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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (10 page)

Gabi sacudió la cabeza y, a continuación, se volvió hacia Sebastian.

—¿Y tú, hombrecito?

El niño dio un paso atrás.

—Pero…, pero ¿y si no le gusta lo que yo le diga?

—Simplemente, dile lo que sientas. No hay nada correcto o incorrecto cuando hablas con el corazón en la mano.

Sebastian apoyó la barbilla sobre la barandilla metálica de la cama, pero de repente se sintió muy estúpido y levantó la mirada hacia su tía para que lo animara. Ella asintió y sonrió, y él se acercó aún más.

—Soy yo —murmuró.

—Un poquito más alto —le dijo tía Gabi—. No te oirá si le hablas tan bajito.

Sebastian inspiró profundamente.

—Soy yo, Sebastian. Si… siento haberte echado agua en la cara. Sé que no te gusta cuando se te mancha la moqueta, pero quería que te despertaras. —Empezó a temblarle la barbilla—. Despiértate, abuela. Por favor, despiértate —le dijo, pero los párpados de su abuela seguían firmemente cerrados. Entonces, alargó la mano y la metió debajo de la suya y, aunque los dedos de su abuela no respondieron al tacto, estaban calientes, y se sintió muy pero que muy agradecido por que al menos su abuela estuviera todavía viva—. No te mueras, abuela —musitó Sebastian—. Por favor, no te mueras.

Notó las manos de su madre sobre sus hombros de nuevo, pero esta vez guiándole fuera de la habitación. Gloria siempre se preocupaba de que demasiado drama y disgusto emocional supusieran una presión excesiva para el corazón de su hijo, pero Sebastian se volvió para ver a su familia una vez más antes de marcharse. Por mucho que quisiera estar junto a su abuela, se sintió aliviado por alejarse de aquella reunión extrañamente inconexa de gente que se suponía que eran una familia. La incomodidad que sentía en su presencia era casi insoportable, y no lograba imaginarse cómo había podido aguantarlo hasta entonces. Y cuando miró a su abuela, tumbada, tan quieta en el centro, comprendió que ella era el hilo que los mantenía unidos. Silenciosamente, su abuela se había enhebrado a cada uno de sus corazones, y era su presencia la que hacía aquella conexión posible. Sin ella, se desparramarían por el suelo en todas las direcciones, como una colección de cuentas mal emparejadas. Sin ella, aquella familia carecía de sentido.

Capítulo 6

Sebastian y su madre acudieron a la mañana siguiente al hospital tras un apresurado desayuno de cereales con leche fría y tostadas, aunque Sebastian estaba tan nervioso que no fue capaz de ingerir más que un par de bocados. Después de llamar a la oficina para cambiar de hora sus citas del viernes, Gloria telefoneó al colegio de Sebastian para avisar de que su hijo faltaría a clase por una emergencia familiar. Mientras iban hacia el hospital, Sebastian pudo ver, por la expresión de agotamiento de su madre que se reflejaba en el retrovisor, que estaba cansada y preocupada. Él también se sentía preocupado y, para colmo, había tenido una desazonadora pesadilla la noche anterior, pero no se acordaba de los detalles. Lo único que podía recordar era que se dedicaba a correr a la velocidad del rayo. Siempre que soñaba que corría, se levantaba a la mañana siguiente sintiéndose alborozado y encantado consigo mismo, pero esta vez se despertó bañado en sudor frío y temblando de miedo.

Hasta que no llevaban viajando varios minutos, los escalofriantes detalles de su sueño no le vinieron a la mente y entonces se sintió como si le rodeara una espeluznante niebla. Iba corriendo por un pueblo de antiguas casitas encaladas por un laberinto de callejuelas y algo o alguien le perseguía, echándole el aliento en el cuello, pisándole los talones. Independientemente de por dónde girara, el caminillo lo conducía hacia el océano y, hasta que no logró apartarse, no miró sobre su hombro para ver que no lo perseguía una persona ni un animal, sino un enorme maremoto de varios pisos de alto. No importaba hacia donde corriera, se ahogaría en el mar o lo atraparía aquella gigantesca pared de agua, y se despertó justo cuando la enorme ola se estaba curvando sobre su cabeza.

—Me parece que ayer por la noche no te bañaste, ¿verdad? —le preguntó su madre.

Sebastian murmuró que no.

—Esta noche te darás un baño extralargo —declaró ella, como si aquello pudiera, de algún modo, arreglarlo todo.

Varias enfermeras saludaron con la cabeza a madre e hijo cuando pasaron junto a la recepción, y Sebastian se alegró de que al menos aquella vez no estuvieran saltándose ninguna norma. Cuando entraron en la habitación de su abuela se percató inmediatamente de que ella no era la única ocupante, a diferencia del día anterior. Otra persona mayor estaba tumbada en la cama junto a la de Lola. Al principio, Sebastian no tuvo claro si se trataba de un hombre o una mujer, pero cuando vio que aquella persona no tenía barba, supuso que tenía que ser una mujer. Estaba tan esquelética y enferma como los dos señores que había visto el día anterior, pero el color de su piel era de una tonalidad que el niño no había visto nunca: una palidez cadavérica que no era exactamente blanca ni tampoco de color carne, sino extrañamente irisada. Su cortísimo cabello era espeso y lustroso como el betún de un zapato negro, cosa que le daba un aspecto especialmente extravagante. Tenía los ojos entrecerrados y roncaba estrepitosamente. No parecía muy posible que nadie pudiera descansar con aquel escándalo cerca, pero Lola estaba durmiendo a pierna suelta y, por lo que Sebastian podía percibir, no había movido ni un solo músculo durante toda la noche.

Gloria se aproximó a la cama de su madre. Arreglada y majestuosa, con su plateado cabello blanco cuidadosamente colocado sobre la almohada, Lola mantenía el rostro inmóvil, pero en paz, y su boca, algo más hundida sin la dentadura postiza, permanecía correctamente cerrada. Sebastian agradeció que su abuela no tuviera el aspecto de la ruidosa paciente de cabello negro de la cama de al lado y que no montara el mismo escándalo que ella. Pero a su madre no parecieron importarle aquellos ronquidos ensordecedores. Alisó tranquilamente las sábanas de Lola y reorganizó los pocos objetos que había sobre su mesilla de noche. Después, contempló los números que figuraban en los monitores con gran interés, como si realmente comprendiera su significado.

—Voy a hablar con la enfermera —anunció—. Espera aquí, no tardaré.

Y diciendo aquello, se marchó. Sebastian acercó la única silla que había en la habitación a la cama de su abuela y se sentó, haciendo todos los esfuerzos posibles por ignorar a aquella desagradable mujer tendida en la cama contigua.

Entonces, de repente, la anciana de pelo negro tosió, roncó un par de veces y abrió los ojos. Inmediatamente, se volvió a mirar al niñito que estaba sentado en la silla junto a ella y, con algo de esfuerzo, levantó la cabeza para contemplar a la abuela de Sebastian.

—¿Todavía no se ha despertado? —preguntó con una voz que crujía como una vieja puerta de madera.

Sebastian la observó, bastante horrorizado. Es cierto que siempre se había sentido cómodo entre la gente mayor, pero había algo muy diferente en aquella mujer. Era como si uno de esos muñecos fantasmales que se colocan en el jardín en Halloween hubiera cobrado vida repentinamente. Sebastian se mordió la lengua y negó con la cabeza.

—Hemos estado charlando por los codos toda la noche —comentó la señora haciendo un gesto con la mano—. Probablemente no se despertará hasta el mediodía.

—¿Mi abuela ha hablado… con usted? —le preguntó Sebastian, sentándose en el borde de la silla.

La anciana asintió con aire de autocomplacencia.

—Claro, hemos charlado de muchas cosas como… como… —Se relamió los labios y se pasó la lengua por el interior de la boca. Después alargó el brazo hacia el vaso de agua que había sobre su bandeja, pero no lograba alcanzarlo—. ¿Te importa? —le preguntó a Sebastian.

Inmediatamente, el niño se puso en pie para ayudarla. Cogió firmemente el vaso entre los dedos, pero se sentía tan conmocionado que tiró la jarra entera de agua, derramando una buena parte de su contenido por el suelo y sobre la cama y las sábanas de la anciana.

—¡¡¡Qué niño más torpe!!! —chilló ella, levantando sus nudosas manos en el aire.

—¡Lo siento! —masculló Sebastian, cogiendo varios trozos de papel absorbente que había cerca del lavabo—. Yo… no quería tirársela encima.

La anciana bajó lentamente los brazos y examinó a Sebastian con unos ojillos redondos y brillantes del color del agua de fregar sucia.

—Tu abuela me ha hablado de ti —susurró, con una voz que apenas era un gruñido audible—. Me ha dicho que te gusta echarle agua a la gente encima y que, por tu culpa, ha estado soñando toda la noche con maremotos.

Sebastian se quedó boquiabierto y se apartó de la mujer lentamente antes de dejarse caer de nuevo en su silla. De repente, sintió una incómoda presión en la vejiga. Si la anciana le hubiera dado un susto en aquel momento, sin duda, se habría hecho pis en los pantalones.

No obstante, la mujer se acomodó de nuevo sobre la almohada y suspiró profundamente, con la cara constreñida por una agonía bien ensayada.

—Tendrás que disculparme. Ya ves, es solo que no me acostumbro a estar en este lugar.

—¿Por… por qué está usted aquí? —le preguntó Sebastian.

—Me dicen que es por mi corazón, pero yo no me lo creo.

—Yo también tengo el corazón enfermo —respondió el niño con un tono de voz casi alegre.

La anciana volvió a clavar la mirada en él y asintió con aire de entendida.

—Lo sé, pero, aun así, tu abuela te necesita más que nunca. A los demás… —dijo, haciendo un gesto con su garra huesuda hacia la puerta— no tanto.

En aquel momento, Gloria entró en la habitación, y una de las auxiliares de enfermería pasó detrás de ella con un montón de ropa de cama limpia entre las manos. Corrió la cortina azul que separaba las dos camas y comenzó a cambiarle las sábanas a la anciana. Sebastian se sorprendió de que hubiera acudido, porque no se había dado cuenta de que la anciana le hubiera dado a su botón de llamada.

Sin embargo, la anciana no perdió ni un minuto en expresar su descontento.

—¡Mire qué desastre! ¿Cómo puede esperar que la gente se encuentre cómoda aquí?

La auxiliar no dijo nada, pero la anciana continuó quejándose y lamentándose por la mala atención que estaba recibiendo y por el hambre que tenía y la falta que le hacía darse un baño. Sebastian miró por debajo del borde de la cortina y vio en el suelo unos pies plagados de grotescas venas azules, y se estremeció.

Momentos después, otra enfermera entró para tomarle la tensión a su abuela.

—Los médicos comenzarán sus rondas dentro de una hora aproximadamente —les dijo antes de marcharse.

Gloria le pidió a Sebastian que levantara el culo para que pudieran compartir la única silla de la habitación. Aunque el niño no veía lo que pasaba al otro lado de la cortina azul, todavía podía oír el jaleo. La cama ya estaba hecha y la auxiliar estaba ayudando a la anciana a volver a meterse en ella.

—¡No sea tan brusca! —le dijo entre gemidos—. ¿No tiene usted respeto por la tercera edad?

La auxiliar no contestó, y finalmente la anciana se quedó tranquila. Sebastian trató de quitársela de la cabeza, pero sabía que estaba allí, escuchando absolutamente todo lo que ellos decían. Por el rabillo del ojo, pensó que había visto ondear la cortina azul, pero, cuando se volvió para mirarla directamente, la vio perfectamente quieta, y la anciana seguía en silencio. No pudo evitar preguntarse si habría fallecido. Puede que si mirara por debajo de la cortina en aquel preciso instante la viera con la boca totalmente abierta y los ojos vacíos dirigidos hacia el techo.

Gabi apareció unos minutos más tarde. Estaba nerviosa, como de costumbre, y todavía llevaba el pelo corto húmedo por la ducha que se debía de haber dado hacía poco, aunque se había maquillado con mucha habilidad. Sebastian miró a su madre y se percató de que ella no se había puesto maquillaje, ni siquiera llevaba pintados sus pálidos labios que dibujaban una lúgubre línea recta, y los únicos colores visibles sobre su rostro eran las sombras violáceas y azuladas que se le acumulaban en las ojeras.

—¿Cómo está? —preguntó Gabi.

Gloria sacudió la cabeza.

—Sin cambios. El médico vendrá dentro de poco, pero independientemente de lo que diga, está claro que mami no puede seguir viviendo sola.

Sebastian estaba a punto de mencionar que la anciana de pelo negro le acababa de decir que su abuela había estado despierta y charlando toda la noche, pero decidió no hacerlo. Sabía que a veces la gente mayor se confunde, y aquella anciana parecía estar más confundida que el resto.

—Puede venirse a vivir conmigo —propuso Gabi.

Gloria le contestó en tono burlón:

—Tú nunca estás en casa. ¿Cuál sería la diferencia?

—Puedo contratar a alguien que la cuide mientras yo no estoy —insistió Gabi con poco entusiasmo, como si ni ella misma estuviera muy convencida de lo que acababa de decir. Sacudió la cabeza y murmuró—: No me gusta imaginarme a mami en una residencia de ancianos.

—No todas son malas —respondió Gloria—. Ayer por la noche hice unas cuantas llamadas y la asistente social del hospital probablemente nos ofrecerá algunas referencias más esta tarde.

Sebastian se sintió desolado al pensar que su abuela no volvería a Bungalow Haven. A ella le encantaba su casita, con su porche y su buzón. Hasta había llegado a apreciar las velas artificiales, y no existía ninguna otra persona en el mundo que esperara con más expectación la hora de la cena que su abuela. Solo pensar en que quizá Lola no volvería a experimentar ninguna de estas sencillas alegrías le hacía sentir una profunda pena que se le instaló en el fondo de la garganta y amenazó con ahogarlo, pero no fue capaz de emitir ni una sola palabra para salir en su defensa. «Abre los ojos, abuela —pensó mientras contemplaba el rostro de Lola—. Abre los ojos y diles que nunca abandonarás Bungalow Haven, sin importarte lo que digan. Por favor, abuela, abre los ojos y di algo.» Pero sus párpados permanecieron firmemente cerrados, y a Sebastian le dio la sensación de que nunca volverían a abrirse.

Gabi se sentó en el borde de la cama de su madre.

—¿Y tú qué haces que no estás en el colegio, hombrecito? —le preguntó con una sonrisa pícara.

—No me encontraba demasiado bien —respondió Sebastian tratando de mantener la seriedad, pero le resultó imposible no devolverle la sonrisa cuando su tía le revolvió el pelo cariñosamente, para después girarse hacia Gloria.

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