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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

32 colmillos (4 page)

Ése era el problema con Malvern. Uno nunca entendía por qué hacía lo que hacía hasta que ya era demasiado tarde.

—Y entonces, ¿qué piensas hacer? —preguntó Glauer.

Ella suspiró y se pasó los dedos entre el cabello. ¿Qué podía hacer?

—Supongo que continuaré buscando pistas —dijo, derrotada. Malvern había intentado matarla, y lo único que ella podía hacer era seguir buscando fibras.

Lo mismo que había estado haciendo durante dos años.

Bajó la mirada hacia los fragmentos de hueso que había estado estudiando. Allí no habría nada, de eso estaba segura, ninguna pista que pudiera seguir. De repente se sintió muy, muy, cansada.

—¿Estás segura de que no quieres que te lleve a casa? —preguntó Glauer.

Ella se volvió y se quedó mirándolo. Su rostro estaba tan impasible como siempre, pero su lenguaje corporal era extrañamente expresivo: no dejaba de desviar el mentón hacia un lado, como si quisiera mirar a sus espaldas pero no quisiera que nadie lo viera haciéndolo.

Estaba intentando decirle algo.

—Tienes una pista —dijo ella— de un… caso diferente.

—Probablemente no sea nada —replicó él. Sus ojos se abrieron de par en par, lo cual significaba que estaba mintiendo. Lo conocía desde hacía el tiempo suficiente como para reconocer todos sus mensajes no verbales.

—El caso del que no hablamos… —dijo ella, en voz muy baja.

—Te llevaré a casa —respondió él.

Lo que sólo podía significar una cosa.

Glauer pensaba que sabía dónde estaba Laura.

1715

El mismo año en que murió mamá, la Muerte comenzó a asistir a las noches de juego de Justinia
.

Nunca jugaba, sino que se sentaba al fondo de la sala, con una copa de licor intacta ante sí. Tenía la piel tan pálida como la de un enfermo de consunción, y los ojos del diablo, rojos, y relumbraban con luz propia. Aunque fuese una grosería, no se quitaba el sombrero en interiores, un sombrero de fieltro, de ala ancha y baja que sumía su rostro en sombras. No sonreía. Esperaba hasta que acababan todas las partidas. Hasta que se formaba la cola de hombres que se quedaban después de la hora de cierre para solicitar los favores de Justinia
.

Pero la Muerte no esperaba sus favores
.

Al final de la noche, siempre había un hombre, un tipo arruinado y desaseado al que había abandonado la suerte, que miraba en torno de sí con enloquecida confusión, como si se preguntara adónde había ido todo su dinero. Mirando muchas veces hacia atrás y con expresión implorante (aunque debería haber sabido que en la mesa de juego se podía obtener poco crédito y menos compasión), se marchaba, borracho, pasando una mano por el manchado papel de las paredes. Y cuando el perdedor de la noche salía, la Muerte lo seguía
.

Justinia llegó a esperar con ilusión su visita. Mientras ponía las cartas sobre el tapete rojo, le dedicaba sonrisas que él nunca devolvía. Le lanzaba miradas cómplices aunque él jamás la miraba a los ojos. Porque ella sabía lo que se avecinaba
.

Tenía una erupción de manchas rosadas en la planta de los pies y en la palma de la mano izquierda. Ya había visto antes los síntomas de la sífilis. La enfermedad se había llevado a mamá, y ahora había vuelto a por ella
.

La noche en que por fin la Muerte la miró a los ojos, ella estaba preparada. Asintió lentamente con la cabeza, mirándolo, y luego se levantó de la silla y anunció que estaba cansada. Y declaró concluida la velada antes de la hora habitual. Los hombres que se encontraban en torno a la mesa protestaron, pero se marcharon cuando ella guardó la baraja dentro de su bolsita de terciopelo, y empezó a apagar las velas. Uno a uno fueron saliendo, aún con dinero en el bolsillo, y todavía con la lujuria en los ojos, hasta que Justinia y la Muerte se quedaron a solas
.


¿Serás tan amable como para dejarme beber una última copa? —preguntó ella, mientras cogía una licorera llena de coñac que había en una mesilla auxiliar
.

Él agitó los dedos de una mano para indicar que accedía. Era un hombre paciente, parecía tener todo el tiempo del mundo
.

Justinia bebió con ansia. El fuego del licor le ardió en la garganta y la hizo toser, pero le calentó los huesos helados
.


Ya está —dijo ella—. Estoy preparada si…

Él no pareció moverse. Pero de repente, la tenía sujeta por el cuello. La obligó a arrodillarse sobre la alfombra de delante de la chimenea , y en ese momento, por primera vez, la miró de verdad a los ojos
.


Me llamo Vincombe —dijo él—. Y necesito lo que tú posees
.


Como quieras —repuso ella. La mano con que le rodeaba el cuello era fuerte como el hierro. La sujetaba para que no pudiera escaparse. En su interior, ella resolvió que no lucharía. Simplemente había llegado su hora. Era correcto que las cosas acabaran de aquel modo
.


No soy un hombre malvado —continuó él, mientras ella se asombraba de que la Muerte dijera algo semejante, pero se guardó el pensamiento para sí—. Sólo tomo a aquellos que deberían desearlo. Aunque nunca lo hacen
.


Entiendo —dijo ella
.

Entonces sucedió algo extraño. Los ojos de él se abrieron de par en par, y la soltó. Era como si hubiera visto algo en el interior de ella. Algo que no entendía
.

La Muerte, Vincombe, dio un paso atrás. Volvió a bajar los ojos hacia ella, y abrió la boca de par en par. Ella vio sus dientes, triangulares, largos y afilados como cuchillos. Los dientes de un vampiro
.

Justinia levantó las manos y se desató el pañuelo del cuello, se lo quitó y lo dejó caer al suelo. A continuación, con lentitud, ladeó la cabeza para presentarle la vena yugular
.


Cuando queráis, mi señor —dijo
.

5

Laura Caxton estaba aprendiendo las ventajas del aburrimiento.

Desde el porche, donde estaba sentada, podía ver hasta el final de la cresta. Veía la parda cinta de tierra del camino que no conducía a ningún sitio en particular, salvo a La Hondonada, abajo. Veía las laderas verdes donde la hierba crecía hasta tres metros de altura, y la nueva plantación de arbolillos que brotaban del suelo, luchando por una oportunidad de llegar al sol. En el pasado, toda aquella cresta había sido deforestada y luego explotada en una mina a cielo abierto que la había dejado cubierta de terrazas y desprotegida ante los elementos, pero eso había sido hacía décadas. La naturaleza sólo necesitaba que la dejaran en paz durante un buen verano para recuperar el control, y en los años transcurridos desde entonces había reclamado para sí la totalidad de la cresta. Recubiertas por aquellas plantas estaban las máquinas de la explotación minera carcomidas por el óxido, trozos de excavadoras y palas cargadoras. Cuando la luz de la tarde se reflejaba en los trozos de un parabrisas roto, éstos brillaban como gemas extendidas sobre el tapete de una mesa de billar. Por la extensión verde corrían animales desesperados, perseguidos por depredadores, agitando los tallos de hierba y haciendo ruiditos que se perdían entre el susurro de las plantas. El calor del día hacía que se elevaran columnas de aire caliente como invisibles pilares de viento, lo bastante fuertes como para que los aguiluchos que patrullaban por la cresta pudieran aprovecharlas durante todo el día, flotando como puntos oscuros muy en lo alto, esperando la oportunidad de bajar en picado y matar una presa.

A Laura, las aves estaban enseñándoselo todo sobre el aburrimiento.

Si querías ser un depredador, tenías que aprender a esperar y a vigilar. Tenías que ser paciente. Tenías que sentarte, quedarte quieta y dejar que la presa acudiera a ti. Era infernalmente aburrido. No se parecía a las ocasiones en las que había ido de caza con su padre, en los tiempos en los que era tan joven que incluso una hora pasada en los fríos bosques le había parecido una eternidad. Aquello era cuestión de seguir pistas y avistar un ciervo desde cien metros de distancia, y luego el repentino ruido del disparo. No. Esto no guardaba ningún parecido con aquello. Las aves estaban enseñándole a ahorrar sus energías. Estaban enseñándole a mantener los ojos abiertos durante todo el tiempo, no sólo cuando esperaba ver algo.

Y estaban enseñándole que incluso el aburrimiento tenía su valor. Porque cuanto más te aburrías, más te fastidiaba tener que esperar tanto, y más agradecida te sentirías cuando por fin te llegara la oportunidad de actuar. Cuando llegara el momento de matar a la presa, estarías tan preparada para hacerlo, tan desesperada por hacerlo, que no te contendrías. Los aguiluchos no necesitaban consciencia, ni filosofía, ni alta tecnología. Sólo deseaban con tanto ahínco matar una presa que acababan lográndolo.

La puerta mosquitera que había detrás de Caxton dio un golpe, pero ella no se sobresaltó. Cualquiera que saliera de la casa era de fiar. Por el sonido de las botas, supo que se trataba de Urie Polder, el propietario de aquella choza, y la persona que estaba ocultándola de la policía.

Urie Polder tenía sólo un brazo. El otro había sido reemplazado por una rama de árbol rematada por ramitas finas a modo de dedos. Debido a que era un chamán, un
jorguin
, podía hacer que el brazo de madera se moviera casi tan bien como el de carne y hueso. Llevaba una camiseta blanca y una gorra de béisbol, y sujetaba un bote lleno de un líquido amarillo. Algo negro se agitaba en su fondo.

—Es un poco temprano para empezar a beber —dijo Caxton, sin molestarse en sonreír. Él sabría que estaba bromeando.

Urie le respondió con una sonrisa de compromiso y adelantó el bote para que pudiera verlo. La forma oscura de fondo del bote resultó ser un trío de clavos herrumbrosos, retorcidos para formar un nudo.

—Orina de zorro y un amuleto —explicó—. Para alejar las alimañas del jardín. Conejos, topos y bichos por el estilo.

Abrió el bote y salpicó el contenido sobre las tomateras y matas de pepino que se extendían por el huerto que se encontraba a un lado de la casa. Cuando hubo acabado, sacó los clavos del fondo del bote y los enterró en el centro del huerto.

Urie Polder no era la persona más rara que había conocido Caxton, pero estaba cerca de serlo.

Al terminar, volvió a entrar en la casa sin pronunciar una sola palabra más. Sabía que era mejor no molestar a Caxton durante su vigilancia. Las conversaciones ociosas podían ser agradables, pero distraían. Impedían que uno prestara la adecuada atención.

Los aguiluchos le habían enseñado también eso. Eran criaturas solitarias, como solía suceder con los depredadores. No necesitaban compañía mientras esperaban a que apareciese la presa. Se mostraban reservados, no se ponían a charlar los unos con los otros, y apenas si reparaban en la existencia de sus demás congéneres. La temporada de apareamiento había terminado. Ésa era la época de cazar.

A Caxton le gustaba pensar que se había vuelto como esos aguiluchos. Se había librado de todas las partes humanas de su ser que la diferenciaban de aquellos cazadores. Había perfeccionado su método. No había tenido elección, en realidad. No era un ratón de campo lo que estaba esperando. Era un oso pardo. La única oportunidad la tendría si prestaba atención.

Por supuesto, Caxton hacía lo que podía por igualar las bazas. A su lado, sobre la mecedora del porche, ocultas bajo una manta, había una escopeta del calibre doce, dos pistolas Glock cargadas con trece balas cada una, y un fusil con mira telescópica que podía acertar a trescientos metros de distancia. Los aguiluchos tenían sólo sus garras y sus picos curvos.

6

Aún quedaban dos horas de luz diurna cuando salió alguien de la casa para decirle que un coche se acercaba por el camino. Pocos minutos más tarde, Caxton lo vio. Con un par de binoculares comprobó el número de matrícula, y luego confirmó que el conductor iba solo. Apareció a su lado una adolescente que llevaba un vestido de algodón estampado. Una de las discípulas de Patience, probablemente. Se quedó esperando hasta que Caxton asintió con la cabeza. La muchacha volvió al interior, y Caxton se levantó de la silla, aunque no abandonó la sombra del porche.

Sabía muy bien que el monstruo al que estaba esperando tendía trampas y que usaba como cebo a personas, por ello se quedó muy cerca de las armas.

El coche, un turismo último modelo, tuvo problemas con la empinada cuesta, pero al fin se detuvo con un resoplido, delante mismo de la casa. Trajo consigo una columna de polvo que reducía la visibilidad desde la aguilera de Caxton, pero no se podía evitar. El conductor permaneció sentado ante el volante durante un rato, y se quedó mirándola como si fuera un fantasma. Tenía unos veinte años de edad, iba vestido de modo informal, con una camiseta negra y gafas de sol, que se quitó con lentitud mientras se miraban el uno al otro. Caxton no lo saludó con la mano ni le hizo ningún tipo de señal. Por si aquello era una trampa, o por si había acudido allí por la razón equivocada, le tocaba a él hacer alguna señal.

En cambio, el chaval abrió la puerta con suavidad y salió del automóvil; con un brazo flexionado sujetaba en precario equilibrio unos pequeños paquetes. Alzó la mirada hacia Caxton y sonrió. No pareció tomarse a mal que ella no le devolviera la sonrisa.

—Recibí su mensaje —dijo él—. Obviamente.

Se llamaba Simon Arkeley. Era el hijo del hombre que le había enseñado a Caxton la mayor parte de lo que sabía acerca de cómo matar vampiros. El muchacho era mucho menos formidable que su padre, pero resultaba útil. Para empezar, tenía una tarjeta de crédito.

—Urie se alegrará —dijo ella, haciendo un gesto con la cabeza hacia los paquetes que traía. Dejó de mirarlo y volvió a dirigir la vista hacia el final de la cresta—. Hace tiempo que necesita esas raíces. Aquí no crecen, tan al norte.

—No crecen en ninguna parte salvo en México. Al menos no legalmente. —Simon subió los tres escalones hasta el porche, y pareció esperar un abrazo, un beso, o al menos un apretón de manos. Caxton continuó vigilando la cresta, sin más—. ¿Debo… entrar? —preguntó. La sonrisa desapareció de su cara—. Mi madre siempre me ha dicho que no entre nunca en la casa de otro practicante sin ser invitado.

—Aquí serás bien recibido. Perteneces a una de las familias antiguas. —Caxton bajó la guardia durante una fracción de segundo, justo lo bastante como para mirarlo a los ojos. Entonces suspiró y aceptó que no podía, físicamente, vigilar la cresta durante veinticuatro horas al día, siete días por semana—. Entremos.

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