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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

32 colmillos

 

Laura Caxton lo ha perdido todo en el transcurso de su lucha contra Justinia: la vida de su familia y amigos, su libertad… puede que hasta su humanidad. Pero incluso ahora, reducida a una existencia solitaria como fugitiva, Laura no se rendirá. De hecho, tiene un plan que obligará a Justinia a ir a por ella y que provocará que las dos enemigas se enfrenten por última vez. Pero Justinia es astuta y también tiene sus planes, planes que incluyen a algunos de los amigos supervivientes de Laura, un batallón de policía y un ejército de esclavos no muertos.

David Wellington

32 colmillos

Vampire Tales - 5

ePUB v1.0

Creepy
12.05.12

Título original:
32 Fangs

David Wellington, 2012

Traducción: Diana Falcón Zas

Editor original: Creepy (v1.0)

ePub base v2.0

Para todos los que leyeron los libros anteriores

Vosotros habéis hecho que esto sea una realidad

Sois fantásticos y no puedo agradecéroslo lo suficiente

1702


¿Qué clase de monstruo eres? —preguntó el padre, mientras le daba un puñetazo tras otro en el estómago a tío Reginald—. ¡La niña no tiene más que siete años!


¡James, te lo suplico, basta! ¡Soy completamente inocente! —gritó el tío, igual que había estado gritando desde que había empezado a golpearlo—. Ella me pidió que le diera un caramelo y yo simplemente le dije que no, pero…


No es así como ella lo cuenta —insistió el padre. Le volvió la espalda durante un momento, hirviendo de furia, y cogió lo primero que tenía a mano: unas tijeras de podar afiladas como navajas. Clavó profundamente las tijeras en la caja torácica de su hermano, y las retorció. Entonces, tío Reginald dejó de gritar, pero todo su cuerpo sufrió una convulsión cuando las hojas atravesaron carne y tendones. En sus labios aparecieron gotas de espuma, y sus ojos, que habían estado tan hinchados por los golpes que permanecían cerrados, se salieron de sus órbitas—. Ella dice que le ofreciste unos caramelos si se bajaba sus paños menores. ¡Siete años!

El tío no respondió nada. A la niña no se le ocurrió que podría estar ya muerto. Y, evidentemente, tampoco se le ocurrió al padre, mientras clavaba una y otra vez las tijeras. La niña retrocedió cuando la sangre se derramó por el suelo sembrado de paja del granero. Detrás de ella, las ovejas contemplaban la escena con aire pacífico, como espectadoras totalmente desinteresadas
.

Al fin, el padre dejó caer las tijeras de podar y se pasó por la boca una mano cubierta de sangre. Respiraba trabajosamente y el sudor le corría por la calva y se le encharcaba en las orejas. Se volvió a mirar a la niña, y la expresión de su rostro fue una que ella jamás olvidaría. Ya no era de enfado. Se le había puesto la cara tan pálida como el papel, y tenía la boca abierta, con los labios flojos, separados para inhalar aire. En sus ojos había una expresión de ruego desesperado. Quería algo de la niña. Pero ¿qué? ¿Las gracias por lo que había hecho? ¿La validación de saber que había hecho lo correcto, que había sido un buen padre? ¿O sólo que lo perdonara?

Nunca lo sabría. De hecho, nunca volvería a ver a su padre después de aquel día. Se lo llevarían para someterlo a un juicio rápido y lo ahorcarían en la plaza del pueblo por fratricidio
.

Pero todo eso ocurriría más tarde
.

Aquel momento especial, el primero de sus asesinatos, quedó congelado en el tiempo: ella de pie ante las ovejas y apartada del charco de sangre cuyo tamaño aumentaba y amenazaba con llegarle a los zapatos. Era demasiado pequeña para entender lo que acababa de suceder. Era sólo en parte consciente de que en aquel granero había ocurrido algo muy importante, algo trascendental. Había habido tres personas, y ahora había sólo dos
.

El padre dejó caer las tijeras de podar y salió corriendo por las anchas puertas del granero hacia la luz del sol. No habló con ella antes de marcharse. La niña se quedó a solas con el cadáver. Los ojos de su tío habían vuelto a retirarse bajo los párpados, y él no se movía, nada de nada
.

La sangre se separó al delizarse en torno a sus zapatos. Ella sintió que empapaba el fino cuero y le llegaba a la piel, y aunque había pensado que se sentiría repelida por la sensación, que su tacto húmedo le daría asco, fue un hecho muy simple el que la impresionó: la sangre era muy tibia
.

Avanzó chapoteando por ella hacia el cuerpo del tío, como si jugara en un charco de lluvia. Era roja como los rubíes. Cuando llegó hasta su tío, se inclinó para mirar de cerca su rostro golpeado. ¡Qué diferente parecía ahora del hombre a quien había conocido durante toda su vida! ¡Qué curioso era que una persona pudiera cambiar con tanta rapidez! Ya parecía tener un millón de años de edad. Se inclinó más y le dio un beso en la frente
.

Había sido completamente inocente, tal y como había afirmado. Ella había inventado la graciosa historia. ¡Qué fácil era inventar cosas! ¡Qué fácil era hacer que pasaran cosas!


Deberías haberme dado el caramelo —le susurró
.

Oyó que su madre la llamaba desde fuera del granero, con la voz timbrada de alarma
.


¿Estás ahí, niña? ¿Estás ahí? Justinia… ¿dónde estás?

La niña se volvió hacia la puerta y transformó su cara en una máscara. Una máscara de miedo, un miedo que no sentía. Obligó a las lágrimas a que afloraran a sus ojos
.


Aquí dentro, mamá —gritó—. ¡Aquí dentro!

1

La televisión e Internet le habían dado al público la falsa impresión de que era imposible cometer un delito con impunidad en el siglo
XXI
. Que los adelantos de la ciencia forense y las técnicas de aplicación de la ley significaban que podía seguirse el rastro de los criminales a través de la prueba más sutil. Que si un ladrón o un violador dejaban tras de sí una simple fibra de su ropa, o apenas una fracción de huella dactilar, podía darse por atrapado.

Si fuera tan fácil como eso, a Clara Hsu no le dolería tanto la espalda.

Tenía treinta y un años, y comenzaba a sentirse como una anciana. Agachada en el suelo de un pequeño supermercado de Altoona, con una lupa de joyero sujeta en un ojo, gemía con cada paso acuclillado que daba para estudiar el fondo de un estante de pastelitos. Buscaba cualquier cosa, y nada en particular. Las fibras eran casi imposibles de ver. Empolvar toda la tienda en busca de huellas dactilares llevaría días, ya que todas las superficies debían ser estudiadas de modo individual, bajo una luz especial y desde múltiples ángulos. Si encontraba algo, aunque fuera tan inocuo como una rozadura dejada en el suelo de baldosas por las zapatillas deportivas del criminal, se sentiría feliz. Había pasado todo el día trabajando en aquella escena, y continuado durante las horas del crepúsculo, y hasta el momento seguía insatisfecha.

En el exterior, al otro lado de las amplias ventanas de cristal que daban a los surtidores de combustible y las señalizaciones de colores, una sola luz destellante y cientos de metros de cinta amarilla acordonaban la escena del crimen para separarla de la noche veraniega, que vibraba con el canto de los grillos. Dentro de la tienda estaban encendidas todas las luces para que ella pudiera ver mejor, mientras que en el sistema de audio de la tienda sonaba un éxito de la música pop que ella nunca había oído. Ése había sido el primer indicio de que estaba envejeciendo, que había dejado de estar al día de cuáles eran los Cuarenta Principales. La forma en que le crujieron las rodillas al ponerse de pie contribuyó a reforzar su sensación.

No había sangre en ninguna parte de la tienda. El adolescente que había estado trabajando detrás de la caja registradora había sido hallado muerto en su puesto, pero sin una sola mancha de sangre encima. Eso había llamado mucho la atención de Clara. Hacía ya dos años que estaba buscando precisamente ese tipo de asesinato. La policía local y las autoridades de doce condados sabían que debían llamarla a ella siempre que se produjera un asesinato exangüe, y ella siempre acudía cuando lo hacían. En noventa y nueve casos de cada cien, sólo significaba que la víctima había sido asesinada con un instrumento contundente que no le había herido la piel. Pero ella continuaba acudiendo siempre que la llamaban, y continuaba dedicándole toda su atención a cada caso.

La mayoría de los especialistas forenses querían escenas con sangre. Era fácil trabajar con la sangre; entre el ADN, los tipos y factores sanguíneos, la pauta de dispersión, los rastros de sangre que se alejaban de la escena, con la forma de la suela de los zapatos del criminal, y otra docena más de pistas, la sangre siempre hablaba.

Pero había un tipo de asesino que no tenía ADN. Ni huellas dactilares. Que casi nunca llevaba zapatos. Y que, a menos que tuvieran prisa, nunca dejaban ni una sola gotita de sangre tras de sí. Los vampiros tendían a ser muy minuciosos.

Por suerte para todos, se habían extinguido casi del todo.

Quedaba sólo un vampiro en el mundo. Justinia Malvern, que había logrado escapar, o al menos eso creía Clara. Hacía ya dos años que buscaba a Malvern, sin contar con el más mínimo apoyo oficial. Sus jefes creían que Malvern había muerto consumida por las llamas durante un motín acaecido en una prisión de mujeres dos años antes. Clara sabía que se equivocaban, pero de momento no había podido demostrarlo. En los dos años transcurridos era como si Malvern hubiera desaparecido de la faz de la tierra.

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