¿De verdad Evans pensaba que eran imágenes de la Antártida?
—Sí. Según él, eran afloramientos de roca negra en la nieve.
No le he llevado la contraria.
—El lugar real se llama Resolution Bay —dijo Sanjong—. Se encuentra al nordeste de Gareda.
—¿A qué distancia está de Los Ángeles?
—Seis mil millas marinas, poco más o menos.
—El tiempo de propagación es, pues, de doce o trece horas.
—Sí.
—Ya nos preocuparemos de eso más tarde —dijo Kenner—. Antes tenemos otros problemas.
Peter Evans durmió a ratos. Su cama consistía en un mullido asiento de avión extendido, con una costura en el centro, justo donde apoyaba la cadera. Dio vueltas y más vueltas, despertándose brevemente, oyendo retazos de conversación entre Kenner y Sanjong en la parte de atrás del avión. No pudo escuchar toda la conversación debido al zumbido de los motores, pero sí lo suficiente.
«Por lo que necesito que haga». «Se negará, John».
«… le guste o no… Evans está en el centro de todo».
Peter Evans despertó de pronto por completo. Aguzó el oído.
Levantó la cabeza de la almohada para oír mejor.
«No le he llevado la contraria».
«… lugar real… Resolution Bay… Gareda».
«… ¿A qué distancia…?».
«… mil millas…».
«… el tiempo de propagación… trece horas».
Pensó: «¿Tiempo de propagación? ¿De qué demonios están hablando?». Impulsivamente, se levantó de un salto, fue derecho a la parte de atrás y se encaró con ellos.
Kenner ni pestañeó.
—¿Has dormido bien?
—No —contestó Evans—, no he dormido bien. Creo que me debes una explicación.
—¿Sobre qué?
—Las imágenes del satélite, para empezar.
—No podía decírtelo allí en la sala, delante de los demás —respondió Kenner—. Y no me gustaba la idea de interrumpir tu entusiasmo.
Evans fue a servirse una taza de café.
—Bien, ¿y qué muestran realmente las imágenes?
Sanjong dio vuelta a su ordenador para enseñarle a Evans la pantalla.
—No te sientas decepcionado. No tenías la menor razón para sospecharlo. Las imágenes eran negativos. Se utilizan así a menudo para aumentar el contraste.
—Negativos…
—Las rocas negras son en realidad blancas. Son nubes.
Evans lanzó un suspiro.
—¿Y qué es la masa de tierra?
—Una isla llamada Gareda, en la zona sur del archipiélago de Salomón.
—Que esta….
—Frente a la costa de Nueva Guinea, en el norte de Australia.
—Así que es una isla del Pacífico sur —dijo Evans—. Ese tipo de la Antártida tenía una imagen de una isla del Pacífico.
—Correcto.
—Y la referencia «Scorpion» es…
—No lo sabemos —respondió Sanjong—. En los mapas el lugar real se llama Resolution Bay, pero quizá el nombre local sea Scorpion Bay.
—¿Y qué planean allí?
—Tampoco lo sabemos —dijo Kenner.
—Os he oído hablar de tiempos de propagación. Tiempos de propagación ¿de qué?
—De hecho, has oído mal —dijo Kenner sin inmutarse—. Hablaba de tiempos de interrogación.
—¿Tiempos de interrogación? —repitió Evans.
—Sí. Teníamos la esperanza de identificar al menos a uno de los tres hombres de la Antártida, puesto que disponemos de buenas fotografías de los tres. Y sabemos que las fotografías son fiables porque la gente de la base los vio. Pero me temo que no nos acompaña la suerte.
Sanjong explicó que habían transmitido las fotografías de Brewster y los dos estudiantes de pos grado a varias bases de datos de Washington, donde los ordenadores de reconocimiento las contrastaban con individuos con antecedentes penales. A veces había suerte y el ordenador encontraba una coincidencia. Pero esta vez no había sido así.
—Ya han pasado varias horas, así que creo que no hemos tenido suerte.
—Como preveíamos —añadió Kenner.
—Sí —convino Sanjong—. Como preveíamos.
—¿Porque estos hombres no tienen antecedentes penales? —dijo Evans.
—No. Es muy probable que sí tengan.
—Entonces, ¿por qué no ha aparecido una coincidencia?
—Porque esto es una guerra en la red —respondió Kenner—. Y de momento la estamos perdiendo.
Según las versiones de los medios de comunicación, explicó Kenner, el Frente Ecologista de Liberación era una asociación de ecoterroristas muy poco rígida, compuesta por pequeños grupos que actuaban por propia iniciativa y empleaban medios relativamente rudimentarios para sembrar el caos: incendios, destrucción de todoterrenos en aparcamientos y demás.
La verdad era muy distinta. Solo se había detenido a un miembro del FEL, un estudiante de posgrado de veintinueve años de la Universidad de California en Santa Cruz. Fue sorprendido saboteando una torre de perforación en El Segundo, California. Negó toda relación con el grupo e insistió en que actuaba solo.
Pero lo que inquietó a las autoridades fue el hecho de que llevaba en la frente una prótesis que le cambiaba la forma del cráneo y daba prominencia a las cejas. Llevaba también unas orejas falsas. Como disfraz, no era gran cosa, pero resultaba preocupante, ya que inducía a pensar que conocía bastante bien los programas de identificación utilizados por la policía.
Dichos programas estaban ajustados para pasar por alto los cambios en el vello facial-pelucas, barbas y bigotes, dado que era el método de disfraz más corriente. Estaban preparados así mismo para compensar los cambios de edad, tales como el aumento de peso reflejado en la cara, las facciones caídas, las entradas en el pelo.
Pero las orejas no cambiaban. La forma de la frente no cambiaba. Por tanto, los programas se basaban en gran medida en la configuración de las orejas y la forma de la frente. La alteración de estas partes del rostro daría un resultado negativo en un ordenador.
El individuo de Santa Cruz lo sabía. Sabía que las cámaras de seguridad lo fotografiarían cuando se acercas e a la torre de perforación. Así que cambió su aspecto de un modo que previniese la identificación por ordenador.
Análogamente, los tres extremistas de Weddell contaban sin duda con un formidable respaldo para llevar a cabo su acción terrorista de alta tecnología. Requería meses de planificación. El coste era alto. Y obviamente disponían de apoyo en profundidad para obtener credenciales académicas, sellos universitarios en sus cajas de embalaje, compañías fantasma para sus envíos a la Antártida, falsas páginas web y otras docenas de detalles necesarios para la misión. Ni en su plan ni en la manera de ejecutarlo se advertía nada rudimentario.
—Y lo habrían conseguido —dijo Kenner—, a no ser por la lista que George Morton obtuvo poco antes de morir.
Todo lo cual indicaba que si el FEL había sido en otro tiempo una asociación poco rígida de aficionados, ya no lo era. Ahora era una red muy organizada, que utilizaba tantos canales de comunicación entre sus miembros (correo electrónico, teléfonos móviles, radio, mensajes de texto) que la red en su conjunto escapaba a la detección. Los gobiernos de todo el mundo se preocupaban desde hacía tiempo por cómo hacer frente a estas redes, y las «guerras en la red» que resultarían del intento de luchar contra ellas.
—Durante mucho tiempo el concepto de guerra en la red fue meramente teórico —prosiguió Kenner—. Llegaron estudios del RAND, pero en el ejército nadie se concentró en ello realmente. La idea de un enemigo, o grupo terrorista o incluso delictivo, organizado en forma de red, era demasiado amorfa para tomarse la molestia.
Pero era ese carácter amorfo de la red —fluido, en rápido desarrollo— la razón por la que era tan difícil combatirla. Era imposible infiltrarse en ella. Era imposible someterla a escuchas, salvo por accidente. Era imposible localizarla geográficamente porque no estaba en ninguna parte. A decir verdad, la red representaba una clase de adversario radicalmente nueva, que requería técnicas de combate radicalmente nuevas.
—Los militares no lo entendieron —declaró Kenner—. Pero, nos guste o no, ahora estamos en una guerra en la red.
—¿Y cómo se libra una guerra en la red? —preguntó Evans.
—La única manera de enfrentarse a una red es mediante otra red. Se amplían los puestos de escucha. Se decodifica las veinticuatro horas del día. Se emplean técnicas de engaño y trampas.
—¿Como cuáles?
—Es una cuestión técnica —dijo Kenner con vaguedad—. Hemos dejado a los japoneses al frente de ese esfuerzo. En eso son los mejores del mundo. Y por supuesto extendemos nuestras antenas en múltiples direcciones al mismo tiempo. A partir de lo que hemos averiguado en Weddell, tenemos muchos hierros en el fuego.
Kenner había solicitado registros en bases de datos. Había exigido la movilización de organizaciones estatales. Había realizado indagaciones para descubrir cómo habían obtenido los terroristas sus credenciales académicas, sus transmisores de radio encriptados, sus cargas explosivas, sus detonadores con temporizador informatizado. Nada de eso era material corriente y, con el debido tiempo, podía seguírsele el rastro.
—¿Nos queda tiempo? —preguntó Evans.
—No estoy seguro.
Evans advirtió que Kenner estaba preocupado.
—¿Y qué es lo que quieres que yo haga?
—Una cosa muy sencilla —respondió Kenner.
—¿Qué?
Kenner sonrió.
—¿De verdad es necesario? —preguntó Peter Evans con cara de preocupación.
—Lo es —contestó Kenner.
—Pero es ilegal.
—No lo es —aseguró Kenner con firmeza.
—¿Porque eres agente de las fuerzas del orden? —dijo Evans.
—Por supuesto. No te preocupes por eso.
Sobrevolaban Los Ángeles, aproximándose ya a la pista de Van Nuys. El sol de California penetraba por las ventanillas. Sanjong se hallaba encorvado sobre la mesa situada en el centro del avión. Enfrente tenía el teléfono móvil de Evans, del que había retirado la tapa posterior. Sanjong acoplaba sobre la pila una fina placa gris del tamaño de una uña.
—Pero ¿qué es exactamente? —quiso saber Evans.
—Memoria flash —contestó Sanjong—. Grabará cuatro horas de conversación en formato comprimido.
—Entiendo —dijo Evans—. ¿Y qué se supone que debo hacer?
—Sencillamente, llevar el teléfono en la mano y ocuparte de tus asuntos.
—¿Y si me descubren? —preguntó Evans.
—No te descubrirán —respondió Kenner—. Puedes llevarlo a cualquier parte. Pasarás por cualquier control de seguridad sin problema.
—Pero si usan detectores de micrófonos…
—No lo detectarán, porque no estás transmitiendo nada. Lleva un transmisor por ráfagas. Transmite durante dos segundos cada hora. El resto del tiempo, nada. —·Kenner suspiró—. Oye, Peter. Es solo un teléfono móvil. Todo el mundo tiene uno.
—No sé… —dijo Evans—. Esto me incomoda. Es decir, no soy un soplón.
Sarah, bostezando, se acercó.
—¿Quién es un soplón?
—Así me siento —afirmó Evans.
—Esa no es la cuestión —dijo Kenner—. ¿Sanjong?
Sanjong sacó un listado y se lo entregó a Evans. Era la hoja original de Morton, ahora con algunos añadidos.
662262 | 3982293 | 24FXE 62262 82293 | TERROR | Mt. Terror, Antártida |
882320 | 4898432 | 12FXE 82232 54393 | SNAKE | Snake Butte, Arizona |
774548 | 9080799 | 02FXE 67533 43433 | LAUGHER | Cayo Laugher, Bahamas |
482320 | 5898432 | 22FXE 72232 04393 | SCORPION | Resolution, Is. Salomón |
| ||||
ALT | ||||
662262 | 3982293 | 24FXE 62262 82293 | TERROR | Mt. Terror, Antártida |
382320 | 4898432 | 12FXE 82232 54393 | SEVER | Sever City, Arizona |
244548 | 9080799 | 02FXE 67533 43433 | CONCH | Cayo Conch, Bahamas |
482320 | 5898432 | 22FXE 72232 04393 | SCORPION | Resolution, Is. Salomón |
| ||||
ALT | ||||
662262 | 3982293 | 24FXE 62262 82293 | TERROR | Mt. Terror, Antártida |
382330 | 4898432 | 12FXE 82232 54393 | BUZZARD | Buzzard Gulsch, Utah |
444548 | 7080799 | 02FXE 67533 43433 | OLD MAN | Is. Old Man, Turks y Caicos |
482320 | 5898432 | 22FXE 72232 04393 | SCORPION | Resolution, Is. Salomón |
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ALT | ||||
662262 | 3982293 | 24FXE 62262 82293 | TERROR | Mt. Terror, Antártida |
382320 | 4898432 | 12FXE 82232 54393 | BLACK MESA | Mesa Negra, Nuevo México |
344548 | 9080799 | 02FXE 67533 43433 | SNARL | Cayo Snarl, BWI |
482320 | 5898432 | 22FXE 72232 04393 | SCORPION | Resolution, Is. Salomón |