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Authors: Cecilia Samartin

Tags: #Relato, Romantico

La abuela Lola (22 page)

Sin embargo, no había espacio para sentarse, así que Lola tiró unas cuantas cajas de los sofás y las sillas mientras Charlie despejaba un caminillo por el suelo, atizando golpes con el bastón a lo que se interponía en su camino. Sebastian los contemplaba desde la encimera, fascinado y preocupado a partes iguales. Además, no podía evitar preguntarse si el señor Jones habría estado dejándole notitas románticas a su abuela dentro de las bolsas de fruta que le había estado llevando hasta ahora.

—Ven a sentarte con nosotros —le dijo Lola a su nieto, haciéndole un gesto con la mano.

Sebastian tomó asiento en la mecedora, mientras Lola y Charlie Jones se sentaron juntos en el sofá. Ella fue la que inició la conversación.

—Sebastian me estaba contando que mis hijos van a intentar llevarme a una residencia.

Charlie puso los ojos como platos sorprendido y dejó de sonreír, aunque le resultó difícil volver a cerrar la boca.

—¿Y por qué iban a hacer una cosa semejante? —preguntó, mirando alternativamente a Sebastian y a Lola—. No te has vuelto loca ni nada por el estilo. —Charlie se rascó la barbilla—. Y tampoco necesitas equipo médico especializado ni nadie que te ayude en el baño.

—Solamente tengo que tomarme tres pastillas al día —explicó Lola levantando tres dedos en el aire—. Una es para el colesterol, la otra es para la tensión arterial y una nueva que es un anticoagulante que me dieron en el hospital, pero puede que deje de tomar esa última. —Se arremangó para mostrar una multitud de pequeños moratones que le habían salido en los antebrazos—. Mirad lo que me está haciendo.

—Tienes que seguir tomándotela, Lola —le dijo Charlie con seriedad—. Si la dejas, les darás una buena razón para llevarte a una residencia.

—Quizá tengas razón —le respondió ella, recolocándose las mangas—. Entonces, ¿cuál crees que es el problema, Charlie?

El anciano intentó elaborar una respuesta a esa pregunta mientras recolocaba los labios sobre su nueva dentadura, pero no logró hacer ninguna de las dos cosas.

—¿Y tú qué crees? —preguntó Lola, volviéndose hacia Sebastian.

El niño se inclinó hacia delante en la mecedora para apoyar firmemente los pies en el suelo. Contempló la mata de pelo colorado de su abuela y después paseó la mirada por la habitación patas arriba que anteriormente había estado tan ordenada y limpia. La razón era tan obvia que no sabía cómo planteárselo a su abuela de forma delicada, pero algo tenía que decirle.

—Ellos creen… que has cambiado.

Lola se sintió muy inquieta por la afirmación de su nieto.

—Pero el cambio es parte de la vida. ¿No es cierto eso, Charlie?

El anciano sonrió, feliz por tener otra oportunidad de hacerlo, y sus dientes centellearon con el rayo de luz del sol que entraba por la ventana.

—A lo mejor es que has cambiado demasiado —aventuró Sebastian—. Lo mismo piensan que es un poquito… raro.

—Bueno, ¿y qué podemos hacer? —le preguntó su abuela.

El niño tenía preparada una rápida respuesta para aquella pregunta.

—Volver a ser como antes.

—¿Volver a ser como antes? —repitió ella con ojos horrorizados.

—Bueno, pues, por lo menos, podrías volver a cambiarte el color de pelo y ponértelo como antes.

—¿El pelo? —preguntó Lola, apartándose un mechón color frambuesa de la frente—. ¿Quieres que me cambie el color? ¿Acaso no te gusta?

—Yo lo único que digo es que si te lo vuelves a cambiar, a lo mejor no se preocupan tanto, y si dejas de cocinar…

—¿Dejar de cocinar? —repitió Lola, echándose hacia atrás y colocándose una mano sobre el pecho—. ¿También quieres que deje de cocinar?

—No, yo no quiero que lo dejes, pero se lo prometiste, abuela. ¿No te acuerdas? Después de que la casa casi se quemara les prometiste que no volverías a cocinar nunca.

Lola lo pensó durante unos instantes, sin que se notara ninguna emoción en la sombría expresión de su semblante. Entonces, de repente, se le iluminaron los ojos con una nueva idea.

—Ya sé lo que voy a hacer —anunció—. Voy a preparar una comida absolutamente fabulosa, algo que les hará olvidarse de todas esas estupideces de querer llevarme a una residencia.

—¡No, abuela! —exclamó Sebastian, poniéndose en pie con tanta brusquedad que la mecedora casi se cayó al suelo—. Tienes que cocinar menos, no más. Cuando el médico me dice que tengo que ir despacio, no corro. No debes hacer más de lo que te han prohibido.

—¿No debo hacer más de lo que me han prohibido?

—No, no debes.

Lola inclinó la cabeza hacia un lado.

—Me parece a mí que eso son demasiadas imposiciones y demasiadas prohibiciones. ¿Tú qué crees, Charlie?

El anciano asintió, y una sonrisa volvió a aparecer en su rostro.

—No debes vivir con tantas imposiciones ni prohibiciones.

—¡Oh! —exclamó ella, golpeándole juguetona con los nudillos en el hombro—. Eso ha sido muy inteligente, Charlie Jones. Eres un hombre muy ingenioso.

En el rostro de Charlie surgió otra enorme sonrisa, y Sebastian se volvió a dejar caer sobre la mecedora. Hacer frente a la separación de sus padres y las estrafalarias maneras de la abuela Lola era demasiado para él y, de repente, se sintió harto y agotado. Ahora comprendía por qué su abuela solía sentarse en la mecedora contemplando las fotografías de la pared durante horas interminables.

Lola se disculpó y fue a vigilar el arroz, pero primero le pidió a Charlie que encendiera las velas que ella había colocado previamente por toda la sala de estar. El sol se estaba escondiendo rápidamente, y el anciano se puso manos a la obra con entusiasmo, como si algo horrible fuera a suceder si caía la noche antes de que hubiera logrado encender todas y cada una de las velas.

Momentos después, Lola sirvió la comida e invitó a Sebastian y a Charlie a que se unieran a ella en la mesa. Vertió además vino tinto en copas de cristal que había sacado para ella y Charlie, y llenó de leche la copa de Sebastian.

—En Puerto Rico no bebíamos vino, sino más bien cerveza y ron, pero le cogí el gusto en Nueva York —explicó recatadamente—. Un poquito no nos hará ningún daño.

—¡En absoluto! —afirmó Charlie con ojos brillantes.

Lola pronunció una breve plegaria en español antes de la comida, algo que Sebastian nunca antes la había visto hacer. «Señor, te damos gracias y te rogamos que bendigas estos alimentos.» A continuación, cogió el tenedor, invitando a los demás a hacer lo propio. Sebastian admiró el plato antes de probarlo. Entremezclada con el esponjoso arroz, había una deliciosa variedad de verduras y riquísima carne, y trocitos que parecían minúsculos pastelillos de arroz ligeramente tostados de color marrón dorado. Comprendió que aquel era el
pegao
del que Lola le había hablado con tanto entusiasmo y se dispuso a probarlo primero. Inhaló los sabrosos aromas que se combinaban entre sí para crear algo que le parecía que tenía que estar delicioso. Apenas había ingerido el primer bocado, Sebastian ya estaba pensando en el siguiente plato que se iba a comer.

Charlie llenó con avidez el tenedor y probó el primer bocado. Batió las pestañas en pleno éxtasis mientras masticaba y tragaba. Sacudió maravillado la cabeza y levantó la copa. Profirió un elocuente discurso sobre lo deliciosa que era la comida y lo encantadora que resultaba la compañía, pero Sebastian no le estaba escuchando realmente. El niño se quedó petrificado por la expresión de los ojos de Charlie. Era como si el anciano acabara de presenciar un milagro y, de repente, hubiera comprendido cuál era el instante más importante de su vida y, por lo que le dio la sensación a Sebastian, parecía que se tratara de aquel preciso momento, ese en el que tenía la oportunidad de mirar a su abuela a los ojos y decirle: «Lola, eres una mujer extraordinaria».

Capítulo 14

Hacía casi una semana desde que Sebastian había visto por última vez a su padre. Sentado al otro lado de la mesa con él en una hamburguesería, el niño trató por todos los medios de hallar aquella sensación de paz que residía en la serenidad de los ojos azules de Dean, pero esta vez no lo logró. Aun así, pasar aquel tiempo con él hizo que Sebastian comprendiera lo mucho que le echaba de menos y que sería capaz de perdonarle cualquier cosa. Quería preguntarle cuándo iba a volver a casa, pero tomó la decisión de no hacerlo. Era mejor no preguntar cosas que pudieran provocar respuestas dolorosas, y se dio cuenta de que su padre también se sentía desconcertado por el modo en el que trataba de no mirarle a los ojos y por el repiqueteo nervioso de su cucharilla contra la taza de café que había pedido. Incluso los desganados intentos de Sebastian de contarle algún chiste no obtenían como respuesta más que una mueca por sonrisa.

Tal vez si Jennifer hubiera estado allí también habría sido diferente, pero diez minutos antes de que su padre fuera a recogerlos, su hermana anunció que finalmente no se les uniría para cenar, y Gloria no trató de convencer a su hija para que cambiara de opinión.

Sebastian se hallaba esperando junto a la puerta de entrada cuando Jennifer salió de camino a casa de una amiga.

—Creía que me habías dicho que tú y yo estamos juntos pase lo que pase —le espetó a su hermana.

Los ojos de Jennifer centellearon, sorprendida y enfadada porque Sebastian le plantara cara empleando sus propias palabras. Inspiró profundamente antes de responderle.

—Mira, hombrecito, estamos juntos, pero eso no significa que tengamos que andar todo el día pegados con pegamento. A veces estar juntos simplemente significa tratar de comprenderse.

—¿Por qué no quieres ver a papá? —le preguntó Sebastian.

Mientras le contestaba, Jennifer se metió la sudadera por la cabeza, cosa que amortiguó su voz.

—Porque aún estoy furiosa con él y no quiero decirle nada de lo que más tarde pueda arrepentirme.

—¿Y qué le digo yo? Papá supone que tú también vas a venir.

—Dile la verdad. No me importa —le respondió Jennifer bruscamente mientras se sacaba el pelo por el cuello de la sudadera.

Sin embargo, más tarde, cuando Sebastian se subió solo al todoterreno de su padre, no dijo ni una palabra sobre el enfado de Jennifer. En su lugar, le contó que una de sus amigas tenía una emergencia. Pensó que aquella historia era bastante buena, pues incluía montones de detalles sobre lo disgustada que estaba la amiga de Jennifer, lo amable que había sido su hermana por ayudarla y lo mucho que quería a esa chica que tenía problemas. El niño se sorprendió de que su padre no le preguntara qué tipo de emergencia era esa, porque, si lo hubiera hecho, estaba preparado para contarle que al perro de la amiga lo había pillado un coche. Sin embargo, su padre se quedó pensativo y en silencio durante todo el camino hacia la hamburguesería. Incluso mientras pedían y se sentaban a la mesa a comer, Dean apenas pronunció palabra.

Llevaban sentados varios minutos, cuando dijo:

—No estás comiendo nada, hombrecito. ¿No te gusta la hamburguesa?

Sebastian asintió, cogió la voluminosa hamburguesa con ambas manos y le dio un buen bocado. Sabía en su mayor parte a grasa y a sal, y el niño tuvo que masticar durante mucho rato antes de tragar. No le gustaba demasiado, pero por alguna razón le pareció que era muy importante que comiera todo lo posible.

Mientras comían, Sebastian contempló a la gente que esperaba en fila para hacer su pedido, cómo estudiaban el panel iluminado que mostraba los menús justo por encima de sus cabezas, como si aquella fuera la decisión más importante de sus vidas. ¿Pedirían tiras de pollo rebozado? ¿Fajitas o una hamburguesa de queso? ¿Comerían patatas fritas o aros de cebolla? ¿Se lo tomarían allí o lo pedirían para llevar? Casi todo el mundo optaba por esto último. Todos, excepto un hombre mayor con aspecto desaliñado y pantalones sucios, y una pareja de adolescentes que estaban juntos de pie con los brazos entrelazados. Únicamente los que no tenían un lugar mejor al que ir querrían quedarse a comer en un establecimiento con las mesas pegajosas y moscas muertas desperdigadas por los alféizares de las ventanas.

Dean se terminó su hamburguesa y se limpió la boca y las manos con una servilleta.

—He estado tratando de pensar en alguna manera de explicar lo que ha pasado, pero no sé qué decir —comentó—. Supongo que es porque ni yo mismo lo entiendo del todo.

Sebastian dejó su hamburguesa a medio comer sobre la mesa.

—¿Tú también necesitas tiempo y espacio para aclarar las cosas? —le preguntó.

Dean sonrió con tristeza.

—¿Eso es lo que tu madre te ha dicho que necesitaba?

Sebastian asintió.

—¿Y tu hermana también?

El niño miró a su padre a los ojos con tristeza. Tendría que haber sabido que no lograría engañarle.

—Bueno, no la culpo por estar enfadada y me alegro de que esté apoyando a tu madre en estos momentos. Creo que eso…, bueno, creo que es así como debe ser.

—Papá —le dijo Sebastian, agradecido por que su padre hubiera roto el hielo, pues necesitaba hacerle una pregunta que le había estado torturando desde que Dean se marchó de casa—, ¿te vas a divorciar de mamá y te vas a casar con la señorita Ashworth?

Dean abrió los ojos como platos y tardó un instante en contestar.

—¡Por supuesto que no! —le contestó—. Yo quiero a tu madre. No…, no…, no siento esas cosas por tu profesora.

—¿Y entonces, por qué no miras a mamá igual que a la señorita Ashworth?

—No… no estoy seguro de qué quieres decir —tartamudeó.

Sebastian se inclinó por encima de la mesa y bajó la voz.

—Cuando miras a la señorita Ashworth, como si se te estuvieran derritiendo las tripas, es igual que cuando mirabas a mamá en aquellas fotografías de la pared en casa de la abuela Lola.

—¿En serio? —le preguntó Dean poniéndose colorado.

—Sí, pero yo nunca te he visto mirar a mamá así en la vida real.

Su padre emitió una risita nerviosa.

—¡Vaya observador que estás hecho!

—¿Es porque mamá ya no es tan guapa?

—Bueno, yo no diría que…

—Porque hay que reconocer que la señorita Ashworth es muy guapa. Es tan guapa que yo, a veces, no puedo quitarle los ojos de encima. Y además, huele genial.

—El aspecto de una mujer no debería ser lo más importante del mundo, hijo. De todos modos, cuando yo conocí a tu madre, ella era…, bueno, lo creas o no, era más guapa incluso que la señorita Ashworth. De hecho, era extraordinariamente hermosa, pero esa no fue la razón por la que me enamoré de ella.

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