección? —le preguntó la operadora con tranquilidad, pero las prisas habían dejado sin aliento a Sebastian y necesitó un instante para recuperarlo antes de contestar—. ¿Sigues ahí? —le preguntó la operadora.
—¡Bungalow Haven! —respondió el niño, boqueando en busca de aire—. Bungalow Haven, donde viven los ancianos.
—¿Y cuál es el número del apartamento?
Sebastian se quedó en blanco. Entonces, dejó caer el teléfono y fue corriendo hasta la puerta y luego volvió. Sería un milagro si lograba recordar el número en medio de la furiosa tormenta de pánico que se había desatado en su cerebro, pero recogió el auricular y dijo, respirando entrecortadamente y casi derrumbándose:
—¡Dieci… —jadeó, luchando por cada una de las bocanadas de aire que daba— siete!
—Los paramédicos van de camino —le aseguró la operadora—. ¿Quieres que me quede al teléfono hasta que lleguen?
—No —le contestó Sebastian—. Tengo… que estar… con ella —y diciendo esto, dejó caer el teléfono y volvió al lado de su abuela.
Observó el rostro de Lola con la esperanza de percibir alguna señal de movimiento en sus párpados o algún tic, cualquier cosa que le indicara que aún seguía viva. Sin embargo, permaneció tan inmóvil e inerte como las fotografías de su pared.
Y cuando Sebastian comprendió que su abuela probablemente estaba muerta, notó que una sensación de fría y apabullante oscuridad le dominaba por completo. Ella era su seguridad, su santuario, la razón por la cual lograba aguantar todas las penurias imaginables en el colegio y la dificultad de ser pequeño y enfermizo. Saber que ella le esperaba en Bungalow Haven hacía su vida algo llevadera, pero estaba convencido de que no conseguiría sobrevivir sin ella.
—Te quiero, abuela —le susurró, pegando los labios al níveo cabello húmedo de Lola—. Por favor, no me dejes. Te necesito.
Y entonces oyó una sirena, seguida por el estruendo de varios pies atronando a lo lejos, y fue cuando vio que el botón del suéter beis de su abuela se había movido imperceptiblemente sobre su pecho, estaba casi seguro de que se había movido. Y volvió a verlo: eso significaba que su abuela respiraba. Apresuradamente, colocó la oreja sobre el pecho de Lola y cerró los ojos, igual que hacía el doctor Lim siempre que le auscultaba a él. No logró oír nada, pero notó una especie de vibración, o quizá lo que sentía era su propio corazón, y comprendió que no podía estar seguro de nada, pero, casi a ciencia cierta, sabía que su abuela no estaba muerta y se aferró a esa posibilidad.
El estruendo se convirtió en un repiqueteo en el porche de madera que fue ganando en intensidad y, al mismo tiempo, varios hombres vestidos con uniformes oscuros entraron de sopetón por la puerta y cayeron sobre él y su abuela. Sebastian se apartó para dejarles espacio a aquellos hombres, que entraron en tropel y rodearon a la anciana, de modo que el niño ya no pudo verle más que los pies, que, no se sabe cómo, habían perdido los zapatos. Los hombres lanzaron el pequeño suéter de su abuela a un lado mientras hablaban entre sí y por voluminosos teléfonos móviles y sacaban varias cajas de metal con complicados instrumentos que abrían y cerraban una detrás de otra. Sebastian trató de buscarle el sentido a lo que los paramédicos decían, pero empleaban términos que él no había oído nunca antes. No obstante, al no escucharles afirmar que su abuela estaba muerta, se sintió mejor, porque no podía imaginarse que hubiera otra palabra para
muerte
que no fuera
muerte
.
Momentos después, Terrence apareció en el umbral de la puerta con sus envases de poliestireno. Se quedó helado, pero la conmoción se convirtió en horror cuando comprendió lo que estaba sucediendo en la escena que se estaba desarrollando ante sus ojos. Sebastian se sintió tan aliviado de ver un rostro familiar que se levantó de un salto del suelo y corrió hacia él, rodeando con sus bracitos los enormes muslos del hombre.
Un gemido sobrecogedor brotó de lo más profundo de la garganta de Terrence, confirmando los peores temores de Sebastian, que comenzó a sollozar. De repente, Terrence se percató de la presencia del niño desesperado que se estaba aferrando a él, se agachó y le cogió en brazos, sosteniéndolo contra su cuerpo como si fuera un bebé. Sebastian enterró la cara en el hombro de Terrence y pudo percibir el olor de la comida que el repartidor llevaba en la mano. Era pastel de carne, lo cual le provocó una angustiosa pena que hizo que reanudara sus temblorosos sollozos. No podía perder a su abuela, aquello no podía estar pasando.
—Están ocupándose de ella —le murmuró Terrence mientras le ponía una mano consoladora en la espalda.
Uno de los paramédicos se acercó a Terrence y le preguntó:
—¿Es usted de la familia?
—No, soy un amigo —respondió Terrence—. Este es su nieto.
Sebastian levantó con desgana la cabeza y se volvió para mirar al paramédico. No deseaba ver la derrota pintada en el gesto del hombre y tener que enfrentarse a la realidad de lo que estaba sucediendo.
—Vamos a llevar a tu abuela al hospital —le explicó—. Tenemos que llamar a algún pariente adulto, ¿qué tal a tu mamá?
Sebastian asintió, pero no logró recordar el número de teléfono del trabajo de su madre, y lágrimas de impotencia brotaron de sus ojos. A espaldas del paramédico vio que habían tumbado a Lola en una camilla y la estaban asegurando con correas a ella.
Terrence señaló la cocina.
—Creo que los números que necesita están en la nevera.
Sebastian pensó que Terrence era un genio por acordarse de aquello. Sí, claro, los números de teléfono, impresos y marcados con rotulador, se hallaban siempre en la nevera, y la abuela Lola se preocupaba de que estuvieran actualizados en todo momento.
El paramédico le echó un vistazo al primer número de la lista de la nevera y lo marcó. Sebastian le observó mientras él hablaba tranquilamente, a la vez que consultaba su carpeta. Sabía que el primer número de la lista era el de su madre y se la imaginó con las mejillas hundidas, la boca tirante y sus ojos oscuros moviéndose frenéticamente de un lado a otro mientras recibía las horribles noticias. ¿Gritaría o se desplomaría en el suelo? ¿O dejaría caer lo que tuviera entre manos y correría hacia la puerta? La familia jamás había experimentado algo así, al menos, nada similar que él pudiera recordar.