Se interrumpió. El investigador no se había vuelto a mirarlo, sino que continuaba con la vista fija en el televisor. De hecho, no movía ni una sola parte de su cuerpo. Estaba inmóvil, rígido. No movía los ojos. Ni siquiera parpadeaba. Los dedos eran la única parte de su cuerpo en movimiento, en lo alto del sofá. Parecían contraerse. En espasmos.
Evans se situó justo enfrente del hombre.
—¿Se encuentra bien?
El investigador mantuvo el rostro inexpresivo. Su mirada parecía traspasar a Evans.
—¿Oiga?
El investigador respiraba con inhalaciones poco profundas, su pecho apenas se hinchaba. Tenía la piel de color gris.
—¿No puede moverse? ¿Qué le ha pasado?
Nada. El hombre siguió rígido.
«Tal como describieron a Marga», pensó Evans. La misma rigidez, el mismo semblante inexpresivo. Evans descolgó el auricular del teléfono y marcó el 911; pidió que enviasen una ambulancia.
—La ayuda está en camino —dijo al hombre.
El detective no dio respuesta visible; aun así, Evans tuvo la impresión de que le oía, de que permanecía plenamente consciente dentro de su cuerpo paralizado. Pero era imposible saberlo con certeza.
Evans miró alrededor con la esperanza de encontrar alguna pista de lo que le había ocurrido a aquel hombre. Pero el apartamento parecía intacto. Daba la impresión de que, en un ángulo de la sala, una silla había sido ligeramente desplazada. El puro maloliente estaba en el suelo, en el rincón, como si hubiese rodado hasta allí. Había quemado un poco el borde de la alfombra.
Evans lo cogió. Lo llevó a la cocina, lo puso bajo el grifo y lo tiró a la basura. De pronto tuvo una idea. Regresó junto al hombre.
—Iba usted a traerme algo…
Evans no percibió movimiento alguno. Solo el de los dedos en el respaldo del sofá.
—¿Está aquí?
Los dedos se quedaron quietos. O casi. Aún se movían ligeramente. Pero era obvio que el hombre estaba haciendo un esfuerzo.
—¿Puede controlar los dedos? —preguntó Evans.
El movimiento se reanudó y volvió a interrumpirse.
—O sea que sí puede. Muy bien. Veamos. ¿Está aquí lo que quería que yo viese?
Los dedos se movieron. Dejaron de moverse.
—Interpretaré eso como un sí. De acuerdo. —Evans retrocedió. A lo lejos oyó acercarse una sirena. La ambulancia llegaría en cuestión de minutos—. Vaya ir en una dirección, y si es la correcta, mueva los dedos.
Los dedos se movieron y dejaron de moverse, para indicar «sí».
—Muy bien —dijo Evans. Se volvió y dio varios pasos a la derecha, hacia la cocina. Miró atrás.
Los dedos no se movieron.
—Así que no es por aquí.
Se dirigió hacia el televisor, justo enfrente del hombre. Los dedos no se movieron.
—De acuerdo. —Evans se volvió hacia la izquierda y fue hacia las ventanas panorámicas. Los dedos siguieron sin moverse. Solo quedaba una dirección: se situó detrás del investigador y se encaminó hacia la puerta. Como el hombre no podía verle, dijo—: Ahora me alejo de usted, hacia la puerta…
Los dedos no se movieron.
—Quizá no me ha entendido —dijo Evans—. Quería que moviese los dedos si yo iba en la dirección correcta… —Los dedos se movieron, arañando el sofá—… de acuerdo, pero ¿en qué dirección? He ido en las cuatro direcciones y…
Sonó el timbre de la puerta. Evans abrió, y entraron apresuradamente dos auxiliares médicos con una camilla. De pronto todo se aceleró. Empezaron a hacerle preguntas rápidas y a colocar al hombre en la camilla. La policía llegó poco después con más preguntas. Era la policía de Beverly Hills, así que se mostraron corteses pero insistentes. Aquel hombre estaba paralizado en el apartamento de Evans, y Evans no parecía saber nada al respecto.
Por último, apareció un inspector. Vestía traje marrón y se presentó como Ron Perry. Entregó a Evans su tarjeta. Evans le dio la suya. Perry la examinó y luego miró a Evans y dijo:
—¿No he visto antes esta tarjeta? Me suena de algo. Ah, sí, ya me acuerdo. Fue en aquel apartamento de Wilshire, donde encontramos a la mujer paralizada.
—Era mi clienta.
—Y ahora vuelve a ocurrir esa misma parálisis —comentó Perry—. ¿Es una coincidencia?
—No lo sé —contestó Evans—, porque yo no estaba aquí. No sé qué ha pasado.
—¿Por alguna razón la gente queda paralizada allí donde usted va?
—No —respondió Evans—. Ya le he dicho que no sé qué ha pasado.
—¿Este hombre también es cliente suyo?
—No.
—¿Quién es, pues?
—No tengo la menor idea.
—¿No? ¿Cómo ha entrado en su apartamento?
Evans estuvo a punto de decir que él mismo le había dejado la puerta abierta, pero cayó en la cuenta de que eso requeriría una explicación larga y difícil.
—No lo sé. Esto… a veces no cierro la puerta con llave.
—Debería echar siempre la llave, señor Evans. Es elemental sentido común.
—Tiene razón, desde luego.
—¿No se cierra su puerta automáticamente cuando usted se marcha?
—Ya se lo he dicho: no sé cómo ha entrado en mi apartamento —insistió Evans mirando al inspector a los ojos.
El policía le sostuvo la mirada.
—¿A qué se deben esos puntos que lleva en la cabeza?
—Me caí.
—Debió de ser una caída considerable.
—Lo fue.
El inspector movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento.
—Señor Evans, nos ahorraría muchas complicaciones si nos dijese quién es este hombre. Tiene a una persona en su apartamento, y no sabe quién es ni cómo ha llegado aquí. Perdóneme, pero me da la sensación de que omite algo.
—Así es.
—Muy bien. —Perry sacó su bloc—. Adelante.
—Ese hombre es detective privado.
—Eso ya lo sé.
—¿Lo sabe? —preguntó Evans.
—Los auxiliares médicos le han mirado en los bolsillos y han encontrado el permiso en su billetero. Siga.
—Me ha contado que lo contrató un cliente mío.
—Ajá. ¿Quién era el cliente? —Perry tomaba nota.
—Eso no puedo decírselo —respondió Evans.
El inspector apartó la vista del bloc.
—Señor Evans…
—Lo siento. Es confidencial.
El inspector dejó escapar un largo suspiro.
—Muy bien, así que este hombre es un investigador privado contratado por un cliente suyo.
—En efecto —respondió Evans—. El investigador se ha puesto en contacto conmigo y me dicho que quería verme, para darme algo.
—¿Darle algo?
—Sí.
—¿No quería dárselo al cliente?
—No podía.
—¿Por…?
—El cliente… esto… no está localizable.
—Entiendo. ¿Y por eso ha acudido a usted?
—Sí. Y estaba un poco paranoico, y quería verme en mi apartamento.
—Por tanto, usted le ha dejado la puerta abierta.
—Sí.
—¿A un tipo que no había visto en la vida?
—Sí, bueno, sabía que trabajaba para mi cliente.
—¿Cómo lo sabía?
Evans negó con la cabeza.
—Es información confidencial.
—Muy bien. Así que ese hombre ha entrado en su apartamento. ¿Y usted dónde estaba?
—En la oficina.
Evans resumió sus movimientos durante las últimas dos horas.
—¿Lo ha visto alguien en la oficina?
—Sí.
—¿Ha mantenido alguna conversación?
—Sí.
—¿Con más de una persona?
—Sí.
—¿Ha visto a alguien aparte de la gente del bufete?
—He parado a llenar el depósito.
—¿Cree que el empleado lo reconocerá?
—Sí. He tenido que pagar con tarjeta de crédito.
—¿En qué gasolinera?
—La Shell de Pico.
—Muy bien. Así que ha estado fuera dos horas, ha vuelto y ha encontrado a ese hombre…
—Como usted lo ha visto. Paralizado.
—¿Y qué iba a darle?
—No tengo la menor idea.
—¿No ha encontrado nada en el apartamento?
—No.
—¿Hay algo más que quiera decirme?
—No.
Otro largo suspiro.
—Oiga, señor Evans. Si dos conocidos míos apareciesen misteriosamente paralizados, yo me preocuparía un poco. Usted, en cambio, no parece preocupado.
—Estoy preocupado, créame —contestó Evans. El inspector lo miró con expresión ceñuda.
—Muy bien —dijo por fin—. Se acoge usted al secreto profesional. Debo decirle que he recibido llamadas de la Universidad de California en Los Ángeles y el Centro para el Control de Enfermedades por este asunto de la parálisis. Ahora que hay un segundo caso, tendré más llamadas. —Cerró el bloc—. Será necesario que pase usted por la comisaría y nos deje una declaración firmada. ¿Le será posible hoy mismo?
—Creo que sí.
—¿A las cuatro?
—Sí.
—De acuerdo.
—La dirección consta en la tarjeta. Pregunte por mí en recepción. El aparcamiento está debajo del edificio.
—Entendido —respondió Evans.
—Hasta luego —dijo el inspector, y se dio media vuelta para marcharse.
Evans cerró la puerta y se apoyó en ella. Se alegraba de quedarse solo por fin. Se paseó lentamente por el apartamento intentando poner en orden sus ideas. El televisor seguía encendido, pero sin sonido. Observó el sofá donde había estado sentado el detective. Seguía viéndose el hueco dejado por su cuerpo en el asiento.
Aún faltaba media hora para su entrevista con Drake. Pero quería saber qué le había llevado el investigador privado. ¿Dónde estaba? Evans se había desplazado en todas direcciones y en cada caso el hombre le había indicado con los dedos que iba desencaminado.
¿Qué significaba eso? ¿No le había llevado el objeto? ¿Estaba en otra parte? ¿O quienquiera que le hubiese provocado la parálisis se había apropiado de él, y por tanto ya no estaba allí?
Evans suspiró. La pregunta clave «¿está aquí?». era la que no le había formulado al detective. Evans simplemente había dado por sentado que sí estaba.
¿Y en el supuesto de que estuviese? ¿Dónde? Norte, sur, este, oeste. Ninguna de esas.
Lo cual significaba…
¿Qué?
Movió la cabeza en un gesto de negación. Le costaba concentrarse. La verdad era que la parálisis del investigador privado le había causado mayor inquietud de la que quería admitir. Miró el sofá, y el hueco en el cojín. Aquel hombre no podía moverse. Debía de haber sido aterrador para él. Y los auxiliares médicos lo habían levantado a peso, como un saco de patatas, y lo habían puesto en la camilla. Los cojines del sofá estaban revueltos, un recordatorio de sus esfuerzos.
Por matar el rato, Evans arregló el sofá, colocó los cojines en su sitio, los ahuecó…
Notó algo. Dentro de un cojín rajado. Hundió la mano en el relleno.
—¡Vaya, vaya! —exclamó.
En retrospectiva, era evidente, claro. Desplazarse en todas direcciones no era correcto, porque el investigador quería que Evans avanzase hacia él. Estaba sentado sobre el objeto, que había escondido en el cojín del sofá.
Resultó ser un reluciente DVD.
Evans lo colocó en el reproductor y observó el menú, una lista de fechas. Eran todas de las últimas semanas.
Evans pulsó la primera fecha.
Vio una imagen de la sala de reuniones del NERF. Era un enfoque lateral, desde el rincón de la sala, a la altura de la cintura. Debía de haber sido tomada desde una cámara oculta en el podio o algo así, pensó Evans. Sin duda el investigador había instalado la cámara el día que Evans lo vio en la sala de reuniones del NERF.
Al pie de la pantalla aparecía el tiempo de grabación, los números en continuo cambio. Pero Evans se concentró en la propia imagen, que mostraba a Nicholas Drake en conversación con John Henley, el relaciones públicas. Drake, alterado, levantaba las manos.
—Detesto el calentamiento del planeta —dijo Drake, casi a pleno pulmón—. Lo detesto, joder; es un desastre.
—Es un hecho establecido —contestó Henley con calma—. Desde hace muchos años. Con eso tenemos que trabajar.
—¿Con eso tenemos que trabajar? —repitió Drake—. Pero no sirve, ese el problema. Es imposible recaudar un centavo con eso, y menos en invierno. En cuanto nieva, la gente se olvida del calentamiento del planeta. O peor aún, deciden que no vendría mal un poco de calentamiento. Están con la nieve hasta las rodillas, anhelando un poco de calentamiento del planeta. No es como la contaminación, John. La contaminación sí servía. Todavía sirve. La contaminación mete el miedo en el cuerpo a la gente. Les dices que tendrán cáncer, y empieza a entrar dinero a espuertas. Pero el calentamiento no asusta a nadie. Y menos si no va a ocurrir antes de cien años.
—Hay maneras de plantearlo —insistió Henley.
—Ya no. Las hemos probado todas. Especies en extinción a causa del calentamiento del planeta… a nadie le importa un carajo. Han oído decir que la mayoría de las especies que se extinguirán son insectos. No es posible recaudar dinero con la extinción de insectos, John. Enfermedades exóticas a causa del calentamiento del planeta… eso a nadie le importa. Aún no ha ocurrido. El año pasado organizamos aquella gran campaña relacionando el calentamiento del planeta con los virus ébola y hanta. Nadie se lo tragó. Aumento del nivel del mar a causa del calentamiento del planeta… ya sabemos todos en qué parará eso. La demanda de Vanuatu es una calamidad, joder. Todo el mundo acabará pensando que el nivel del mar no crece en ninguna parte. Y ese escandinavo, el experto en nivel del mar… se está convirtiendo en un tormento. Incluso ha acusado al Plee de incompetencia.
—Sí —dijo Henley con paciencia—. Todo eso es verdad…
—Dime, pues, cómo demonios tengo que plantear el calentamiento del planeta. Porque ya sabes cuánto debo recaudar para mantener en marcha esta organización, John. Necesito cuarenta y dos millones de dólares al año. Este año las fundaciones solo me darán una cuarta parte de esa cantidad. Las celebridades se dejan ver en los actos de recaudación de fondos, pero no aportan ni un centavo. Son tan ególatras que consideran que ya pagan de sobra con su presencia. Por supuesto demandamos a la EP A todos los años, y puede que aflojen tres o cuatro millones. Cinco en total, si a eso sumamos sus donaciones. La diferencia aún es muy grande, John. Con el calentamiento del planeta no vamos a reducirla. Necesito una buena causa, joder. Una causa que sirva.
—Lo entiendo —contestó Henley, aún tranquilo—. Pero te olvidas del congreso…
—Ah, sí, el congreso, por Dios —dijo Drake—. Estos gilipollas ni siquiera son capaces de hacer bien los carteles. Bendix es nuestro mejor portavoz; tiene un problema familiar. Su mujer está recibiendo tratamiento de quimioterapia. Se programó la participación de Gordon, pero lo han demandado por su investigación. Según parece, sus anotaciones eran falsas…