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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

32 colmillos (6 page)


Tengo veinte años, y la pestilencia dentro de mí. Tengo sífilis. ¿No es mejor morir ahora, joven y hermosa, que continuar sufriendo durante muchos años más mientras la nariz se me pudre y se me cae, y las llagas cubren mi cuerpo?


¿Quieres suicidarte, entonces? —preguntó él con voz muy suave
.

Ella no pudo evitar reír
.


¿Si pudiera elegir? No, continuaría viviendo. Pero ¿quién puede elegir?


Yo puedo —le dijo él—. Hablas de la vida como si fuera una partida de cartas
.


¿Y no lo es? A cada uno de nosotros nos reparten una mano, y raras veces es la que elegiríamos. Jugamos nuestros naipes como podemos, con astucia o con una suerte loca. —Se encogió de hombros—. Y al final se gira la última carta, y vemos lo que hemos ganado o perdido
.


Algunos jugadores hacen trampas —le dijo él
.

Justinia le dedicó una cálida sonrisa
.


Pues sí
.

Entonces, él apareció delante de ella. Se movía a una velocidad tal que dio la impresión de que no necesitaba cubrir la distancia recorrida, como si con sólo desear hallarse en un sitio pudiera llegar al instante. La sujetó por ambos lados de la cabeza, y ella volvió a sentir la fuerza que tenía en las manos. Supo que si quisiera, podría apretar y partirle el cráneo como una cáscara de huevo vacía. En lugar de eso, se limitó a mirarla a los ojos. Sus ojos rojos ardían. Ella comenzó a decir algo, pero le puso un dedo sobre los labios para silenciarla. Ella no aprendería hasta más tarde la enorme importancia de ese silencio
.

Él miró el interior de su alma, y ella le devolvió la mirada sin que hubiera nada en su interior. Ni amor, ni miedo, ni odio, ni compasión ni súplica, sin calidez ni frialdad. Los ojos de él la atravesaron como ascuas
.

Y luego desapareció. Ella sólo sintió una leve brisa al moverse él, un desplazamiento del aire. La puerta se cerró de golpe tras el vampiro, que desapareció. Y ella pensó en lo extraño que era todo aquello, y que se había acabado
.

Pero nada había acabado. En absoluto
.

8

Aún quedaba en Laura Caxton una parte humana que era capaz de apreciar el hecho de que el destino gastara bromas con las vidas de los humanos. Por eso disfrutaba con la frustración y la sorpresa de Simon. El muchacho intentó huir antes de la vaticinada cena con los brujetos. Hizo todo lo posible; después de despedirse con prisa de Urie Polder, rodeó la casa a paso ligero (lo que fuera necesario para evitar a Patience) y volvió a meterse dentro del coche como si lo persiguieran los demonios. El único problema fue que el coche no arrancó. Giró la llave en el contacto una y otra vez, pero el coche se limitaba a gemir y suplicarle que parara.

Al final, Urie Polder salió y abrió el capó. El chamán sabía bastante de coches, pero después de trastear el motor durante media hora, admitió que estaba desconcertado.

—Es uno de esos nuevos vehículos computerizados, hum… Ningún hombre decente puede saber qué le pasa, a menos que sea medio robot. Y yo soy medio árbol. —Eso le hizo reír, un sonido de resuello, de borboteo, que provocó en Simon una mueca de asco.

—No sé cómo pero ella ha saboteado mi coche —dijo Simon cuando Caxton se acercó—. O lo ha hecho usted.

Caxton se encogió de hombros.

—Yo señalaré, en bien de la lógica y la racionalidad, que tú acabas de graduarte en la universidad y estás en el paro.

Simon se ruborizó.

—Sí, ¿y?

—Eres el tipo de hombre que no puede pagarse un coche nuevo. Así que éste lo compraste de segunda mano. ¿Estoy en lo cierto?

Simon bajó la mirada hacia el volante.

—Gasté una parte del dinero del seguro de vida de papá. No podía permitirme gran cosa.

—Así que compraste una cafetera. El tipo de coche que a veces se avería, sin más. También debo decir que aquí estás a mucha más altura que en la zona donde sueles conducirlo. Eso puede provocar una obstrucción por vapores, o simplemente fastidiar el carburador. —Caxton se encogió de hombros—. Yo no he tocado tu coche, y dudo que Patience ose acercarse a tres metros de él. Desdeña la tecnología moderna. Acéptalo, te quedas a cenar.

Con eso bastó. Simon se dio por vencido.

Los dos regresaron al interior de la casa. La familia Polder siempre colaboraba en las cenas de la luna llena, lo cual significaba transportar un montón de comida hasta La Hondonada. Urie Polder había recogido una fanega de tomates y pepinos del huerto, y mazorcas de maíz silvestre. Caxton lo ayudó a sacar bandejas de porciones de pollo de lo que él insistía en llamar «nevera de hielo» (un refrigerador eléctrico muy antiguo pero que funcionaba a la perfección), mientras Simon se echaba agua fría en la cara. Cuando Caxton salió de la cocina, estuvo a punto de ser atropellada por Patience y sus discípulas, quienes bajaron corriendo por la escalera con los sombreritos de tela en la mano, soltando risillas y susurrándose cosas las unas a las otras. Caxton no estaba del todo segura, pero le pareció que Patience se ruborizaba.

Urie Polder se rascó la cabeza con un dedo de ramita cuando vio eso.

—Uno diría que, hum, es una muchacha normal para su edad, ¿no?

Caxton frunció el ceño.

—No creo que a Simon vaya a gustarle.

La Hondonada, donde iban a cenar, no estaba lejos en absoluto… aunque lo pareciese cuando uno cargaba con veinticinco kilos de productos del campo. Sin embargo, significaría abandonar la vigilancia, aunque fuese durante unas pocas horas. Cuando llegaron al porche, Caxton se detuvo y miró por encima del valle hacia la cresta. Entrecerró los ojos.

—¿Tus protecciones están todas activadas? —preguntó. Nunca se sentía a gusto con aquellas cenas comunales. Significaban permanecer demasiado tiempo fuera de su aguilera. Miró la manta que ocultaba su arsenal. Llevaba una pistola en una funda que le colgaba de la parte posterior de la cintura, pero le serviría de poco si Malvern atacaba durante los postres—. ¿El cordón de teleplasma está intacto? ¿Cuándo lo comprobaste por última vez?

—Todo está comprobado y funciona bien —dijo Urie Polder. —Ella no vendrá esta noche, Laura. Hay luna llena. A pesar de todo, adelante, huele el viento; está limpio, no hay en él hedor a nada antinatural.

Caxton asintió, pero su ceño continuó fruncido. No dijo nada más. Cuando apareció Simon, cargado con dos enormes jarras de cerámica llenas de whisky casero, se puso en marcha ladera abajo y los dos hombres la siguieron. Patience y sus discípulas ya habían emprendido el descenso, con su propia carga, al paso veloz propio de la juventud.

Al pie de la colina se extendía La Hondonada, una zona de suelo despejado de la que se había limpiado con cuidado toda la maleza para dejar sitio donde construir una docena de cabañas, algunas de las cuales podrían considerarse chozas de cazador si uno se sentía poco caritativo. Detrás de las cabañas había unas diez casitas prefabricadas, colocadas sobre bloques de hormigón.

—Huele a crisantemos —dijo Simon, despertando a Caxton de su ensoñación. Los tres estaban acercándose al centro del poblado, donde se habían colocado mesas plegables en largas hileras. El claro estaba rodeado de antorchas de aceite cuya llama era apenas un poco más amarilla de lo que debería. El aroma procedía del aceite que quemaban.

—Una receta especial —explicó Caxton, señalando con un gesto de la cabeza la antorcha que tenía más cerca—. Se supone que es mejor que la citronela para mantener alejados a los mosquitos.

—¿Funciona? —preguntó Simon.

—¿Lo hace la citronela? —replicó Caxton—. Siempre he pensado que es un timo. En cualquier caso, la mezcla huele bien. Puedes dejar esas jarras allá abajo —dijo, señalando un sitio cercano al borde de la plaza, donde ya se acumulaban neveras y un barrilillo de cerveza—. Ay, madre. Aquí llegan. Sé amable, Simon. Aquí eres un invitado.

Las puertas de las cabañas se abrieron una a una, y los brujetos salieron a echarle una primera mirada al hijo de Astarte Arkeley.

1715

La pistola pesaba en la mano de Justinia. Era una hermosa creación en madera aceitada y acero azulado. Había llegado a sentir cariño por la suave empuñadura curva, la complicada llave de yesca, y el cañón octogonal, con un adorno floral. Era el arma de un noble, y había costado hasta el último cuarto de penique que había ahorrado a lo largo de todos aquellos años de jugar a cartas y vender su virginidad. Era lo último que compraría jamás
.

En la semana transcurrida desde que Vincombe se había negado a matarla había tenido muchos pensamientos así. «Éste es el último caramelo que saborearé —se decía—. Ésta es la última vez que me depilaré las cejas. O me cepillaré los dientes. O empolvaré mi peluca.»

No era tanto la melancolía de la pérdida como una especie de último apunte en los libros. Estaba guardando las cosas de su vida, doblándolas pulcramente para meterlas en un baúl que luego arrojaría al río. Cosas que alguna vez le habían importado, pero ya no. Cosas a las que se alegraba de poder renunciar
.

La maldición de Vincombe estaba dentro de ella. La sentía enroscándose como un áspide alrededor de su tronco encefálico. Quería que se suicidara. Era la única manera de que la maldición funcionara. Eso hacía que viera las cosas de modo diferente. Cada vez que pasaba ante una ventana abierta, pensaba en la inmensa libertad que tenían que sentir los pájaros al lanzarse hacia el cielo. Cada vez que tomaba una comida, se preguntaba qué sabor debía tener el veneno para ratas. Estas cosas hacían que se le escaparan risillas
.

Entonces había visto la pistola en el escaparate de una casa de empeños, a menos de tres manzanas de distancia de su casa. Había destellado en el sol de la mañana, y fue como si hubieran encendido el fuego de un faro sólo para ella
.

Vincombe no había vuelto a verla desde aquella fatídica noche. A pesar de lo mucho que le habían insistido los habituales, no había celebrado ninguna partida de naipes ni recibido a ningún hombre desde entonces. Había dejado de comer y dormir casi del todo
.

Más cosas que guardar. Más cosas a las que renunciar
.

El dueño de la casa de empeños se había mostrado reacio a venderle la pistola a una mujer. Suponía que la quería para matar a un amante infiel o a un hombre casado que se negaba a abandonar a su esposa. Tuvo que abrirse de piernas para convencerlo
.

«Ésta es la última vez que permitiré que un hombre me toque», pensó
.

Nunca se casaría. Jamás tendría hijos propios
.

Tuvo que dejar la pistola porque le dio un ataque de risa tal que le hizo taparse la boca con las manos y secarse las lágrimas de los ojos. Esas cosas nunca habían estado en las cartas de Justinia Malvern
.

El dueño de la casa de empeños le había mostrado cómo se cargaba la pistola con un trocito de guata y la cantidad justa de pólvora. Ella insertó la bala de plomo —más pequeña de lo que había esperado, pero también más pesada— y la empujó hasta el fondo con una pequeña baqueta que tenía su propio alojamiento debajo del cañón. Era un diseño muy ingenioso. La pistola era el objeto más hermoso que jamás había visto
.

Se la llevó a la boca y lamió el extremo del cañón para ver a qué sabía. El aceite del metal era insípido, y por un breve instante se le despejó la mente y pensó: «¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué esto, por qué ahora?»

No. No iba a meterse el cañón dentro de la boca como si fuera el miembro de un hombre. Eso era poco digno
.

Quería verla venir. Así que levantó más la pistola, hasta que pudo cerrar un ojo y mirar directamente la bala que aguardaba en el fondo del cañón. Allí dentro estaba todo negro, negro como un as. «Mi as —pensó—. Mi as de picas, escondido para poder sacarlo cuando fuese necesario.»

Qué trampa tan maravillosa para hacérsela al mundo. A la muerte. A la vida
.

No parpadeó al apretar el gatillo
.

9

El siglo
XVII
había sido una época difícil para los brujos. Desplazados de Europa por siglos de persecución, habían emigrado en masa a América en busca de una nueva vida, igual que muchos otros grupos religiosos marginales. Eran unos incomprendidos. No pertenecían a sectas satánicas, ni adoraban ídolos en los bosques, y muy, muy pocas de ellas volaron alguna vez montadas en una escoba. La mayoría eran, de hecho, cristianos devotos que simplemente sabían un poco más que sus vecinos de hierbas medicinales y encantamientos inofensivos. Por desgracia, eso bastó para que los demonizaran los colonos puritanos y los culparan de todas las cosas que salían mal en la incipiente colonia de Massachusetts. En ese sentido se parecían mucho a los cuáqueros.

Los puritanos ahorcaban a todos los cuáqueros a los que podían ponerles las manos encima. Algunos lograron escapar, primero a Rhode Island, luego a Pensilvania, donde establecieron una comunidad, un lugar en el que todas las religiones serían toleradas… hasta cierto punto. Después de la histeria que se apoderó de Salem y las poblaciones circundantes a finales de siglo, las brujas llegaron en masa a Pensilvania en busca de esa tolerancia, y si bien allí no las recibieron con los brazos abiertos, al menos las autoridades no las perseguían hasta matarlas.

Aun así, no era precisamente el paraíso que habrían deseado. Los cuáqueros intentaban constantemente convertirlas, y aunque técnicamente la brujería ni siquiera era un delito según las leyes, la gente no tenía manías en tomarse la justicia por su mano siempre que nacía un ternero con dos cabezas y un niño se perdía en el bosque. En 1749, una turba casi derribó el juzgado cuando un juez se negó a condenar a un hombre de quien se sabía que practicaba la brujería. En la zona más rural de Pensilvania, hasta el comienzo del mismísimo siglo
XIX
, a las brujas se las sacaba a rastras de la cama y se las linchaba.

Las brujas reaccionaron como lo habían hecho siempre. Se trasladaron. Sin embargo, esta vez no fueron tan lejos. Desaparecieron entre las crestas de Pensilvania Central, un territorio tan rocoso y duro de labrar que nadie más lo quería. Allí continuaron con sus antiguas costumbres, celebrando ceremonias en los bosques, llevando a cabo sus rituales a puerta cerrada. Su arte se fundió bien con la magia popular llevada a Pensilvania por los inmigrantes alemanes: los signos hex que pintaban sobre las puertas… el gran conocimiento de las hierbas medicinales que podía hallarse en aquel gran libro de medicina titulado
Amigos perdidos en el tiempo
. También aprendieron de los nativos americanos de la zona, de modo que, con el tiempo, sus practicantes más sabios llegaron a ser conocidos por el nombre de Pow-Wows o chamanes, como Urie Polder.

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