¿Se suponía que eso era una provocación?, se preguntó. ¿Se suponía que era un estímulo, para incitado a iniciar la cacería? Porque no era esa la sensación que tenía. A él más bien lo sacaba de quicio.
Deseó dar una palmada en la encimera, hacer mucho ruido y exclamar: «¡Hola, saludos a Sarah!». o algo así.
Pero pensó que eso empeoraría las cosas. Podía imaginar su mirada de enfado. «Eres tan infantil», le diría, o algo así. Lo inducía a desear la compañía de alguien poco complicado, como Janis. Un cuerpo magnífico y una voz que no era necesario escuchar. Eso era precisamente lo que necesitaba en ese momento.
Dejó escapar un largo suspiro.
Ella lo oyó, le lanzó una mirada y dio unas palmadas en el asiento junto a ella.
—Ven aquí, Peter, y participa en la conversación. —Y le dedicó una sonrisa amplia y deslumbrante.
Evans pensó: «Estoy muy confuso».
—Esto es la bahía de Resolución —dijo Sanjong manteniendo abierta la pantalla de su ordenador. A continuación, la imagen se alejó para mostrar un mapa de toda la isla—. Está en el lado nordeste de la isla. El aeropuerto se encuentra en la costa oeste. A unos cuarenta kilómetros.
La isla de Gareda parecía un gran aguacate de contornos desiguales hundido en el agua.
—Hay una cadena montañosa que pasa por el centro de la isla —continuó Sanjong—. En algunos puntos alcanza los mil metros de altura. La selva en el interior de la isla es muy densa, prácticamente impenetrable, a menos que se sigan las carreteras o alguno de los senderos que atraviesan la selva. Pero no podemos cruzarla campo a través.
—Pues iremos por la carretera —dijo Sarah.
—Quizá —respondió Sanjong—. Pero se sabe que los rebeldes ocupan esta zona de aquí —trazó un círculo en el centro de la isla con el dedo— y se han dividido en dos o quizá tres grupos. Sus posiciones exactas se desconocen. Han tomado esta aldea, Pavutu, cerca de la costa norte. Según parece, tienen allí su cuartel general. Y probablemente han puesto controles en las carreteras y patrullas en los senderos de la selva.
—Entonces, ¿cómo llegaremos a la bahía de Resolución?
—Si es posible, en helicóptero —contestó Kenner—. He encargado uno, pero esta no es la parte más fiable del mundo. Si eso no es posible, iremos en coche. Ya veremos hasta dónde podemos llegar. Pero en este momento no sabemos cómo va a ser.
—¿Y cuando lleguemos a la bahía? —preguntó Evans.
—En la playa hay cuatro estructuras nuevas. Tenemos que derribarlas y desmantelar la maquinaria que contienen. Inutilizarla. También tenemos que encontrar la gabarra y desmantelar su submarino.
—¿Qué submarino? —dijo Sarah.
—Alquilaron un pequeño submarino biplaza de investigación. Lleva en la zona desde hace dos semanas.
—¿Y qué hace?
—Estamos ya casi seguros de saberlo. El archipiélago de Salomón se compone de más de novecientas islas y está situado en una parte geológica del mundo muy activa desde el punto de vista de las placas tectónicas. Estas islas pertenecen a esa zona del mundo donde las placas chocan. Por eso aquí hay tantos volcanes y terremotos. Es una región muy inestable. La placa del Pacífico entra en colisión con la plataforma de Oldowan Java y se desliza bajo ella. El resultado es la fosa de Salomón, una gran característica del lecho marino que traza un arco al norte del archipiélago. Es muy profunda. Entre ochocientos y dos mil metros. La fosa está también al norte de la bahía de Resolución.
—Así que es una región geológica activa con una profunda fosa —repitió Evans—. Sigo sin ver la jugada.
—Muchos volcanes submarinos, muchos derrubios, y por tanto la posibilidad de corrimientos de tierra —explicó Kenner.
—Corrimientos de tierra. —Evans se frotó los ojos. Era tarde.
—Corrimientos de tierra bajo el mar —añadió Kenner.
—¿Intentan provocar un corrimiento bajo el mar? —dijo Sarah.
—Eso sospechamos. En algún punto de la fosa de Salomón. Probablemente a una profundidad de entre cien y trescientos metros.
—¿Y eso qué efecto tendría? ¿Un corrimiento submarino? —preguntó Evans.
—Enséñales el mapa grande —indicó Kenner a Sanjong.
Sanjong mostró en pantalla un mapa de toda la cuenca del Pacífico, desde Siberia hasta Chile, desde Australia hasta Alaska. —Bien —dijo Kenner—. Ahora traza una línea recta desde la bahía de Resolución y veamos adónde te lleva. —California.
—Exacto. Dentro de unas once horas.
Evans frunció el entrecejo.
—Un corrimiento submarino…
—Desplaza un enorme volumen de agua muy rápidamente. Es como suele formarse un tsunami. Una vez propagada, la ola atravesará el Pacífico a ochocientos kilómetros por hora.
—¡Joder! —exclamó Evans—. ¿De qué tamaño es la ola de la que estamos hablando?
—En realidad se trata de una serie de olas, lo que se conoce como tren de olas. El corrimiento de tierra submarino de Alaska ocurrido en 1952 generó una ola de catorce metros. Pero en este caso es imprevisible, porque la altura de una ola depende del litoral contra el que arremete. En algunas partes de California podría elevarse hasta veinte metros, un edificio de seis plantas.
—Dios mío —dijo Sarah.
—¿Y cuánto tiempo falta para eso? —preguntó Evans.
—Aún quedan dos días de congreso. La ola tardará un día en cruzar el Pacífico. Así que…
—Tenemos un día.
—A lo sumo, sí. Un día para aterrizar, abrimos paso hasta la bahía de Resolución y detenerlos.
—¿Detener a quiénes? —preguntó Ted Bradley, bostezando y acercándose a ellos—. ¡Dios, vaya dolor de cabeza! ¿Qué tal una copa para quitar la resaca? —Se interrumpió, miró al grupo y luego a cada uno de ellos—. Eh, ¿qué pasa aquí? Parece que he interrumpido un funeral.
Tres horas después salió el sol y el avión inició su descenso. Ahora volaba bajo, sobre islas boscosas y verdes orladas de un azul claro sobrenatural. Vieron unas cuantas carreteras y unos cuantos pueblos, en su mayoría aldeas.
Ted Bradley miró por la ventanilla.
—¿No es precioso? —comentó—. Un paraíso verdaderamente intacto. Esto es lo que está desapareciendo en nuestro mundo.
Sentado frente a él, Kenner no dijo nada. También él miraba por la ventana.
—¿No cree que el problema es que hemos perdido el contacto con la naturaleza? —preguntó Bradley.
—No —respondió Kenner—. Creo que el problema es que no veo muchas carreteras.
—¿No cree que eso se debe a que es el hombre blanco, y no los nativos, quien quiere conquistar la naturaleza, someterla?
—No, no lo creo.
—Yo sí —afirmó Bradley—. Considero que la gente que vive más cerca de la tierra, en sus aldeas, en medio de la naturaleza, posee un sentido ecológico espontáneo y un conocimiento intuitivo del valor de todo ello.
—¿Ha pasado mucho tiempo en las aldeas, Ted? —preguntó Kenner.
—Pues de hecho, sí. Rodé una película en Zimbabue y otra un Botswana. Sé de lo que hablo.
—Ajá. ¿Y vivió en las aldeas todo ese tiempo?
—No, me alojé en hoteles. Era necesario, por razones de seguridad. Pero tuve muchas experiencias en las aldeas. No hay duda de que la vida en una aldea es mejor y ecológicamente más sensata. Sinceramente, creo que todo el mundo debería vivir así, y desde luego no deberíamos alentar a los aldeanos a industrializarse. Ese es el problema.
—Entiendo. Así que usted quiere alojarse en un hotel pero que el resto del mundo se quede en una aldea.
—No, no me escucha…
—¿Dónde vive ahora, Ted? —preguntó Kenner.
—En Sherman Oaks.
—¿Es una aldea?
—No. Bueno, es más o menos una aldea, podría decirse… pero tengo que ir a trabajar a Los Ángeles —explicó Bradley—. No me queda elección.
—Ted, ¿se ha hospedado alguna vez en una aldea del Tercer Mundo? ¿Aunque solo sea por una noche?
Bradley cambió de posición en el asiento.
—Como he dicho antes, pasé mucho tiempo en las aldeas mientras rodábamos. Sé de lo que hablo.
—Si la vida en las aldeas es tan maravillosa, ¿por qué cree que la gente quiere marcharse?
—No deberían marcharse, ahí es donde quiero yo llegar.
—¿Usted lo sabe mejor que ellos?
Bradley guardó silencio por un momento y luego prorrumpió:
—Pues la verdad, si quiere saberlo, sí. Yo lo sé mejor. Tengo la ventaja de la educación y una experiencia más amplia. Y conozco de primera mano los peligros de la sociedad industrial y el deterioro que está causando en todo el mundo. Así pues, sí, creo que sé lo que es mejor para ellos. Y sin duda sé lo que es mejor para el planeta desde un punto de vista ecológico.
—Tengo un problema —dijo Kenner— con la gente que decide qué es lo que más me conviene cuando ellos no viven donde yo vivo, cuando ellos no conocen la situación local ni los problemas locales a los que me enfrento, cuando ni siquiera viven en el mismo país que yo, y aun así creen… en alguna lejana ciudad occidental, tras un escritorio en algún rascacielos de cristal de Bruselas, Berlín o Nueva York… aun así creen conocer la solución a mis problemas y saben cómo debo vivir mi vida. Tengo un problema con eso.
—¿Cuál es su problema? —preguntó Bradley—. Oiga, ¿no creerá en serio que todo el mundo en el planeta debe hacer lo que se le antoje, no? Eso sería espantoso. Esa gente necesita ayuda y orientación.
—¿Y es usted quien se la va a dar? ¿A «esa gente»?
—De acuerdo, no es políticamente correcto hablar así. Pero ¿quiere usted que toda esa gente tenga el increíble nivel de vida que tenemos en Estados Unidos y, en menor medida, en Europa? —Yo no me lo imagino a usted renunciando a eso.
—No —admitió Ted—, pero ahorro energía todo lo que puedo.
Reciclo. Apoyo una forma de vida libre de carbono. La cuestión es que si toda esa otra gente se industrializa, añadirá una carga extraordinaria a la contaminación global del planeta. Eso no debería ocurrir.
—Yo tengo la mía, pero ¿vosotros no podéis tener la vuestra?
—Se trata de hacer frente a las realidades —dijo Bradley.
—Las realidades de usted. No las de ellos.
En ese momento, Sanjong hizo una seña a Kenner. —Disculpe —dijo Kenner, y se levantó.
—Váyase si quiere —dijo Bradley—, pero sabe que he dicho la verdad. —Llamó con un gesto a la auxiliar de vuelo y levantó su copa—. Solo una más, encanto. Una más para el camino.
—El helicóptero todavía no está allí —informó Sanjong.
—¿Cuál es el problema?
—Venía de otra isla. Han cerrado el espacio aéreo porque les preocupa que los rebeldes tengan misiles tierra-aire.
Kenner arrugó la frente.
—¿Cuánto falta para aterrizar?
—Diez minutos.
—Crucemos los dedos.
Abandonado, Ted Bradley pasó al otro lado del avión para sentarse con Peter Evans.
—¿No es fantástico? —comentó—. Fíjate en esa agua. Pura y cristalina. Fíjate en la intensidad de ese azul. Fíjate en esas aldeas preciosas, en plena naturaleza.
Evans miraba por la ventana pero solo veía pobreza. Las aldeas eran grupos de barracas de chapa ondulada; las carreteras, sendas de barro rojo. La gente iba pobremente vestida y se movía despacio. Se percibía en ellos depresión y desconsuelo. Imaginó enfermedades, muertes infantiles…
—Fantástico —repitió Bradley—. Prístino. Estoy impaciente por bajar. Esto es mejor que unas vacaciones. ¿Alguien sabía que las islas Salomón eran tan hermosas?
Desde delante, Jennifer dijo:
—Habitadas por cazadores de cabezas durante la mayor parte de su historia.
—Sí, bueno, todo eso forma parte del pasado —dijo Bradley—. Si es que ha existido de verdad. Eso del canibalismo, quiero decir. Todo el mundo sabe que no es verdad. Leí un libro de no sé qué profesor.
[42]
Nunca ha habido caníbales en ningún lugar del mundo. Es todo un mito. Un ejemplo más de cómo el hombre blanco demoniza a los pueblos de color. Cuando Colón llegó a las Indias Occidentales pensó que le dijeron que allí había caníbales, pero no era cierto. He olvidado los detalles. No hay caníbales en ninguna parte. No es más que un mito. ¿Por qué me mira así?
Evans se volvió. Bradley hablaba a Sanjong, que en efecto lo miraba fijamente.
—¿Y bien? —preguntó Bradley—. Me está mirando. Muy bien. ¿Quién osa decir que no está de acuerdo conmigo?
—Es usted un auténtico necio —respondió Sanjong, sin salir de su asombro—. ¿Ha estado alguna vez en Sumatra?
—No puedo decir que sí.
—¿Y en Nueva Guinea?
—No. Siempre he tenido ganas de ir para comprar algo de arte tribal. Es maravilloso.
—¿En Borneo?
—No, pero también he tenido siempre ganas de ir. Ese sultán, como se llame, hizo un excelente trabajo cuando remodeló el hotel Dorchester en Londres…
—Pues si va a Borneo —dijo Sanjong—, verá las casas de los dayak, donde todavía se exhiben los cráneos de las personas que mataron.
—Ah, eso es solo una atracción turística.
—En Nueva Guinea se da una enfermedad llamada kuru, transmitida a través de la ingestión de los cerebros de los enemigos.
—Eso no es verdad.
—El descubrimiento le valió el premio Nobel a Gajdusek. No hay duda de que comían cerebros.
—Pero de eso hace mucho tiempo.
—En los sesenta. Los setenta.
—A ustedes les gusta contar historias de miedo —repuso Bradley— a costa de los pueblos indígenas del planeta. Vamos, afronten los hechos: los seres humanos no son caníbales.
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Sanjong parpadeó. Miró a Kenner. Este se encogió de hombros.
—Esto es absolutamente maravilloso —comentó Bradley mirando por la ventanilla—. Me parece que vamos a aterrizar.