—¿Y entonces por qué te enamoraste?
El padre de Sebastian se echó hacia atrás en su asiento, y su mirada vagó más allá de la sucia ventana.
—Oh, ella era de aquella manera y tenía una sonrisa que hacía que se me volviera el mundo del revés. Me encantaba cómo se reía y, más que ninguna otra cosa, disfrutaba haciéndola reír. Pero la gente cambia, Sebastian, no hay remedio. La gente cambia.
Sebastian inmediatamente pensó en la reciente transformación de su abuela y no pudo estar más de acuerdo.
Padre e hijo salieron de la hamburguesería y se dirigieron a un parque que se encontraba al final de su calle. Se sentaron en los columpios mientras contemplaban a los niños de todas las edades jugando en el césped y en el resto del parque, saltando, rodando, retozando, empujándose y chocando unos con otros, corriendo despreocupados hasta que se caían de rodillas jadeando y riendo; quedándose sin resuello hasta alcanzar un alegre agotamiento.
—Un día llegaré a ser el niño más rápido de mi clase —le anunció Sebastian.
—¿En serio?
—Sí, después de que me operen.
Dean frunció el entrecejo.
—¿De qué estás hablando, Sebastian? ¿A qué operación te refieres?
—El doctor Lim dice que cuando esté lo bastante fuerte quiere operarme otra vez el corazón. Después, podré correr todo lo que quiera, y jugar al fútbol y marcar montones de goles.
Dean paró en seco de columpiarse.
—¿Y cuándo ha dicho eso el doctor Lim?
—La última vez que tuve revisión, aunque lo dice casi todas las veces que voy. Pero mamá no quiere ni oír hablar de eso. Siempre intenta cambiar de tema.
—Ya veo —dijo su padre—. ¿Y cuándo vas a volver a ver al doctor Lim?
—No lo sé —respondió Sebastian, fascinado con unos niños que hacían turnos para saltar sobre el tocón de un árbol. Algunos lograban hacerlo fácilmente, mientras que otros tenían que trepar hasta la parte superior como si fueran ardillas—. La anciana de pelo negro en el hospital que estaba en la cama de al lado de la de la abuela Lola me dijo que la gente que baila con la muerte puede ver cosas que otros no pueden y que eso les da valor.
—¿Qué anciana de pelo negro es esa?
—Nunca me dijo su nombre, pero era como si me conociera, papá, y después de eso, ya no me dio miedo.
Dean meneó perplejo la cabeza y le habría preguntado más cosas sobre aquella mujer, pero no podía dejar de pensar en lo que Sebastian le había contado sobre una nueva operación. Gloria solía informarle de las revisiones médicas de Sebastian, pero nunca había mencionado ni una palabra sobre aquello.
Después de pasar cerca de una hora en el parque, mientras su padre conducía de vuelta a casa, Sebastian le preguntó:
—¿Dónde estás viviendo ahora?
—Con un amigo que vive en el centro. Tiene una habitación extra y no está lejos de la oficina.
—¿Tienes suficientes sábanas y cosas para comer?
—Sí, gracias por preguntar, hijo mío.
Cuando aparcaron ante la puerta del garaje de casa, vieron que revoloteaba la cortina de la ventana de la entrada.
—¿Quieres entrar y hablar con mamá? —le preguntó Sebastian, preocupado porque su madre lo hubiera visto sentado en el asiento del copiloto.
Seguro que aquello no la haría muy feliz.
—Esta vez no, hombrecito. Quizá la próxima, pero te veré en un par de días, ¿vale?
—Vale —le respondió Sebastian, pero vaciló si salir del coche—. La abuela Lola ha roto su promesa y ha vuelto a cocinar. Mamá, el tío Mando y la tía Gabi quieren trasladarla a una residencia de ancianos, pero ella no quiere ir.
Dean suspiró con cansancio.
—Lo siento, hombrecito —le dijo—. Ya sé que debe de ser muy triste para ella, y también para ti.
Sebastian también suspiró.
—Sí, pero creo que a mí me pone más triste que a la propia abuela Lola.
Gloria estaba doblando la colada en la mesa de la cocina cuando Sebastian entró. Miró de arriba abajo a su hijo cuando le vio.
—Tienes ketchup en la barbilla —le dijo, señalándole dónde tenía la mancha.
Sebastian se limpió con la manga. Quería contarle todo lo que había hablado con su padre, pero no estaba seguro de si a ella le disgustaría escucharlo. En ese momento, su madre andaba buscando los calcetines sin pareja, cosa que la irritaba considerablemente.
—¡De verdad, no sé dónde se meten! —comentó, echando uno de los calcetines sin pareja dentro de la cesta—. Debe de haber un monstruo comecalcetines rondando por la casa. Tal vez sale por las noches y se los zampa todos mientras dormimos. Sinceramente, me daría igual si se los comiera por parejas, ¡y no así como lo hace, uno cada vez!
Puede que tampoco estuviera de tan mal humor después de todo. Sebastian se sentó a la mesa, estudiando a su madre por encima del creciente montón de ropa doblada. Esperó hasta que hubo encontrado uno de los calcetines perdidos.
—Papá está viviendo en casa de un amigo. Dice que está cerca de la oficina.
—Sí, ya lo sé —respondió ella sin molestarse en levantar la vista de su tarea, pero tampoco miró para otro lado, ni abandonó la habitación, ni cambió de tema radicalmente.
—Dice que no está enamorado de la señorita Ashworth.
La colada se le cayó de las manos a Gloria y se quedó muy quieta.
Sebastian prosiguió:
—Dice que tú eres más guapa que ella.
Gloria comenzó a mover a un lado y otro la cabeza, y la piel alrededor de los ojos y la boca se le tensó como si estuviera intentando no llorar.
—Sebastian, no quiero que te involucres en esta… esta historia entre tu padre y yo. No es tu responsabilidad.
—Solo te estoy contando lo que me ha dicho —le respondió el niño.
—¿Te ha pedido él que me digas esto? —le preguntó, mirándole con ojos escrutadores, ansiosa por confirmar su sospecha.
—No, solo estábamos hablando —le contestó Sebastian tranquilamente.
Ella continuó doblando, alisando las arrugas de la ropa con una fuerza innecesaria mientras farfullaba para sí misma.
—¿Qué has dicho, mamá? No te he oído bien.
—He dicho que sé perfectamente que no soy más guapa que la señorita Ashworth. Como si eso importara. De hecho, no importa una mierda.
Sebastian miró a su madre con ojos como platos. Nunca la había oído decir palabrotas y le asustó un poco, pero también comprendió que estaba hablando con más sinceridad que nunca.
—Pues yo sí que creo que eres guapa, mamá —le dijo—. Sobre todo cuando estás dormida, porque estás igualita que en las fotos de la pared de la abuela, y es como si nunca hubieras desaparecido.
Ella le dedicó una mirada perpleja y se sentó a la mesa junto a él.
—Sebastian, incluso aunque pudiera adoptar el mismo aspecto que en esas viejas fotografías, eso no arreglaría automáticamente las cosas entre tu padre y yo.
—¿Y por qué no?
Gloria meneó la cabeza y suspiró.
—Porque es mucho más complicado que eso. Cuando seas mayor lo entenderás, pero por ahora…
—Ya lo sé —la interrumpió él—. Necesitas tiempo y espacio para aclarar las cosas.
Ella asintió y le sonrió.
—Exactamente, hombrecito.
Lola comenzó a mezclar el ajo picado, el vinagre y los condimentos para preparar un adobo que utilizó para humedecer el pollo por todos los costados. Mientras Sebastian picaba el ajo, la cebolla y los pimientos, tal y como su abuela le había indicado, Lola salteó los trozos de pollo en aceite de maíz y los fue apartando para dejarlos escurrir sobre un pedazo de papel de cocina. Entonces, Sebastian vertió una buena cantidad de aceite de oliva en la misma sartén y comenzó a saltear la verdura hasta que adquirió un color ligeramente dorado. A esto le añadió orégano, sal, pimienta negra y una lata de salsa de tomate concentrado, removiendo continuamente con una cuchara de madera mientras su abuela lo contemplaba satisfecha.
Cuando todos los ingredientes se hubieron mezclado bien, Lola anunció:
—Creo que ya estamos listos.
Ante lo cual Sebastian saltó del taburete y fue ansioso hasta la nevera a por una lata de cerveza. Tiró de la anilla de la lata y vertió todo su contenido en la sartén. Resultaba emocionante ver la cerveza formar espuma hasta el borde y amenazar con derramarse antes de batirse en retirada justo a tiempo. No le cabía la menor duda de que los resultados de aquel minivolcán culinario serían deliciosos. Lo único que faltaba era añadir el pollo y el arroz a la olla, bajar el fuego al mínimo y esperar. Terrence llegó poco después, con mucho que decir sobre el delicioso olor que ya flotaba en el ambiente y sin ninguna duda sobre que su sabor sería aún mejor.
Aproximadamente cuarenta minutos más tarde, Lola sirvió el pollo y el arroz en la misma fuente. Mientras la llevaba hasta la mesa, les contó que en la isla, esa comida se quedaba en el fuego todo el día y según iba llegando la gente, la iba consumiendo, y siempre sabía a recién hecha, incluso al final del día. Y al día siguiente, si había sobrado algo, estaba aún más rico. No obstante, Sebastian no podía ni imaginarse cómo era posible que supiera mejor de lo que ya sabía ahora. El pollo estaba blandito y esponjoso, y podía notar el regusto a ajo y cebolla en cada bocado. El arroz tenía una consistencia caldosa pero firme y estaba impregnado del mismo toque delicioso que el pollo.
—Tiene usted un don, señora Lola —le dijo Terrence—. ¿Ha pensado alguna vez en abrir un restaurante?
—¡Oh, Dios mío! ¡Qué cosa tan descabellada! ¿Te imaginas?
Mientras comía, Sebastian se dedicó a contemplar a su pelirroja abuela. Aquel día, Lola había decidido ponerse una blusa verde que contrastaba considerablemente con su melena rojiza. Teniendo en cuenta todo lo que había sucedido durante los últimos días, Sebastian no pensaba que abrir un restaurante fuera una idea tan descabellada. De hecho, dudaba de que nada pudiera volver a sorprenderle.
—Ya me estoy imaginando la fila de clientes dando la vuelta a la manzana —dijo Terrence con los ojos brillándole esperanzadores.
—Eso me recuerda —respondió Lola con melancolía— que existía un sitio en la isla llamado La Lechonera. No era más que una choza a un lado de la carretera, pero cada mediodía, se empezaba a formar una fila de comensales y permanecían allí la tarde entera hasta que todo el mundo estaba servido.
—La comida debía de ser digna de mención —comentó Terrence.
—Ya lo creo. Asaban un cerdo entero, en la ventana misma, hasta que adquiría un color dorado y delicioso. De niños solíamos entretenernos contemplándolo dar vueltas mientras se nos hacía la boca agua. La piel del cochinillo estaba divina, tan deliciosa y crujiente que nadie era capaz de hacerla mejor. El secreto estaba en el sofrito con el que frotaban todo el cerdo y en la manera de cocinarlo, lenta y uniformemente.
—¿Qué es el sofrito? —le preguntó Sebastian.
—Una mezcla de cebolla, ajo, cilantro y pimiento, todo ello frito en aceite de oliva. Digamos que si no empiezas por un buen sofrito, ningún boricua que se precie se molestará en comer lo que prepares. Pero había otro factor por el que la gente acudía allí —continuó Lola—. Si querías saber qué se cocía en el vecindario, tenías que ir a La Lechonera, y dejadme deciros que, a veces, los cotilleos eran aún más jugosos que el propio cochinillo. —Sonrió al acordarse de aquello—. No había nada más satisfactorio que sentarse fuera, a la fresca, bajo el cielo azul, con un plato de cochinillo asado en el regazo mientras escuchabas a algún amigo poniéndote al día de quién tenía una aventura con quién, o quién se había marchado de la isla para siempre. Más tarde o más temprano, aparecía la persona de la que estábamos hablando, porque la única manera de asegurarse de que no eras el «plato fuerte del día» era pasarse por allí con relativa frecuencia.
Terrence profirió una risita.
—Sé de lo que habla, señora Lola. El club en el que yo toco los fines de semana no es muy diferente. A los parroquianos les gusta tanto cotillear que, a veces, creo que ni siquiera escuchan nuestra música.
—Oh, estoy segura de que sí lo hacen, y les encanta —replicó Lola, y después se inclinó hacia delante como si, de repente, se sintiera inspirada—. Yo también me los estoy imaginando haciendo cola, pero están esperando para escuchar la maravillosa música de Terrence Brooks, el extraordinario cantautor.
—Usted y yo formaríamos un magnífico equipo, señora Lola. Con su comida y mi música, nuestros clientes no querrían marcharse nunca de nuestro local.
—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Sebastian emocionado—. Yo también quiero hacer algo.
—Veamos… —dijo Terrence, rascándose la barbilla—. Necesitaremos a alguien que les dé la bienvenida oficialmente a nuestros clientes. Con tu personalidad y donaire serías el perfecto anfitrión.
Sebastian sonrió por el cumplido.
—Y además, encenderé todas las velas —añadió—. Y lo llamaremos La Nube, porque todo el mundo se sentirá como si estuviera flotando en el cielo.
—¿Qué te parece, Terrence? —le preguntó Lola—. ¿Qué te parecería tener tu propia nube?
—¡Perfecto! —le respondió él—. Absolutamente perfecto.
Mientras comían, fueron añadiéndole más detalles al restaurante de sus sueños. Para mantener la temática del nombre, el comedor estaría pintado con motivos celestes, con paredes de color azul claro y esponjosas nubes blancas flotando por el techo y las paredes. Terrence tocaría en la esquina junto a la ventana durante la puesta de sol y Lola serviría sus comidas de inspiración casera en sencillos platos blancos.
De repente, se abrió la puerta de pantalla, y las llamas de las velas temblaron por la corriente que se formó. Se volvieron para ver a Mando de pie en el dintel, y sus hombros eran casi tan anchos como para ocupar el marco de la puerta de lado a lado. Llevaba su habitual traje oscuro, y en el rostro tenía pintada una expresión aún más sombría que el color de su traje. Sebastian se estremeció. No lograba recordar la última vez que había visto a su tío en casa de su abuela… Puede que nunca.
—¡Mira quién está aquí! —exclamó Lola con los ojos centelleantes—. ¡Mi hermoso hijo ha decidido hacerme una visita!, ¡y ni siquiera es el día de la Madre! ¿Has tenido un buen día hoy, Mando? ¿Has ganado mucho dinero?
Mando entró, se cruzó de brazos y miró a su alrededor.
—Gloria no estaba exagerando, ¿verdad? —comentó, meneando la cabeza.
—Gloria nunca exagera. Sabes tan bien como yo que siempre es extremadamente precisa en sus palabras. Por otra parte, tu hermana, ya sabes, puede llegar a ser…, bueno, ya sabemos todos cómo se pone…