Se puso en pie y corrió hacia el camión, pero ya se alejaba, un par de luces rojas de posición bajo la lluvia que abandonaban el claro y desaparecían en la carretera principal.
Kenner había salido del todoterreno y yacía en tierra. Veía al último hombre, una silueta bajo el enorme tráiler.
—No dispare, no dispare —gritaba el hombre.
—Salga despacio y con las manos vacías —ordenó Kenner—. Quiero vede las manos.
—No dispare…
—Salga. Muy despacio y…
Una repentina ráfaga de fuego de metralleta cortó la hierba mojada alrededor.
Kenner apretó la cara contra la tierra húmeda y esperó.
—¡Más deprisa! —exclamó Sarah mirando por encima del hombro.
El todoterreno daba tumbos por el barro y los haces de los faros iban de un lado a otro descontroladamente.
—No creo que sea capaz… —dijo Evans.
—Se están acercando —exclamó Sarah—. Tienes que acelerar.
Casi habían salido del bosque. Evans veía la carretera a unas docenas de metros más adelante. Recordó que en el último tramo el camino estaba menos deteriorado, y aceleró hacia allí.
Al salir a la carretera, tomó en dirección sur.
—¿Qué haces? —preguntó Sarah—. Tenemos que ir al campo de misiles.
—Ya es demasiado tarde —contestó Evans—. Volvemos al parque.
—Pero le hemos prometido a Kenner…
—Es tarde. Fíjate en la tormenta. Ya se ha desatado por completo. Tenemos que volver para ayudar a las familias del parque.
Puso el limpiaparabrisas a plena potencia y avanzó rápidamente por la carretera bajo la tormenta.
Detrás de ellos, la furgoneta giró y los siguió.
El agente Miguel Rodríguez había observado la cascada. Una hora antes era una bruma translúcida que resbalaba por el borde del precipicio. Ahora estaba teñida de marrón y tenía mayor caudal. También el río empezaba a crecer. Bajaba más rápido y comenzaba a adquirir un color barroso.
Pero aún no llovía en el parque. El aire era claramente más húmedo y durante unos minutos habían caído cuatro gotas, pero la lluvia había cesado. Unas cuantas familias habían abandonado sus barbacoas. Otra media docena guardaba sus cosas en los coches en previsión de la inminente tormenta. Pero en su mayoría habían decidido pasada por alto. El director del colegio iba y venía entre la concurrencia, asegurando a la gente que el tiempo mejoraría e instándola a quedarse.
Rodríguez estaba nervioso. Se tiró del cuello del uniforme, incómodo con aquella humedad. Se paseó junto a la puerta abierta de su coche. Oyó los avisos de peligro de riadas por la radio de la policía para el condado de Clayton, que era donde se hallaba el parque de McKinley. Aunque no quería seguir esperando, vaciló.
No entendía por qué Kenner no lo había llamado ya. El parque se hallaba situado en un cañón, y se advertían todos los indicios de una posible riada. Rodríguez había pasado toda su vida en el norte de Arizona. Sabía que debía evacuar el parque inmediatamente.
¿Por qué no había llamado Kenner?
Tamborileó con los dedos en la puerta del coche. Decidió concederle cinco minutos más.
Cinco minutos. Ni uno más.
En ese momento su mayor preocupación era la cascada" El color pardusco había ahuyentado a la gente, y casi todos se habían alejado. Pero unos cuantos adolescentes jugaban aún en la charca al pie de la cascada. Rodríguez sabía que podían empezar a desprenderse peñascos de lo alto del precipicio en cualquier momento. Incluso una roca pequeña caería con fuerza suficiente para matar a una persona.
Rodríguez empezaba a plantearse la conveniencia de desalojar la zona de la cascada cuando se fijó en… un detalle extraño. En lo alto del precipicio, allí donde el agua se deslizaba por el borde, vio una camioneta con una antena. Parecía una unidad móvil de televisión. No llevaba ningún rótulo en el costado, pero sí un logotipo. Aun así, no lo distinguía a aquella distancia. Vio a un técnico salir de la camioneta y tomar posiciones junto a la cascada, agachado con una cámara al hombro, mirando el parque. De pie junto a él, se colocó una mujer con falda y blusa, que señalaba en una u otra dirección. Por lo visto, le indicaba dónde filmar, porque él enfocaba la cámara según sus instrucciones.
Sin duda era el equipo de un noticiario.
Pensó: «¿El equipo de un noticiario para la excursión de un colegio?».
Rodríguez entrecerró los ojos en un esfuerzo por identificar el logotipo de la furgoneta. Era amarillo y azul, una especie de espiral de círculos entrelazados. No debía de ser una cadena local, porque no lo reconocía. Pero tenía algo de espeluznante que el equipo se presentase allí justo cuando la tormenta avanzaba hacia el parque. Decidió acercarse y mantener una charla con ellos.
Kenner no quería matar al hombre agazapado bajo el tráiler. Nunca se había capturado a ningún miembro del FEL, Y este parecía un candidato con posibilidades. A juzgar por su voz, daba la impresión de que estaba asustado. Y parecía joven, probablemente de veintitantos años. Quizá estaba alterado por la muerte de su amigo. Desde luego, no manejaba bien la metralleta.
Temía morir también. Quizá empezaba a albergar alguna duda respecto a su causa.
—Sal —gritó Kenner—. Sal, y no te pasará nada.
—Vete a la mierda —dijo—. Por cierto, ¿quién carajo eres?
¿Qué problema tienes? ¿No lo entiendes, tío? Intentamos salvar el planeta.
—Estás violando la ley —repuso Kenner.
—La ley —repitió el hombre con desdén—. Las leyes de las empresas que contaminan el medio ambiente y destruyen la vida humana.
—Aquí el único que está matando a gente eres tú —replicó Kenner. Tronaba y relampagueaba detrás de las nubes negras como la tinta. Era absurdo mantener aquella conversación en medio de la tormenta.
Pero merecía la pena capturar vivo a ese individuo.
—Eh, yo no estoy matando a nadie —protestó el hombre—. Ni siquiera a ti.
—Estás matando a niños en el parque. Estás matando a las familias reunidas para un picnic.
—Las bajas son inevitables para conseguir el cambio social. La historia lo demuestra.
Kenner no sabía si aquel hombre creía lo que decía, si se lo habían inculcado en la universidad, o si simplemente estaba afectado por el miedo. O quizá solo lo utilizaba a modo de distracción…
Miró a su derecha, por debajo de su propio vehículo. Y vio unos pies rodear el todoterreno en dirección a él.
«¡Demonios!», pensó, decepcionado. Apuntó bien y disparó una vez, alcanzando al hombre situado detrás del todoterreno en el tobillo. Este lanzó un alarido de dolor y cayó de espaldas. Kenner lo vio por debajo del vehículo. No era joven; tendría unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Con barba. Llevaba una metralleta, y rodaba sobre sí mismo para disparar. Kenner disparó dos veces. La cabeza del hombre se sacudió hacia atrás. Soltó la metralleta y, desmadejado entre la hierba, dejó de moverse.
El hombre escondido bajo el tráiler abrió fuego con su arma.
Disparaba a bulto. Kenner oyó varios impactos en el todoterreno. Permaneció tendido en la hierba con la cabeza gacha.
Cuando cesó el tiroteo, previno:
—¡Última oportunidad!
—Vete a la mierda.
Kenner esperó. Siguió un largo silencio. Escuchó el sonido de la lluvia, ahora torrencial.
Esperó.
—¿No me has oído, gilipollas de mierda? —gritó el hombre.
—Te he oído —contestó Kenner, y disparó una vez.
Era un auténtico aguacero del desierto, pensó Evans agarrando con fuerza el volante. La lluvia era una densa cortina. Incluso con las varillas del limpiaparabrisas en la posición más rápida, le resultaba casi imposible ver la carretera. Había reducido la velocidad a setenta y cinco, luego a sesenta. Ahora avanzaba a cuarenta y cinco. Detrás de ellos, la furgoneta había aminorado también. No había elección.
Adelantó a otro par de automóviles, pero se hallaban detenidos en el arcén. Era lo sensato.
La carretera estaba anegada y en cada hondonada se formaba un lago o un impetuoso arroyo. A veces resultaba imposible saber cuál era la profundidad del agua, y Evans no quería que se mojase el encendido. Revolucionó el motor para mantenerlo seco. No veía indicadores de carretera. Fuera la oscuridad era tal que parecía de noche y los faros no servían de nada. Veía solo a unos cuantos metros por delante a través de la lluvia. Miró a Sarah, pero ella mantenía la vista al frente. Sin moverse, sin hablar. Se preguntó si estaba bien.
Echando ojeadas al retrovisor, veía a veces las luces de la furgoneta, y a veces no, de tanto corno llovía.
—Creo que casi hemos llegado al parque —dijo—. Pero no estoy seguro.
El interior del parabrisas empezaba a empañarse. Lo limpió con el brazo y el codo, el roce produjo un chirrido en el cristal.
Así veía un poco mejor. Superaron una suave pendiente y empezaron a bajar hacia…
—Mierda.
—¿Qué? —preguntó Sarah.
—Mira.
Al pie de la pendiente, la carretera pasaba sobre una serie de grandes tuberías, de unos cinco metros de ancho en total, que canalizaban el agua de un pequeño torrente. Antes, el torrente era poco más que un hilo plateado en el lecho de roca. Pero se había ensanchado y crecido tanto que ahora el agua corría impetuosamente por encima de la calzada.
Evans era incapaz de adivinar la profundidad. No mucha probablemente.
—Peter —dijo Sarah—. Has parado.
—Lo sé.
—No puedes parar.
—No sé si puedo cruzar eso —dijo—. No sé qué profundidad…
«Quince centímetros de agua bastan para arrastrar un coche». —No tienes alternativa.
Por el retrovisor, Evans vio las luces de la furgoneta. Descendió por la pendiente hacía el conducto subterráneo. Mantuvo la mirada en el retrovisor para ver qué hacía la furgoneta. También había reducido la velocidad, pero aún los seguía.
—Cruza los dedos —dijo Evans.
—Lo tengo todo cruzado.
Se adentró en el charco. El agua se alzó ruidosamente a los lados del vehículo, salpicando las ventanas y borboteando bajo el chasis. A Evans le asustaba la idea de perder el encendido, pero por el momento todo iba bien.
Dejó escapar un suspiro. Se acercaba ya a la mitad, y no era demasiado profundo. No tendría más de sesenta o setenta centímetros de hondo. Lo superarían.
—Peter… —Sarah señaló al frente.
Un gran tráiler avanzaba por la carretera hacia ellos, deslumbrándolos con los faros, sin reducir la velocidad.
—Es un idiota —dijo Evans.
Vadeando lentamente el charco, giró a la derecha, arrimándose a la cuneta para dejar espacio.
En respuesta, el tráiler invadió su carril. No aminoró.
En ese momento Evans vio el logotipo sobre la cabina.
En letras rojas, se leía: A&P.
—¡Peter, haz algo!
—¿Cómo qué?
—¡Haz algo!
Varias toneladas de atronador acero avanzaban derechas hacia él. Echó un vistazo al retrovisor. La furgoneta azul seguía detrás y se acercaba.
Lo tenían rodeado.
Iban a sacado de la carretera. El tráiler penetraba ya en el charco estruendosamente. El agua se elevó a ambos lados.
—¡Peter!
No había elección.
Evans dio un volantazo, salió de la carretera y se sumergió en el impetuoso torrente.
El todoterreno se inclinó hacia delante, y el agua subió por el capó hasta el parabrisas, y por un momento Evans pensó que iban a hundirse allí mismo. Al cabo de unos segundos, el parachoques topó contra las rocas del lecho, las ruedas recuperaron la tracción y el vehículo se enderezó.
Durante un momento de euforia, Evans pensó que podría conducir por el lecho —el torrente no era demasiado profundo—, pero casi de inmediato el motor se caló, y Evans notó que la parte de atrás perdía contacto con el suelo y empezaba a girar.
El torrente los arrastró sin que pudiesen hacer nada para impedirlo.
Evans accionó la llave de contacto, intentando poner el motor en marcha, pero no funcionaba. El todo terreno avanzó suavemente, meciéndose y golpeando las rocas. De vez en cuando se detenía, y Evans contemplaba la posibilidad de salir, pero enseguida comenzaba a flotar de nuevo corriente abajo.
Miró por encima del hombro. La carretera había quedado atrás y se hallaba a una distancia sorprendente. Con el motor apagado, el interior se empañaba rápidamente. Tuvo que limpiar todos los cristales para ver.
Sarah guardaba silencio, sujeta a los brazos del asiento.
El vehículo quedó inmóvil una vez más al topar contra una roca.
—¿Salimos? —preguntó ella.
—Mejor será que no, creo —contestó él. Notaba estremecerse el vehículo en el agua en movimiento.
—Creo que deberíamos —afirmó ella.
El todoterreno empezó a desplazarse de nuevo. Evans hizo girar la llave de contacto, pero el motor no arrancó. El alternador zumbó y chisporroteó. De pronto Evans se acordó.
—Sarah —dijo—. Abre la ventana.
—¿Qué?
—Abre la ventana.
—Ah. —Sarah pulsó el interruptor—. No funciona.
Evans lo intentó con la suya en el lado del conductor. Tampoco bajó. El sistema eléctrico se había averiado por un cortocircuito. Por probar, pulsó los controles de las ventanillas posteriores. La del lado izquierdo se abrió sin dificultad.
—¡Eh, bravo!
Sarah no dijo nada. Miraba al frente. El torrente bajaba más deprisa y el vehículo cobraba velocidad.
Evans seguía limpiando las ventanas empañadas, pero no era fácil. Y de pronto notaron una violenta sacudida y el movimiento cambió. Ahora el vehículo avanzaba deprisa y giraba lentamente en círculo. Las ruedas ya no entraban en contacto con la roca.
—¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado?
Simultáneamente, los dos frotaron el parabrisas con desesperación para mantenerlo limpio.
—Dios mío —dijo Sarah cuando lo vio.
Se hallaban en medio de un impetuoso río. Lodoso y rápido, con remolinos. Arrastraba consigo grandes ramas y desechos. El vehículo se movía cada vez más deprisa y el agua entraba ya por el suelo. Tenían los pies mojados.
Evans supo qué significaba eso.
Se estaban hundiendo.
—Creo que deberíamos salir, Peter.
—No.
Contemplaba los remolinos. Alrededor veía rápidos, grandes peñascos, pozas. Con casco y protección corporal, quizá habrían podido intentar dejarse llevar por la corriente. Pero sin casco, morirían.