Gabi lo miró con ojos entrecerrados. Sabía que sus hermanos a veces la consideraban inmadura y tonta, y normalmente solía tolerar el tono condescendiente con el que la trataban porque creía que, en el fondo, estaban celosos de su despreocupado estilo de vida, aunque en ocasiones se pasaran de la raya.
—Un ritual de purificación puede que no sea tan mala idea —le respondió Gabi a su hermano—. Pero no creo que sea mami la que más lo necesite.
Sebastian se había sentado a unos metros junto a su hermana y su prima. Aunque todavía seguía preocupado por su abuela, no entendía a qué venía todo aquel jaleo. Sí, Lola estaba diferente de como estaba antes del ictus, pero se había despertado y andaba y caminaba, y a Sebastian no le cabía la menor duda de que antes de que se pusiera el sol, su abuela estaría de vuelta en su casita de Bungalow Haven, y la predecible tranquilidad que allí reinaba la curaría mejor que ninguna otra cosa. Y mientras pensaba en todo esto, dejó que sus piernas se balancearan libremente adelante y atrás.
—¿Por qué crees tú que tu abuela se está comportando así, Sebastian? —le preguntó tía Gabi de repente, volviéndose hacia él.
El niño detuvo los pies en seco cuando vio que todo el mundo estaba mirándole a él. Incluso su hermana y su prima se habían inclinado hacia delante para ver qué iba a decir.
—No creo que sea justo preguntarle a un niño pequeño algo así —protestó Mando.
—¿Y por qué no? —repuso Gabi—. Puede que Sebastian sea el más joven de todos los presentes, pero pasa más tiempo con su abuela que todos nosotros juntos, y me gustaría saber qué tiene que decir.
—Ya sabes, hombrecito —le dijo Gloria cuando vio lo nervioso que se estaba poniendo—, no tienes por qué responder…
—Pero quizá sí quiere hacerlo… —intervino Dean tocándole a su mujer el codo, pero ella se apartó de él.
Sebastian se deslizó en la silla para poder apoyar ambos pies firmemente en el suelo.
—Creo… creo que la abuela se está portando así porque… —tragó saliva y trató de no mirar a todos aquellos ojos que se clavaban sobre él intensamente.
—Porque… —le animó Gabi suavemente.
El niño levantó la mirada hacia ella y después la apartó, sin estar seguro de si debía decir lo que pensaba.
—Tú tómatelo con calma —le dijo Jennifer en tono impaciente, despegando los ojos del móvil un momento.
Sebastian notó que el corazón le palpitaba dentro del pecho y se inclinó contra el borde de la silla para tranquilizarse.
—Creo que la abuela se está portando así porque tiene… porque tiene…
—¿Porque tiene qué? —le preguntó Jennifer.
—Porque tiene hambre —dijo finalmente Sebastian—. Lleva sin comer tres días enteros.
Todo el mundo lo miró sin pronunciar palabra, algo decepcionados por una afirmación tan banal. Jennifer sacudió la cabeza y volvió a centrar la atención en el teléfono.
Momentos después, la auxiliar de enfermería que había estado ayudando a Lola a bañarse apareció en el dintel de la puerta de la sala de espera con aire afligido.
—Será mejor que alguien venga conmigo —anunció, y, por segunda vez aquel día, la familia corrió por el pasillo hacia la habitación de Lola.
Sebastian tenía la sensación de haber corrido más aquel día que en todo el resto de su vida y estaba empezando a sentirse agotado. Pero no podía detenerse ahora porque temía que a su abuela le hubiera dado otro ataque y que fueran a encontrarla de nuevo tirada en el suelo. Sin embargo, cuando entraron en la habitación, se toparon con algo totalmente diferente. Lola se hallaba sentada muy recta en su silla, completamente vestida. La otra enfermera, de pie junto a ella, suspiró de alivio cuando vio entrar a la familia.
—He estado tratando de convencer a su madre de que es muy importante que se quede en el hospital para hacerse más pruebas, pero parece que está empeñada en irse a casa.
Gloria se arrodilló delante de ella.
—Escúchame atentamente, mami —le dijo con voz resuelta y firme—. Es muy importante que sigas las instrucciones del médico ahora mismo. Más tarde hablaremos de volver a casa.
—Puedes venir a mi casa después si quieres —añadió Gabi—. Lo único es que tendré que reorganizar mi agenda.
—Me voy a casa —sentenció Lola tranquila, pero decidida.
Mando intervino, con la mandíbula firmemente apretada.
—Siento decirte esto, mami, pero no vas a ir a ninguna parte. Te vas a quedar aquí y vas a colaborar con los médicos y las enfermeras hasta que hayan terminado con lo que tienen que hacer. Y después, cuando estemos seguros de que te encuentras lo bastante bien, hablaremos del siguiente paso, ya sea volver a casa o ir a algún otro sitio. —En su rostro apareció una sonrisa afable, pero condescendiente—. Y, además, no quiero más discusiones. Quiero que te portes bien con las enfermeras y los médicos, que son todos muy amables y están cuidándote muy bien.
Mientras Mando hablaba, Lola levantó la vista hacia él con una expresión que no revelaba nada más que una curiosidad perpleja. Cuando su hijo terminó de hablar, Lola se puso en pie lentamente, negándose a aceptar la ayuda de la enfermera. Dio uno o dos pasos hacia él y después, sin previo aviso, levantó la mano derecha y le propinó una fuerte bofetada en la cara. El sonido del golpe retumbó por toda la habitación.
—¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo? —le espetó—. Te llevé en mi vientre durante nueve largos y difíciles meses. Te di la vida, te alimenté y te vestí, sacrifiqué lo que no tenía para darte una educación, y ahora tú tienes la desfachatez de hablarme como si fuera una cría estúpida. Deberías avergonzarte de ti mismo.
Mando movió la mano instintivamente hacia su mejilla enrojecida y contempló a Lola como si no la hubiera visto nunca, como si aquella mujer menuda de pelo plateado que estaba ante él fuera una total desconocida. Pero esa no era la primera vez que notaba aquel pinchazo. Cuando era pequeño, Lola solía tener mano dura con él siempre que se atrevía a decir palabrotas o a contradecirla con demasiado descaro. En aquel momento se sintió igual que si le hubiera abofeteado un fantasma de hacía cuarenta años.
Lola pasó junto a su hijo hacia la puerta, con la cabeza bien alta y los hombros hacia atrás, con un aire casi arrogante.
—Me voy a casa.
—Tal vez deberíamos llevarla —murmuró Dean con voz inaudible para que ella no lo oyera, pero sí que lo hizo.
—No os molestéis. Tomaré un taxi —respondió mientras se dirigía a solas hacia la entrada.
Gabi la llamó.
—No, espera, ¡yo te llevo, mami! —Y salió detrás de Lola por el pasillo.
Sebastian trató de seguirlas también, pero su madre lo detuvo mientras se volvía hacia la enfermera.
—¿No hay nada que pueda usted hacer?
—Me temo que no —contestó la mujer—. Su madre está en su derecho de negarse a recibir tratamiento. No podemos retenerla contra su voluntad a menos que demuestre ser un peligro para sí misma o para los demás.
—¡Pero ya ha visto como ha abofeteado a mi marido! —se quejó Susan—. Tiene que pasarle algo muy malo o jamás habría hecho una cosa así. Siempre ha sido una mujer muy dulce.
—Lo siento mucho, pero yo no puedo hacer nada. A veces, los pacientes que han permanecido inconscientes tienen reacciones extrañas como esta. Lo único que puedo sugerirles es que vayan a su casa para comprobar que está bien —les recomendó la enfermera, y se disculpó porque tenía que marcharse a atender a otros pacientes.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Gloria.
Mando se encogió de hombros con aire de indiferencia. No podía quitarse de encima la sensación de vergüenza que se había apoderado de él porque hubieran herido sus sentimientos, y le resultaba difícil idear un plan.
—No está en sus cabales, Mando —le dijo Gloria al darse cuenta de su expresión afligida—. Estoy segura de que no pretendía hacerlo.
La inesperada demostración de ternura de su hermana le devolvió el aplomo a Mando, que adoptó un aire ligeramente engreído.
—Eso es exactamente lo que me preocupa. Está nerviosa y sabe Dios lo que hará a continuación.
—¿Qué es lo que puede llegar a hacer? —preguntó Susan—. Regresará a su casa, verá la televisión, quizá comerá algo y después se irá a dormir. Y mañana seguro que volverá a ser la misma de siempre, ya veréis.
Nadie pareció tranquilizarse con aquella predicción, pero Sebastian experimentó un sentimiento tan maravilloso y libre como cuando se imaginaba a sí mismo corriendo de un extremo a otro del campo de fútbol. La sangre le palpitaba con fuerza por las venas y aquel fantástico hormigueo le recorría todo el cuerpo. Su queridísima abuela estaba viva y, en aquel preciso instante, iba de camino a su casita amarilla, que era donde tenía que estar. Y en un abrir y cerrar de ojos, se encontraría sentada en el porche, disfrutando de una taza de té. Puede que el señor Jones le hubiera dejado fruta fresca colgando del buzón. O quizá Terrence hubiera encontrado algún método para entregarle la cena aunque ella no estuviera en casa. Y lo mejor de todo era que Sebastian sabía que volvería a ver a su abuela de nuevo en Bungalow Haven y, de momento, aquello era más que suficiente para que se diera por satisfecho.
Cuando Sebastian bajó a la cocina para tomar el desayuno a la mañana siguiente, se sorprendió al ver que sería su padre quien lo llevaría al colegio. Su madre se había marchado temprano al trabajo para poder recuperar el tiempo que había perdido la semana anterior mientras Lola estaba en el hospital. Sebastian sabía que él también tendría deberes que recuperar y que, durante el próximo par de días, no podría sentarse en el patio y jugar al «balompié atado» o mirar los partidos de fútbol de sus compañeros sentado bajo el sauce. Pero cumpliría de buen grado con todo lo que le pidieran que hiciera, siempre que después pudiera ir directamente a Bungalow Haven.
El niño hubiera querido ir a ver a su abuela después de que esta se marchara hecha una furia del hospital el día anterior, pero sus padres habían insistido en ir solos a casa de Lola, y él tampoco los presionó demasiado. Comprendió que no querían a los nietos allí para que no presenciaran más escenas incómodas. Cuando sus padres volvieron a casa más tarde esa misma noche, Sebastian los examinó detenidamente. Por lo que pudo percibir, no parecían especialmente preocupados o disgustados y, cuando les preguntó qué tal estaba su abuela, ambos dijeron que parecía estar bien de momento.
Tras comerse la mitad del desayuno, Sebastian cogió su cartera y siguió a su padre hacia el coche. Le gustaba ir a los sitios en el Jeep de su padre. A veces, cuando su madre no miraba, su padre le permitía sentarse a su lado en el asiento del copiloto; era su pequeño secreto. Sentarse tan por encima del suelo, mirando el mundo desde arriba para variar, le resultaba muy estimulante y, por eso, disfrutaba mucho de aquellos viajes llenos de baches.
—Tienes que quedarte en la sala de cuidadores, o como sea que se llame, cuando se acaben hoy las clases —le dijo su padre mientras esperaban ante un semáforo en rojo—. Tu madre te recogerá allí.
Sebastian no estaba seguro de si lo había oído bien y, si era cierto, esperaba que su padre simplemente se hubiera confundido, porque no estaba familiarizado con la rutina habitual.
—Papá, siempre voy a casa de la abuela Lola después del colegio. Es lo que siempre hago.
—Lo sé, pero, como tu abuela no se siente muy bien, hemos pensado que lo mejor será que vayas a otro lugar de momento.
—¡Pero la abuela me estará esperando! —replicó Sebastian—. Y se disgustará si no me presento.
—Tu madre y yo lo hablamos ayer por la noche y hemos decidido que es lo mejor. De hecho, voy a comentárselo a tu profesora cuando te deje en el colegio.
—¿A la señorita Ashworth? —preguntó Sebastian incrédulo—. ¿Vas a hablar con la señorita Ashworth tú solo, sin mamá?
Dean miró fijamente a su hijo, algo perplejo y un poco dolido.
—Puede que te parezca increíble, pero realmente soy capaz de hablar con la gente sin que tu madre me ayude.
Sebastian se volvió para mirar más allá del parabrisas, con el corazón latiéndole como un tambor.
—Ya lo sé, pero la señorita Ashworth es…
—¿La señorita Ashworth es qué? —le preguntó su padre.
Quería decirle que la señorita Ashworth era muy hermosa, que llevaba faldas cortas y que olía maravillosamente, y que si se atrevía a mirarla de aquel modo en el que la miraba cuando su madre estaba presente, podía pasar cualquier cosa en su ausencia. Pero permaneció en silencio, sabiendo que aquello sería muy hiriente y que ni siquiera a su cariñoso y divertido padre le gustaría demasiado oírlo.
—¿La señorita Ashworth es qué? —preguntó Dean de nuevo.
—La señorita Ashworth siempre está muy ocupada —murmuró Sebastian, y no añadió nada más.
Dean aparcó el todoterreno en la zona reservada para visitas, y él y Sebastian caminaron en silencio hasta la clase. Dean llamó a la puerta, que siempre estaba cerrada hasta que sonaba la campana de la mañana. Momentos después, la señorita Ashworth la abrió, y su perfume de flores flotó por el ambiente como brisa veraniega. De pie en el dintel de la puerta con aquella tupida melena sobre el hombro y una mano apoyada en su estilizada cadera, estaba arrebatadora.
—Oh, ¡pero mira quién está aquí! —exclamó, con los ojos resplandecientes de alegría al ver a Sebastian.
Los invitó a pasar y los condujo hasta su escritorio al frente de la clase. Una sonrisa bobalicona colgaba de los labios de Dean, y sus ojos brillaban más azules que nunca mientras le explicaba a la profesora que la abuela de Sebastian había sufrido un ictus y que sería necesario que él se quedara en el horario extraescolar durante toda la semana, e incluso, quizá de forma permanente.
—Oh, siento mucho oír eso —comentó ella, frunciendo el entrecejo con un gesto atractivo—. Sé que Sebastian quiere muchísimo a su abuela.
Sebastian dejó caer la cabeza. Le había hablado a la señorita Ashworth de su abuela un par de veces, pero no recordaba haberle dicho nada de que la quisiera muchísimo. Dean respondió con unos cuantos tópicos de cortesía sobre que toda la familia estaba muy afectada y cosas similares, pero parecía estar tomándose mucho más tiempo del necesario en decir todas aquellas cosas. ¿No tenía que ir al trabajo? ¿No se estarían preguntando sus compañeros dónde se encontraba? Sebastian deseaba darle una patada en la espinilla y echarle de allí. Pero no, su padre no tenía ni la menor intención de terminar aquella reunión de forma prematura y, fuera lo que fuera lo que estuviera diciendo ahora, lo estaba haciendo de un modo tan tranquilo e ingenioso que, al escucharlo, la señorita Ashworth emitía un suave ronroneo, como el de un gatito satisfecho.