—No lo entiendo —dijo Evans—. ¿Van a embestimos o no?
—Supongo que no —contestó Sarah—. Veamos qué pasa si reduces.
Evans aminoró la marcha, bajando la velocidad a sesenta por hora.
La furgoneta azul también aminoró, alejándose aún más.
—Solo nos siguen —dijo Sarah.
¿Por qué?
Las primeras gotas dispersas salpicaron el parabrisas y la carretera. Pero aún no era un aguacero.
La furgoneta azul se rezagó más aún. Doblaron una curva y delante de ellos vieron un enorme tráiler plateado. Avanzaba lentamente a no más de cuarenta y cinco kilómetros por hora. En las puertas de atrás se leía A&P.
—Mierda —exclamó Evans. Por el retrovisor, vieron que la furgoneta azul aún los seguía—. Nos han rodeado.
Cambió de carril con la intención de adelantar al tráiler, pero en cuanto lo hizo, el camionero se desplazó hacia el centro de la carretera. Evans se distanció de inmediato.
—Estamos atrapados.
—No lo sé —dijo Sarah—. No lo entiendo.
El tráiler les obstruía el paso por delante, pero por detrás la furgoneta azul estaba más lejos que nunca, a cientos de metros.
Seguía sin explicarse la situación cuando un rayo cayó junto a la carretera a no más de diez metros, un deslumbrante estallido de luz y sonido. Los dos se sobresaltaron.
—Dios santo, ese ha caído cerca —comentó Evans.
—Sí…
—Nunca había visto uno tan cerca.
Antes de que ella pudiese contestar, cayó un segundo rayo justo delante de ellos con un ruido explosivo. Evans giró involuntariamente, como para esquivar el rayo, pese a que este ya se había desvanecido.
—Joder.
Para entonces Sarah albergaba ya una sospecha, y en ese preciso momento el tercer rayo cayó en el propio vehículo, un estallido de luz blanca que los envolvió y un estruendo ensordecedor acompañado de un repentino aumento de la presión que les provocó un penetrante dolor en los oídos. Evans lanzó un grito de miedo y soltó el volante; Sarah lo agarró y mantuvo el coche en la carretera.
Un cuarto rayo cayó a unos centímetros del coche, justo al lado del conductor. La ventanilla de ese lado se agrietó y se hizo añicos.
—¡Joder! —repitió Evans—. ¡Joder! ¿Esto qué es? Para Sarah, la respuesta era evidente.
Atraían los rayos.
Cayó el siguiente y otro inmediatamente después, que impactó en el capó, extendiendo unos dedos blancos y ardientes por todo el coche, y desapareció. Quedó una enorme hendidura negra en el capó.
—No puedo hacer esto —decía Evans—. No puedo, no puedo hacerlo.
—Conduce, Peter —instó Sarah, agarrándole el brazo y apretándoselo—. Conduce.
Sobre ellos cayeron dos rayos más en rápida sucesión. Sarah percibió un olor a quemado, aunque no sabía bien de dónde procedía. Sin embargo, comprendió de pronto por qué los habían embestido con tanta suavidad.
La furgoneta azul había adherido algo al todoterreno. Algún dispositivo electrónico. Y este atraía los rayos.
—¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos? —gimoteaba Evans. Aullaba a cada nuevo rayo.
Pero estaban atrapados en una carretera estrecha, delimitada a ambos lados por tupidos pinares.
«Hay algo que debería recordar», pensó Sarah. Bosque…
¿Qué pasaba con el bosque?
Un rayo fulminó la luna trasera con fuerza explosiva. Otro descargó en el todoterreno con tal violencia que se sacudió sobre el asfalto como si hubiese recibido un mazazo.
—Al diablo —dijo Evans, y de un volantazo abandonó la carretera y enfiló un camino de tierra a través del bosque. Sarah vio pasar un letrero, el nombre de un pueblo colgado de un poste decrépito. Se sumergieron en la penumbra bajo los enormes pinos verdes. Pero los rayos se interrumpieron de inmediato.
«Claro —pensó—. Los árboles».
Incluso si el vehículo atraía los rayos, estos irían a parar a los árboles más altos.
Al cabo de un momento eso fue lo que ocurrió. Oyeron un agudo chasquido justo detrás de ellos, y un rayo recorrió de arriba abajo un alto pino, abriendo el tronco e incendiándolo.
—Vamos a provocar un incendio forestal.
—Me da igual —contestó Evans. Conducía deprisa. El vehículo se bamboleaba por el camino de tierra. Pero era un todoterreno y tenía el chasis muy alto, así que Sarah estaba tranquila a ese respecto.
Al mirar atrás, vio arder el árbol y propagarse las llamas lateralmente por el terreno.
Por la radio, Kenner preguntó:
—Sarah, ¿qué ocurre?
—Hemos tenido que dejar la carretera. Nos ha caído algún rayo.
—¡Muchos! —gritó Evans—. ¡Continuamente!
—Buscad el atractor —dijo Kenner.
—Creo que está adherido al coche —contestó Sarah. Mientras hablaba, un rayo zigzagueó en la carretera justo enfrente de ellos. El resplandor fue tan intenso que vio vetas verdes ante los ojos.
—Entonces abandonad el coche —ordenó Kenner—. Salid lo más agachados posible.
Cortó la comunicación. Evans siguió a toda velocidad, con el todoterreno dando tumbos a causa de las roderas.
—No quiero salir —declaró—. Creo que estamos más seguros dentro. Siempre dicen que no hay que salir del coche porque se está más seguro dentro. Los neumáticos son aislantes.
—Pero se está quemando algo —advirtió Sarah, olfateando. El coche se sacudía sin cesar. Sarah intentó mantenerse en equilibrio, agarrándose solo al asiento, sin tocar el metal de las puertas.
—Me da igual, creo que debemos quedamos —insistió Evans.
—El depósito podría estallar…
—No quiero salir. No vaya salir. —Evans, aferrado al volante, tenía los nudillos blancos.
Delante, Sarah vio un claro en el bosque. Era un claro amplio, con hierba alta y amarilla.
Un rayo cayó con un restallido temible e hizo añicos el retrovisor lateral, que estalló como una bomba. Un momento después oyeron un suave silbido y el vehículo se ladeó.
—Mierda —exclamó Evans—. Ha reventado una rueda.
—Ahí tienes el aislamiento —dijo Sarah.
El todoterreno, chirriando, arrastraba los bajos por el camino de tierra.
—Peter —dijo Sarah.
—Muy bien, muy bien, déjame llegar hasta el claro.
—No creo que podamos esperar.
Pero las roderas terminaron, el camino se hizo más llano y Evans continuó adelante hasta el claro, con la llanta rechinando. Las gotas de lluvia salpicaban el parabrisas. Por encima de la hierba Sarah vio tejados de edificios de madera blanqueados por el sol. Tardó un momento en darse cuenta de que aquello era un pueblo abandonado. O un pueblo de mineros.
Justo enfrente se leía un letrero:
AURORAVILLE, 82 HAB
. Cayó otro rayo, y Evans chocó contra el letrero y lo derribó.
—Peter, creo que ya es el momento.
—De acuerdo, sí. Deja que me acerque un poco…
—Ya, Peter.
Paró el vehículo, y abrieron las puertas de par en par al unísono. Sarah se echó cuerpo a tierra, y otro rayo descargó tan cerca de ella que la onda de aire caliente le golpeó en el costado y la hizo rodar por el suelo. El rugido fue ensordecedor.
Apoyándose en las manos y las rodillas, rodeó a gatas el vehículo hasta la parte de atrás. Evans, al otro lado del todoterreno, gritaba algo, pero ella no lo oía. Sarah examinó el parachoques trasero. No tenía nada adherido. Ningún dispositivo. Allí no había nada.
Pero no tuvo tiempo para pensar, porque otro rayo impactó en la parte de atrás del todoterreno y la luna se hizo añicos, salpicándola de esquirlas de cristal. Movida por el pánico, siguió adelante sin despegarse del suelo y, rodeando el vehículo, se dirigió por la hierba hacia el edificio más cercano.
Evans la precedía y le gritaba. Pero ella no lo oyó a causa del trueno. No quería otro rayo, ahora no, si podía seguir unos segundos más… tocó madera con las manos. Una tabla.
Un peldaño.
Avanzó a rastras rápidamente, apartando la hierba, y de pronto vio un porche, un edificio ruinoso; del tejado colgaba un cartel tan descolorido y gris que no entendió las palabras del rótulo. Evans estaba dentro, y ella siguió a gatas, ajena a las astillas que se le clavaban en las manos, y él gritaba, gritaba.
Y finalmente oyó lo que decía:
—¡Cuidado con los escorpiones!
Pululaban por todo el porche de madera: pequeños, amarillentos, con los aguijones en alto. Debía de haber dos docenas. Se movían a una velocidad sorprendente, caminando de lado como los cangrejos.
—¡Levántate!
Sarah se puso en pie y echó a correr, sintiendo el crujido de los arácnidos bajo los pies. Otro rayo cayó en el tejado del edificio, arrancando el cartel, que cayó al porche en medio de una nube de polvo.
Pero ella ya había entrado. Y Evans estaba allí de pie y, con los puños en alto, exclamaba:
—¡Sí! ¡Sí! ¡Lo hemos conseguido!
—Al menos no eran serpientes —dijo Sarah con la respiración entrecortada y el pecho agitado.
—¿Cómo? —preguntó Evans.
—En estos edificios viejos siempre hay serpientes de cascabel.
—Dios mío.
Fuera retumbó un trueno y los rayos comenzaron de nuevo.
Sarah contemplaba el todoterreno por la ventana rota y mugrienta, pensando que ahora que lo habían dejado ya no le caían rayos… Pensando… Si no había nada en el parachoques… ¿Por qué los había embestido la furgoneta? ¿Qué sentido tenía? Se volvió para preguntarle a Evans si se había fijado… y un rayo atravesó el tejado. Abrió un boquete que dejó a la vista el cielo oscuro, lanzando tablas en todas direcciones, y fue a impactar en el suelo justo donde ella estaba hacía un momento. Dejó un dibujo negro compuesto de vetas irregulares, como la sombra de un espino. El olor a ozono era intenso. Volutas de humo se elevaban de los tablones secos.
—Podría arder todo el edificio —dijo Evans, abriendo ya una puerta lateral para salir.
—Agáchate —aconsejó Sarah, y lo siguió afuera.
La lluvia arreciaba, gruesas gotas que le azotaron la espalda y los hombros mientras corría hacia el siguiente edificio. Tenía una chimenea de ladrillo y, en general, parecía mejor construido. Pero las ventanas, rotas y cubiertas de una espesa capa de polvo y mugre, ofrecían el mismo aspecto.
Probaron con la puerta más cercana, pero estaba atrancada, así que lo rodearon para ir a la parte delantera, donde encontraron la puerta abierta de par en par. Sarah entró a la carrera. Un rayo cayó justo detrás de ella. Hundió el tejadillo del porche y levantó astillas en uno de los postes laterales al descender hasta el suelo. La onda expansiva hizo estallar las ventanas delanteras en medio de una lluvia de cristales sucios. Sarah se dio la vuelta y se tapó la cara. Cuando volvió a mirar, advirtió que estaba en una herrería. En el centro había una gran fragua empotrada en el suelo con revestimiento de mampostería y, encima, toda clase de herramientas de hierro colgadas del techo.
En las paredes vio herraduras, tenazas, piezas de metal de todo tipo.
«Esta habitación está llena de metal», pensó. Sonó un trueno amenazador.
—Tenemos que salir de aquí —gritó Evans—. Este es el peor sitio para…
No pudo acabar. Se vio abatido por el siguiente rayo, que traspasó el techo, hizo girar las herramientas de hierro y fue a descargar en la fragua, arrojando ladrillos en todas direcciones. Tapándose la cabeza y los oídos, Sarah se agachó y notó el impacto de los ladrillos en los hombros, la espalda, las piernas, hasta que la derribaron. Entonces notó un estallido de dolor en la frente y vio estrellas por un instante, antes de que la negrura la envolviese y el retumbo del trueno se desvaneciese hasta sumirse en un silencio eterno.
Mientras escuchaba la radio de Sarah, Kenner avanzaba en dirección este por la carretera 47 a veinticinco kilómetros de distancia. Ella aún tenía el transmisor encendido, prendido del cinturón. Era difícil saber con certeza qué ocurría, porque cada rayo producía una ráfaga de estática que se prolongaba quince segundos. No obstante, comprendió lo más importante: Evans y Sarah habían abandonado el todoterreno pero los rayos no habían cesado. De hecho, daba la impresión de que los seguían.
Kenner había vociferado por su aparato, intentando captar la atención de Sarah, pero obviamente ella tenía el volumen bajado o estaba demasiado ocupada haciendo frente a lo que sucedía en el pueblo fantasma. Una y otra vez, Kenner decía:
—¡Os siguen!
Pero ella no contestó.
En ese momento se produjo una larga ráfaga de estática, seguida de silencio. Kenner cambió de canales.
—¿Sanjong?
—¿Sí?
—¿Has oído?
—Sí.
—¿Dónde estás? —preguntó Kenner.
—En la carretera 190, dirección norte. Calculo que me encuentro a cinco kilómetros de la telaraña.
—¿Aún no hay aparato eléctrico?
—No, pero aquí acaba de empezar a llover. Las primeras gotas en el parabrisas.
—De acuerdo. No cortes.
Regresó al canal de Sarah. Aún se oía estática, pero disminuía.
—¡Sarah! ¿Estás ahí? ¡Sarah! ¡Sarah!
Kenner oyó una tos, una tos lejana.
—¡Sarah!
Un chasquido. Un golpe. Alguien toqueteaba la radio.
Una tos.
—Soy Peter.
—¿Qué pasa ahí?
—… muerta.
—¿Cómo?
—Está muerta. Sarah está muerta. La ha golpeado un ladrillo, y se ha desplomado. Luego la ha fulminado un rayo, y está muerta. Estoy a su lado, está muerta, mierda, muerta…
—Prueba el boca a boca.
—¿Cómo tengo que decido? Está muerta.
—Peter. El boca a boca.
—Dios mío… Está azul…
—Eso significa que está viva.
—… como un cadáver, un… cadáver.
—Peter, atiéndeme.
Pero Evans no oía nada. El muy idiota tenía el dedo en el botón de la radio. Kenner lanzó un juramento de frustración, y de pronto otra ráfaga de estática. Kenner supo qué significaba.
Había caído otro rayo. Uno potente.
—¿Sanjong?
Ahora Kenner tampoco oía nada en el canal de Sanjong, aparte de estática. Duró diez segundos, quince. Así que también Sanjong había recibido un impacto. Solo entonces Kenner comprendió cuál debía de ser la causa.
Sanjong volvió a comunicarse, tosiendo.
—¿Estás bien?
—Ha caído un rayo muy cerca del coche. Tan cerca que cuesta imaginarlo.
—Sanjong —dijo Kenner—. Creo que son las radios.