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Plenti pukpuk.
—¿Yeso qué es?
—Cocodrilos.
Y desapareció entre el espeso follaje.
—Estupendo —dijo Evans.
Kenner se detuvo en medio del arroyo. Algo no andaba bien. Hasta ese momento había visto en el lecho indicios de quienes lo precedían. Restos de barro en las rocas, marcas de dedos mojados. Pisadas o alguna alteración en las algas. Pero en los últimos minutos, nada.
Los otros habían abandonado el arroyo.
Los había perdido en algún punto.
Morton se habría asegurado de eso, pensó. Morton debía de conocer un buen sitio por donde abandonar el riachuelo sin dejar rastro. Probablemente algún lugar con helechos y hierba pantanosa entre unos peñascos de la orilla, hierba esponjosa que volviese a su posición después de pisarla.
Kenner había pasado por alto el lugar.
Se dio media vuelta y, despacio, desanduvo el camino arroyo arriba. Sabía que si no encontraba sus huellas, no podría abandonar el cauce. Se perdería con toda seguridad. Y si permanecía demasiado tiempo en el arroyo, los rebeldes darían con él y lo matarían.
Faltaba solo una hora. Morton se hallaba agazapado entre los mangles y las rocas cerca del centro de la bahía de Resolución. Los otros estaban alrededor. El agua lamía suavemente la arena a unos metros de ellos.
—Esto es lo que sé —dijo en voz baja—. La gabarra del submarino está escondida bajo una lona de camuflaje en el extremo este de la bahía. Desde aquí no se ve. El submarino ha salido a diario desde hace una semana. Tiene una autonomía limitada, y solo puede permanecer sumergido durante una hora cada vez. Pero parece evidente que están colocando una especie de explosivos en forma de cono y disponen de algún sistema de detonación sincronizada.
—Eso mismo usaban en la Antártida —dijo Sarah.
—Muy bien, entonces, ya sabéis de qué se trata. Aquí planean desencadenar una avalancha bajo el agua. A juzgar por el tiempo que el submarino permanece en inmersión, imagino que los colocan a unos noventa metros de profundidad, que casualmente es el nivel más eficaz para una avalancha capaz de provocar un tsunami.
—¿Y esas tiendas de campaña? —preguntó Evans.
—Por lo visto, no quieren correr riesgos. O bien no tienen suficientes explosivos, o no confían en que estos cumplan con su cometido, porque en las tiendas hay unas máquinas llamadas cavitadores hipersónicos. Son del tamaño de un camión pequeño. Funcionan con gasoil, y hacen mucho ruido cuando los prueban, cosa que viene ocurriendo desde hace días. Han desplazado las tiendas varias veces, solo treinta o cincuenta centímetros en cada ocasión, así que supongo que la posición es un elemento crucial por algún motivo. Quizá están enfocando los rayos, o lo que sea que esos artefactos generan. N o tengo muy claro cuál es su función. Pero, según parece, son importantes para originar el corrimiento.
—¿Y qué hacemos? —preguntó Sarah.
—No hay manera de detenerlos —contestó Morton—. Somos solo cuatro, cinco si Kenner consigue llegar, y de momento eso no parece probable. Ellos son trece, siete en la gabarra y seis en la orilla, todos provistos de armas automáticas.
—Pero contamos con Sanjong —dijo Evans—. No te olvides.
—¿El nepalí? Estoy seguro de que los rebeldes lo han atrapado. Hace una hora se han oído disparos en las montañas donde os han encontrado. Yo estaba unos cuantos metros más abajo cuando os han descubierto. He intentado preveniros tosiendo, pero… —Se encogió de hombros y se volvió hacia la playa—. Da igual. Suponiendo que los tres cavitadores deban actuar simultáneamente para causar algún efecto en la pendiente submarina, imagino que la mejor opción es eliminar uno de los generadores, o quizá dos. Eso les estropearía el plan o, como mínimo, reduciría el efecto.
—¿Es posible cortar el suministro de energía? Morton negó con la cabeza.
—Se autoabastecen. El depósito de gasoil va acoplado a las unidades principales.
—¿Ignición por batería?
—No. Paneles solares. Son autónomos.
—Entonces tenemos que eliminar a los hombres que los manejan.
—Sí, y los han avisado de nuestra presencia. Como podéis ver, uno monta guardia frente a cada tienda, y han apostado un centinela en algún lugar de esas crestas. —Señaló hacia la vertiente occidental—. No vemos dónde está, pero imagino que vigila toda la bahía.
—¿Y qué? Eso poco importa. Que vigile —dijo Jennifer—. Propongo que eliminemos a los hombres de las tiendas y destruyamos las máquinas. Tenemos aquí armas suficientes para hacerlo y… —Se interrumpió. Había extraído el cargador de su fusil; estaba vacío—. Mejor será que comprobéis la munición.
Por un momento, manipularon sus armas. Todos negaron con la cabeza. Evans tenía cuatro balas, Sarah dos, Morton ninguna.
—Esta gente prácticamente no tiene muni…
—Y nosotros tampoco. —Jennifer respiró hondo—. Sin armas, esto va a ser algo más complicado. —Avanzó un poco y, entornando los ojos para protegerse de la intensa luz, observó la playa—. Hay unos diez metros entre la selva y esas tiendas. Playa abierta, sin cobertura. Si atacamos las tiendas, no lo conseguiremos.
—¿Y alguna distracción?
—No sé cuál podría ser. Hay un hombre frente a cada tienda y otro dentro.
—¿Están los dos armados? Morton asintió con la cabeza.
—Armas automáticas.
—Mal asunto —dijo ella—. Muy mal asunto.
Mientras chapoteaba por el arroyo, Kenner miraba con atención a izquierda y derecha. No había recorrido más de cien metros cuando vio la leve huella de una mano mojada en un peñasco. La marca de humedad casi se había secado. Examinó el lugar con mayor detenimiento. Vio pisoteada la hierba de la orilla.
Por allí habían abandonado el arroyo.
Emprendió el camino hacia la bahía. Era obvio que Morton conocía el terreno. Aquel era otro arroyo, mucho menor. Con cierta inquietud, Kenner advirtió que descendía en una pendiente bastante escarpada. Mala señal. Pero era una ruta transitable a través de la selva. En algún lugar más adelante oyó los ladridos de un perro. Parecía que el animal estuviese ronco o enfermo o algo así.
Agachándose bajo las ramas, Kenner apretó el paso.
Tenía que llegar junto a los otros antes de que fuese demasiado tarde.
Morton oyó los ladridos y frunció el entrecejo.
—¿Qué pasa? —preguntó Jennifer—. ¿Los rebeldes nos persiguen con perros?
—No. Eso no es un perro.
—La verdad es que no parecía un perro.
—No lo es. En esta parte del mundo han aprendido un truco. Ladran como un perro, y cuando aparecen los perros, se los comen.
—¿Quiénes?
—Los cocodrilos. Eso que habéis oído es un cocodrilo. En algún lugar detrás de nosotros.
En la playa, oyeron un repentino ruido de motores. Escrutando entre los mangles, vieron acercarse tres jeeps desde el extremo este de la bahía, avanzando por la arena hacia ellos.
—¿Yeso? —preguntó Evans.
—Llevan toda la semana practicándolo —explicó Morton—. Fijaos. Cada uno para junto a una tienda. ¿Veis? Tienda uno… tienda dos… tienda tres. Todos parados. Todos con los motores en marcha. Todos de cara al oeste.
—¿Por qué al oeste?
—Hay un camino de tierra que sube por la ladera unos cien metros y queda allí cortado.
—¿Había algo antes en ese punto?
—No. Ellos mismos cortaron la carretera. Fue lo primero que hicieron al llegar aquí. —Morton miró hacia el arco oriental de la bahía—. Por lo general a esta hora la gabarra ha zarpado y se encuentra mar adentro. Pero hoy no ha sido así.
—Ajá —dijo Evans.
—¿Yeso?
—Creo que olvidábamos un detalle.
—¿Qué?
—Nos preocupaba que este tsunami viajase hacia la costa californiana. Pero un corrimiento de tierra absorbería agua hacia abajo, ¿no? Y luego el agua volvería a subir. Pero eso es como si echo esta piedra en el charco. —La dejó caer en un charco lodoso a sus pies—. La onda que genera es circular. Va en todas direcciones…
—Oh, no —dijo Sarah.
—Pues sí. En todas direcciones, y también hacia aquí. El tsunami arremeterá también contra esta costa. Y enseguida. ¿A qué distancia mar adentro está la fosa de Salomón?
Morton se encogió de hombros.
—No lo sé. Quizá a tres kilómetros. La verdad es que no lo sé, Peter.
—Si estas olas viajan a ochocientos kilómetros por hora —dedujo Evans, significa que llegará a esta costa en…
—Veinticuatro segundos —apuntó Sarah.
—Exacto. Ese es el tiempo de que dispondremos para salir de aquí en cuanto empiece el corrimiento de tierra bajo el mar. Veinticuatro segundos.
Con un repentino tableteo, el primer generador a gasoil cobró vida. Luego el segundo, luego el tercero. Los tres estaban en funcionamiento.
Morton consultó su reloj.
—Es eso —dijo—. Han empezado.
Y a continuación oyeron un zumbido electrónico, al principio tenue pero cada vez más grave e intenso. Llenó el aire.
—Esos son los cavitadores —dijo Morton—. Se ha puesto en funcionamiento.
Jennifer se colgó el fusil al hombro.
—Preparémonos.
Sanjong se deslizó en silencio desde las ramas colgantes de un árbol sobre la cubierta de la gabarra A V Scorpion. La embarcación, de doce metros de eslora, debía de tener muy poco calado, puesto que la habían arrimado mucho a tierra en el lado oeste de la bahía, de modo que las ramas de los enormes árboles de la selva quedaban suspendidas sobre ella. La gabarra no se veía desde la playa; Sanjong había descubierto que estaba allí al oír crepitar unas radios cuando se acercaba por la selva.
Agachándose en la popa, se ocultó detrás del cabrestante que izaba el submarino y escuchó. Oía voces en todas direcciones, o eso le pareció. Calculó que habría seis o siete hombres a bordo. Pero su objetivo era localizar los detonadores sincronizados. Supuso que se hallaban en la timonera, pero no estaba seguro. Y un largo trecho de cubierta separaba su escondite de la timonera.
Observó el minisubmarino que pendía sobre él. Era de color azul intenso, de algo más de dos metros de longitud, con una cubierta transparente, ahora levantada, sobre el habitáculo. Lo bajaban e izaban del agua mediante el cabrestante.
Y el cabrestante…
Buscó el panel de control. Sabía que debía de estar cerca, porque el operario tenía que ver el submarino mientras descendía. Finalmente lo encontró: una caja de metal cerrada al otro lado del barco. Se acercó a rastras, abrió la caja y examinó los botones. Había seis, marcados con flechas en todas direcciones. Como un gran teclado numérico.
Apretó el botón de descenso.
Con un ruido sordo, el cabrestante comenzó a bajar el submarino.
Sonó una alarma. Oyó rápidas pisadas.
Volvió a agacharse en el hueco de una trampilla y esperó.
Desde la playa, oyeron vagamente el sonido de una alarma por encima del tableteo de los generadores y el zumbido de cavitación. Evans miró alrededor.
—¿De dónde viene eso?
—De la gabarra seguramente. Allí.
En la playa, los hombres la oyeron también. En parejas a la entrada de las tiendas, señalaban en aquella dirección y se preguntaban qué hacer.
Y de pronto, desde la selva, una metralleta abrió fuego. Sobresaltados, los hombres de la playa apuntaron sus armas a un lado y a otro. —A la mierda —dijo Jennifer, y cogió el fusil de Evans—. Ha llegado el momento. No habrá ocasión mejor.
Abriendo fuego, se echó a correr por la playa.
El cocodrilo había atacado a Kenner con aterradora velocidad. Apenas había vislumbrado la enorme boca blanca y abierta de par en par y el remolino en el agua cuando disparó su metralleta. El animal cerró las fauces casi atrapándole la pierna; a continuación, se revolvió y acometió de nuevo, mordiendo una rama baja.
Las balas no habían causado el menor efecto. Kenner dio media vuelta y echó a correr arroyo abajo.
El cocodrilo rugió detrás de él.
Jennifer avanzaba por la arena en dirección a la tienda más cercana. Había recorrido unos diez metros cuando dos balas la alcanzaron en la pierna izquierda y la abatieron. Sin dejar de disparar, cayó en la arena caliente. Vio desplomarse al guardia apostado a la entrada de la tienda. Supo que estaba muerto.
Evans se acercó a ella desde atrás y se agachó.
—¡Sigue adelante! ¡Ve! —gritó ella.
Evans corrió hacia la tienda.
En la gabarra, los hombres detuvieron el cabrestante para impedir el descenso del submarino. Oían ya los disparos procedentes de la playa. Se habían precipitado todos al lado de estribor y miraban por encima de la borda para ver qué ocurría.
Sanjong avanzó por la cubierta en el lado de babor. Allí no había nadie. Llegó a la timonera, donde encontró un enorme panel con numerosos controles electrónicos. Vio a un hombre en pantalón corto y camiseta inclinado sobre él, realizando ajustes. En lo alto del panel, tres hileras de luces marcadas con números se extendían de un extremo al otro.
Los temporizadores.
Para las detonaciones en el lecho del mar.
Sarah y Morton corrían por el linde de la selva en dirección a la segunda tienda. El hombre apostado fuera los vio casi de inmediato y empezó a disparar ráfagas de metralleta, pero debía de estar muy nervioso, pensó Sarah, porque no dio en el blanco. Alrededor de ellos se partían ramas y hojas por el impacto de las balas y a cada paso se acercaban más al punto desde donde Sarah podría devolver el fuego. Llevaba la pistola de Morton. A veinte metros, se detuvo y se apoyó en el tronco más cercano. Extendió el abrazo y apuntó. Erró el primer tiro. El segundo alcanzó al hombre en el hombro derecho, y mientras se desplomaba, el arma se le cayó a la arena. Morton lo vio y, abandonando el bosque, atravesó la playa hacia la tienda. El hombre intentaba levantarse. Sarah volvió a disparar.
Y en ese momento Morton desapareció en el interior de la tienda y Sarah oyó dos disparos y un grito de dolor.
Se echó a correr.
Evans estaba dentro de la tienda, frente a un muro de estruendosa maquinaria, un enorme complejo de tubos curvos y válvulas que terminaban en una placa plana y redonda de dos metros y medio de anchura, colocada más o menos a medio metro por encima de la arena. El generador tenía poco más de dos metros de altura; todo el metal estaba caliente al tacto. El ruido era ensordecedor. No vio allí a nadie. Preparando el fusil, consciente de que el cargador estaba vacío, dobló el primer recodo y luego el segundo.