Sebastian continuó su tonto bailecito y, mientras tanto, se imaginó a sí mismo vestido con una capa y un chaleco, y adoptando una mueca cómica con sus gruesos labios de mono. En algún sitio, él también había visto a un organillero con un mono bailarín y sabía que, al final del baile, se suponía que el mono se quitaba el sombrero y lo pasaba alrededor, pero esperaba que Keith no se acordara de esa parte. Cerró los ojos para que nadie se diera cuenta de que se le estaban acumulando en ellos las lágrimas, pero no fue capaz de retenerlas, ni siquiera mientras se movía de un lado a otro como un monito feliz.
—¡Oh, mierda, ahí va! —comentó Keith—. Parece que tenemos un mono llorón.
—¡Déjalo en paz! —le recriminó Kelly—. No deberías meterte más con él. Tiene un grave problema de corazón y podría morirse aquí mismo si sigues obligándole a que haga esas cosas estúpidas.
Keith no pareció tomarse demasiado en serio la advertencia de Kelly, pero, de todas maneras, le propinó a Sebastian un desdeñoso empujón en la cabeza y le dijo:
—Vale, ya puedes dejar de bailar, niño mono.
Sebastian se detuvo instantáneamente, pero todos aquellos saltos lo habían dejado sin resuello y se habría llevado la mano al corazón, pero no deseaba dar la sensación de que quería despertar la compasión de sus compañeros.
Keith se agachó para pegar su nariz a la de Sebastian y le dijo:
—Escúchame atentamente. La próxima vez que la señorita Ashworth te pida que limpies la pizarra, quiero que le digas que no vas a hacerlo nunca más.
Sebastian lo miró fijamente, pero no pronunció palabra.
—¿Lo has entendido? —le dijo Keith, mirándole amenazadoramente con sus ojos amarillos entrecerrados.
—¡Pero a la señorita Ashworth le gusta que yo limpie la pizarra! —gimió Sebastian.
—Muy bien, vale, como tú quieras —dijo Keith, se irguió y volvió a gritar de nuevo—: ¡Baila, mono, baila! —Y los demás hicieron lo mismo.
Sebastian dejó caer la cabeza y trató de controlar sus emociones. Verter unas pocas lágrimas era una cosa, pero romper a llorar descontroladamente resultaba impensable.
—Vale, no volveré a limpiar la pizarra nunca más —masculló.
Keith levantó la mano para acallar a los demás.
—¿Qué ha sido eso? No te he oído bien, niño mono.
—No volveré a limpiar la pizarra nunca más —repitió Sebastian.
—¿Todo el mundo lo ha oído? —preguntó Keith—. El niño mono no va a volver a limpiar la pizarra nunca más.
Más que satisfecho, Keith se dio media vuelta y se alejó pavoneándose, con los hombros rectos y la cabeza bien alta. Kelly midió con la mirada a Sebastian durante un par de segundos, con un aspecto vagamente decepcionado, como si se le hubiera gastado el sabor del chicle. Después, se dio la vuelta y rápidamente alcanzó a Keith. Ambos caminaron juntos por el patio del recreo mientras el resto de los niños les seguían de cerca.
Una vez solo, Sebastian se secó las lágrimas y respiró profundamente, consciente del traqueteo dentro de su pecho cuando exhalaba el aire. Esperó un momento hasta que se le pasó, recogió su cartera, se la colgó del hombro y emprendió el corto paseo hasta casa de su abuela. Solo de pensar en ella, lo invadió una oleada de alivio y expectación, y se echó a llorar de nuevo. A medida que las lágrimas le resbalaban por las mejillas, se sintió agradecido de que esta vez no hubiera nadie mirándole.
Sebastian llevaba yendo a la urbanización Bungalow Haven desde que estaba en segundo grado y, para entonces, ya conocía a la mayoría de los ancianos que vivían allí. Se sentía fascinado por los años que asomaban esculpidos en sus rostros. Solo con mirarlos, comprendía algo de quiénes eran antes de que pronunciaran palabra. Si tendían a ser refunfuñones, él lo percibía en el eterno ceño fruncido grabado en sus rostros y en sus muecas de desagrado. Si habían tenido muchas preocupaciones a lo largo de sus vidas, los delataba la insondable expresión de sus miradas. Y si eran de carácter más jovial, él era capaz de deducirlo por la generosa colección de arruguitas que les surgían como abanicos desde el rabillo de los ojos siempre que sonreían o se echaban a reír. Los ancianos no podían esconderse tras la suave piel intacta de la juventud, cosa que a Sebastian le resultaba tranquilizador.
A medida que avanzaba por el serpenteante sendero que se abría paso entre las casitas de color pastel, el mundo real que él conocía se iba alejando cada vez más, por lo que ralentizó el paso para apreciar totalmente la calma que reinaba a su alrededor. Entonces, se detuvo, inspiró profundamente y exhaló el aire muy despacio. Volvía a notar el pecho despejado, y su corazón ronroneaba suavemente, como un motor recién puesto a punto. Siempre se sentía bien cuando llegaba a aquel lugar. Le tranquilizaba el corazón y la mente más que ninguna otra cosa.
Bungalow Haven era un lugar muy parecido a otras urbanizaciones construidas durante los años treinta y cuarenta en Pasadena. Las viviendas unifamiliares contaban con una sola planta y eran del tamaño adecuado para personas que habían perdido parte de su movilidad. Sin embargo, cada casa tenía un patio lo bastante grande como para proporcionarles privacidad e independencia a los residentes. El pequeño
bungalow
de la abuela de Sebastian estaba pintado de amarillo y era una de las últimas casas de la calle. Cuando hacía un tiempo cálido y agradable, cosa que ocurría con mucha frecuencia, solía dejar la puerta principal abierta. Y cuando también abría la ventana de la cocina, una tonificante brisa recorría toda la casita. Ella lo prefería con creces al aire acondicionado, pues decía que este era demasiado ruidoso y hacía que le picara la piel y se le resecara.
Sebastian subió los escalones del porche de entrada y miró a través de la pantalla de la puerta principal. Vio a su abuela Dolores, a quien él llamaba
abuela Lola
en español, sentada en su mecedora observando la colección de fotografías que colgaba de la pared frente a ella. Cuando se sentía nostálgica, era capaz de contemplar aquellas fotografías durante largos ratos. Las había dispuesto como si fueran una flor gigantesca, de modo que cada pétalo representaba una línea temporal de fotografías de sus hijos y nietos desde que nacieron hasta la actualidad. En el centro de la flor había un retrato de ella y su marido, el abuelo Ramiro, que había fallecido apenas unos días antes de que Sebastian naciera.
Sebastian pensaba que hacían una pareja particularmente atractiva, casi de aspecto majestuoso, Lola con su amplio cuello de encaje y el abuelo Ramiro ataviado con un traje oscuro y corbata. La foto había sido tomada cuando todavía vivían en Puerto Rico. Apenas tenían veintipocos años, pero su aspecto era misteriosamente atemporal, y Sebastian se preguntaba si la gente de entonces nacía con una especie de sabiduría ancestral que se habría perdido en los tiempos modernos. A veces se imaginaba que era capaz de saltar dentro de la fotografía y posar entre ellos dos. Él también tendría una expresión seria y ligeramente desafiante y adoptaría una pose tan sobria como los grises y blancos que coloreaban aquel mundo.
Sin embargo, las fotografías que más le interesaban eran las de su madre. Cuando se enteró de que aquella hermosa joven de cabello oscuro en bañador y de pie a la orilla del mar no era otra que ella, apenas pudo creerlo. Examinó la fotografía durante largo rato hasta que se convenció de que aquellos pómulos altos y esa boca sensual realmente eran los de su madre. Tuvo que reconocer que, a veces, cuando se dormía boca arriba y la piel de la cara se le suavizaba, se parecía un poquitín a la mujer de la fotografía, pero Sebastian no podía creerse que aquel cuerpo esbelto y flexible fuera el de ella, independientemente de lo mucho que mirara la foto o de lo que tratara de entrecerrar los ojos. Nunca había visto a su madre en pantalones cortos y siempre llevaba blusas y jerséis lo más largos posible para que le cubrieran las caderas. Decía que, de ese modo, podía camuflar los kilos de más que había ganado desde que había tenido a sus hijos.
Mientras Lola miraba fijamente sus fotografías, Sebastian le echó un vistazo al salón y se sintió reconfortado ante la uniformidad que encontraba allí. La antigua silla de madera, con brazos esculpidos que parecían dos gruesos pergaminos, estaba situada en su lugar habitual, formando un ángulo particular frente a la ventana, y las minúsculas hadas de cristal colgaban, como de costumbre, de los pomos de los armarios de la cocina. Sus delicadas alas captaban la luz del sol de la tarde y reflejaban coloreados prismas traslúcidos en la pared de enfrente, donde había un crucifijo de madera de gran tamaño. Los mismos tres tapetes descansaban, ligeramente superpuestos, sobre el respaldo del sofá, y el jarrón lleno de tulipanes rojos de plástico presidía el centro de la mesa de la cocina, como siempre. Incluso el elefantito rojo de cerámica que Lola decía que la ayudaba a recordar cuándo había llegado el momento de llamar al farmacéutico para reponer su medicación seguía fielmente de guardia, apostado junto al teléfono.
De repente, Lola se volvió y vio a su nieto allí de pie, contemplándola.
—Sebastian, no te había oído —comentó, agarrándose a los brazos de la mecedora para ponerse en pie, aunque se tomó un momento para colocar en su lugar los cojines sobre los que se había sentado antes de avanzar hacia la puerta.
Era menuda, poco más de uno cincuenta de estatura, con el cabello blanco ondulado, que se peinaba apartándoselo del rostro. Llevaba unas gruesas gafas de montura negra que, de lejos, le daban un aspecto severo, pero, de cerca, su expresión dulce y algo perpleja atenuaba esa impresión. Unas finas venillas azules cruzaban el dorso de sus manos y tenía los dedos ligeramente curvados, pero cuando le acariciaba el rostro presionándole dulcemente las mejillas, las palmas de sus manos resultaban suaves y cálidas y olían a polvos de talco.
Sebastian examinó el rostro sonriente de su abuela y se quedó maravillado, igual que siempre que la veía, por todas sus arrugas. Aunque Lola apenas llegaba a los setenta y cinco años, tenía incluso más arrugas que la señora Abbot, que había cumplido al menos cien.
—¿Por qué tienes tantas arrugas, abuela? —le había preguntado su nieto cuando era más pequeño y todavía no entendía que resultaba de mala educación decir algo así.
Sin embargo, a Lola no le molestó la pregunta.
—Valoro todas y cada una de mis arrugas —le contestó—. Porque siempre que Dios responde a mis plegarias, me da una nueva, y así es como recuerdo todas las bendiciones que me ha concedido.
Por supuesto, la madre de Sebastian le proporcionó una explicación más razonable. Le informó de que, en Puerto Rico, donde su abuela había crecido, casi siempre hacía sol, y precisamente la exposición al sol había hecho que la fina piel de Lola se arrugara de aquella manera. Sin embargo, siempre que Sebastian miraba a su abuela a la cara, se olvidaba de la racional explicación de su madre y pensaba que Lola tenía que ser la mujer a la que más bendiciones se le habían cumplido de todo el mundo.
Lola le plantó un beso en la coronilla a Sebastian. Aunque era bajita, seguía siendo unos centímetros más alta que él.
—Hoy llegas tarde —le dijo—. ¿Ha pasado algo después del colegio?
Sebastian se apartó ligeramente de ella, por si acaso volvía a reflejársele la contrariedad en el rostro. El niño solía confiar en su abuela, pero aquel día tenía claro que no deseaba contarle nada sobre el estúpido bailecito del mono, porque lo único que quería era olvidarse de ello.
—La profesora me ha pedido que me quedara después de clase —murmuró.
—Ah, esa guapa profesora que tanto te gusta… —comentó ella.
Sebastian sonrió a pesar del disgusto.
—¿Y por qué te ha pedido que te quedaras después de clase?
El niño recobró la seriedad inmediatamente ante aquella pregunta.
—Para… para… para limpiar la pizarra —contestó—. Soy muy bueno limpiándola, mejor que ningún otro de la clase.
Después de decir aquello, recordó que probablemente no volvería a limpiar la pizarra nunca más, lo cual le hizo sentirse especialmente avergonzado y tonto por alardear de ello.
Lola lo cogió del brazo y lo llevó hasta el porche.
—Hace una tarde preciosa, y pronto nos traerán la cena.
Se sentaron uno al lado del otro en unas sillas plegables metálicas y, cuando Lola se dejó caer en una de ellas y se sintió más o menos cómoda, dejó escapar un suspiro de satisfacción.
—Esta es mi parte preferida del día —comentó—. Cuando el sol está empezando a ponerse y se alargan las sombras. Es el mejor momento para encender velas. Cuando yo era pequeña, en Puerto Rico, las encendíamos todas las noches justo antes de que el sol se pusiera. Nosotros, los jíbaros
[1]
, vivíamos allá arriba en las montañas, y en las noches de luna nueva se quedaba todo tan oscuro que no podías verte ni siquiera tu propia mano, ni aunque te la pusieras delante de la cara. Pero siempre podías oír a las ranitas de la isla, los coquís. En lugar de croar, como la mayoría de las ranas, estos animalillos hipan, y llenaban la noche de un sonido tan alegre que era imposible tener miedo, independientemente de lo oscuro que estuviera. Nos encantaba escucharlas, sobre todo a la titilante luz de las velas.
—¿No os aburríais de pasar toda la noche sentados mirando fijamente la luz de las velas y escuchando a las ranas? —le preguntó Sebastian.
—¡Oh, Dios mío, claro que no! —exclamó ella—. Incluso aunque acabaras cansándote de las ranas, cosa que les sucedía a algunos, los espíritus que habitan en las llamas de las velas imparten fuerza, belleza y una gran sabiduría. ¿Cómo íbamos a cansarnos de algo así?
Sebastian contempló a su abuela en silencio, con los ojos como platos. Siempre que le hablaba sobre las cosas de los jíbaros relacionadas con espíritus, velas y hierbas mágicas, sabía que entraban en un terreno resbaladizo. Su madre rechazaba firmemente todas aquellas creencias supersticiosas y le tenía dicho a Lola que prefería que sus hijos no se vieran expuestos a aquellos disparates.
Lola, que comprendía por qué Sebastian se sentía incómodo, se echó a reír entre dientes.
—En todo caso, la luz de las velas también inspira las conversaciones más interesantes. No creo que haya mucha gente que pueda negar eso.
Sebastian se volvió para mirar las velas artificiales que descansaban sobre la ventana. Se encendían automáticamente cuando el sol se ponía y emitían un brillo intenso durante toda la noche hasta la mañana siguiente, pero todavía no había oscurecido lo suficiente, o puede que hiciera falta cambiarles las pilas.