Todo el grupo quedó paralizado, dispuesto en fila. Nadie se movió.
Otro chasquido. Y otro.
Evans miró alrededor. No vio a nadie. Daba la impresión de que estaban solos en la selva.
Entonces oyó una voz:
—
Dai. Nogot sok, waitman. Indai. Stopim!
Evans no lo entendió, pero el significado quedó claro a todos.
Nadie se movió.
Frente a ellos, un muchacho salió de entre los arbustos. Vestía pantalón corto verde, una camiseta con el rótulo
MADONNA WORLD TOUR
, botas sin calcetines y una gorra de béisbol en la que se leía
PERTH GLORY
. Un cigarrillo a medio fumar pendía de sus labios. Llevaba una canana al hombro y una metralleta colgada del otro. Medía un metro cincuenta y no podía tener más de diez u once años. Apuntaba el arma con despreocupada insolencia.
—
Okay, waitman. You prisner biulong me, savve? Bookim dano!
—y sacudió el pulgar indicándoles que siguieran adelante—.
Gohet.
Por un momento, el asombro les impidió moverse. A continuación, de ambos lados del sendero, salieron de la selva otros muchachos.
—¿Quiénes son estos, los niños perdidos? —dijo Bradley. Sin cambiar de expresión, uno de los muchachos asestó a Bradley un culatazo en el estómago con su fusil. Bradley ahogó un grito y se desplomó.
—
Stopim waitman biulong toktok.
—Dios mío —dijo Bradley rodando por tierra.
El niño volvió a golpearle, esta vez en la cabeza, y con fuerza.
Bradley gimió.
—
Antap! Antap!
—ordenó el muchacho, haciéndole señas para que se levantase. Al ver que Bradley no respondía, le dio una patada—.
Antap!
Sarah se acercó y ayudó a Bradley a ponerse en pie. Bradley tosió. Sarah tuvo la inteligencia de no hablar.
—
Oh, nais mari
—dijo el niño, y la apartó de Bradley de un empujón—.
Antap!
Mientras avanzaban penosamente, uno de los chicos se acercó a Bradley y le dio un apretón en la parte posterior del brazo, el tríceps. Se echó a reír y exclamó:
—
Taiis gut!
Al asimilar esas palabras, Evans sintió un escalofrío. Aquellos muchachos hablaban una variante de inglés. Si reproducía las palabras en su mente y pensaba un poco, conseguía descifradas.
Nais mari
era «
nice Mary
», «amable María». Quizá María era una manera genérica de referirse a cualquier mujer.
Antap
era «
And up
», «y arriba».
Y
taiis gut
era «
taste good
», «sabe bien».
Atravesaron la selva en fila india, flanqueados por los niños. Kenner iba al frente. Lo seguían Ted, que sangraba de una herida en la cabeza, Sarah y Jennifer. Después venía Evans.
Evans echó un vistazo por encima del hombro. Sanjong no estaba detrás de él.
Solo vio a otro muchacho harapiento con un fusil.
—
Antap! Antap!
El niño hizo un gesto amenazador con el fusil. Evans miró al frente y apretó el paso.
Verse arreado s por un grupo de niños tenía algo de escalofriante. Solo que estos no eran niños. Evans había percibido muy claramente la frialdad de sus miradas. Habían visto mucho a lo largo de sus vidas. Vivían en otro mundo. No era el mundo de Evans.
Pero ahora Evans estaba en ese mundo.
Más adelante, vio un par de jeeps al lado de una carretera embarrada.
Miró su reloj. Eran las diez.
Faltaban siete horas.
Pero eso ya no parecía importante.
Los muchachos los obligaron a subir a los jeeps y a continuación se adentraron en la selva oscura e inexplorada por un lodoso sendero.
Había ocasiones, pensó Sarah, en que realmente no quería ser mujer. Así se sentía cuando entraron en la embarrada aldea de Pavutu, el bastión rebelde, en la parte trasera de un jeep abierto. La aldea parecía poblada casi totalmente por hombres, que entraron gritando en el claro al ver quién había llegado. Pero había también mujeres, incluidas algunas de mayor edad que, viendo su estatura y su cabello, se acercaron y la tocaron como si pensasen que no era real.
Jennifer, que era más baja y morena, se quedó junto a ella y apenas atrajo la atención. No obstante, los llevaron a todos a una de las grandes casas de juncos. Dentro había un amplio espacio abierto, una especie de sala central de tres pisos de altura. Una escalerilla de madera ascendía a una serie de rellanos, hasta lo alto, donde se veía una especie de pasarela y una atalaya. En el centro de la sala ardía una hoguera, y junto al fuego había sentado un hombre robusto de piel clara y barba oscura. Llevaba gafas y una especie de boina con la bandera jamaicana.
Aquel, cabía pensar, era Sambuca. A empujones, los condujeron ante él. Sambuca lanzó una mirada lasciva a las dos mujeres, pero Sarah —que tenía intuición para esas cosas— vio claramente que no estaba muy interesado en ellas. Le interesaban más Ted y Peter. A Kenner lo inspeccionó brevemente y desvió la mirada.
—
Killin.
Se llevaron a Kenner afuera, azuzándolo con las culatas de los fusiles. Era obvio que los excitaba la perspectiva de ejecutarlo.
—
No nau
—ordenó Sambuca con un gruñido—,
behain.
Sarah tardó un momento en traducido en su cabeza. «
No now, behind
» «Ahora no, detrás», que debía de querer decir después, pensó. Así que Kenner había recibido un indulto, al menos de momento.
Sambuca se volvió y observó a los otros presentes en la sala.
—
Maris
—dijo con un gesto de desdén—.
Goapim mari behain.
Sarah tuvo la clara impresión, a juzgar por las sonrisas en los rostros de los muchachos, de que les habían concedido entera libertad para hacer lo que se les antojase con las dos mujeres. Llevaron a ella y a Jennifer al fondo de la sala.
Sarah conservó la calma. Era muy consciente, desde luego, de que las cosas pintaban mal. Pero no extremadamente mal todavía. Había notado que Jennifer no parecía en absoluto alterada. Mantenía la expresión impasible e indiferente que podría adoptar si fuese camino del cóctel de la empresa.
Los muchachos condujeron a las dos mujeres a una habitación con el techo de juncos al fondo del edificio mayor. Había dos postes hincados en el suelo de tierra. Uno de los chicos sacó unas esposas y sujetó a Jennifer a un poste con las manos detrás de la espalda. Luego repitió la operación con Sarah en el otro poste. Acto seguido, otro niño se acercó y apretó una teta a Sarah, le dirigió una sonrisa de complicidad y salió de la habitación.
—Encantadores —dijo Jennifer cuando se quedaron solas—. ¿Estás bien?
—Por ahora sí.
Fuera, en el patio formado entre las construcciones de juncos, empezaron a oírse unos tambores.
—Bueno, aún nos queda alguna opción —comentó Jennifer.
—Sanjong está…
—Sí. Lo está.
—Pero hemos recorrido un camino largo en los jeeps.
—Sí. Al menos cuatro o cinco kilómetros. He intentado ver el cuentakilómetros pero estaba sucio de barro. A pie, incluso corriendo, tardará un rato en llegar.
—Tenía un fusil.
—Sí.
—¿Puedes soltarte?
Jennifer negó con la cabeza.
—Las esposas me quedan demasiado ajustadas.
Por la puerta abierta vieron que llevaban a Bradley y Evans a otra habitación. Enseguida desaparecieron. No mucho después los siguió Kenner. Este se volvió hacia la habitación donde ellas estaban y les dirigió lo que Sarah interpretó como una mirada elocuente.
Pero no podía estar segura.
Jennifer se sentó en la tierra desnuda y se apoyó contra el poste.
—Al menos podemos sentamos —dijo—. Puede que sea una noche larga.
Sarah se sentó también.
Al cabo de un momento, un muchacho se asomó a la habitación y vio que estaban sentadas. Entró, comprobó las esposas y volvió a salir.
Fuera, el sonido de los tambores había aumentado de volumen. La gente debía de haber empezado a congregarse, porque oyeron gritos y un rumor de voces.
—Van a celebrar una ceremonia —dijo Jennifer—. Y me temo que sé en qué consiste.
En la habitación contigua, Evans y Kenner estaban también esposados a los dos postes. Como no había un tercer poste, a Ted Bradley lo habían dejado sentado en el suelo y esposado. Ya no le sangraba la cabeza, pero tenía una enorme magulladura sobre el ojo izquierdo. Y se lo veía muy asustado. Pero se le cerraban los párpados, como si fuese a quedarse dormido.
—¿Qué impresión le ha causado hasta el momento la vida de aldea, Ted? —preguntó Kenner—. ¿Aún le parece que es la mejor manera de vivir?
—Esto no es vida de aldea. Esto es salvajismo.
—Todo forma parte de lo mismo.
—No, no es así. Estos niños, ese gordo espeluznante… esto es demencia. Aquí todo se ha torcido.
—Sencillamente, usted no lo entiende, ¿verdad? —preguntó Kenner—. Usted cree que la civilización es una invención humana horrible y contaminadora que nos aparta del estado natural. Pero la civilización no nos aparta de la naturaleza, Ted. La civilización nos
protege
de la naturaleza. Porque lo que ahora ve alrededor… esto es naturaleza.
—Ah, no. No, no. Los humanos son amables, tienen espíritu de colaboración.
—Y una mierda, Ted.
—Existe el gen del altruismo.
—Fantasías, Ted.
—Toda crueldad surge de la debilidad —adujo Bradley.
—A cierta gente le gusta la crueldad, Ted.
—Déjalo estar —dijo Evans a Kenner.
—¿Por qué? Vamos, Ted. ¿No va a contestarme?
—Váyase a la mierda —replicó Ted—. Puede que estos delincuentes juveniles nos maten a todos aquí, pero quiero que sepa, aunque sea la última cosa que diga en mi vida, que es usted un gilipollas de cuidado, Kenner. Saca usted a relucir lo peor que todos llevamos dentro. Es un pesimista, un obstruccionista; va contra el progreso, contra todo lo bueno y noble. Es un cerdo derechista… se disfrace como se disfrace. ¿Dónde tiene el arma?
—La he tirado.
—¿Dónde?
—En la selva.
—¿Cree que la ha cogido Sanjong?
—Eso espero.
—¿Vendrá a rescatamos?
Kenner negó con la cabeza.
—Está ocupándose del trabajo que hemos venido a hacer.
—Quiere decir que ha ido a la bahía.
—Sí.
—¿Nadie va a venir a rescatarnos, pues?
—No, Ted. Nadie.
—Estamos jodidos —dijo Bradley—. Estamos pero que muy jodidos. No puedo creerlo. —Y se echó a llorar.
Entraron en la habitación dos muchachos con gruesas cuerdas de cáñamo. Ataron firmemente el extremo de cada una de las cuerdas a las muñecas de Bradley y volvieron a salir.
Se intensificó el sonido de los tambores.
En el centro de la aldea, la gente inició un rítmico cántico.
—Desde donde estás, ¿ves el otro lado de la puerta? —preguntó Jennifer.
—Sí.
—Mantente alerta. Dime si se acerca alguien.
—De acuerdo —contestó Sarah.
Echó un vistazo atrás y vio que Jennifer había arqueado la espalda y sujetaba el poste entre las manos. También había doblado las piernas de manera que las suelas de las botas estaban en contacto con la madera, y comenzó a trepar poste arriba a considerable velocidad, como una acróbata. Llegó a lo alto, levantó las manos esposadas por encima del poste y saltó ágilmente al suelo.
—¿Hay alguien? —preguntó.
—No… ¿Cómo has aprendido a hacer eso?
—Tú sigue atenta a la puerta.
Jennifer volvió junto al poste y se colocó como si siguiera esposada a él.
—¿Aún no hay nadie?
—No, todavía no.
Jennifer dejó escapar un suspiro.
—Necesitamos que entre uno de esos chicos —dijo—, y pronto.
Fuera, Sambuca pronunciaba un discurso a gritos, articulando breves frases, a cada una de las cuales la multitud respondía a su vez con alaridos. Su líder los arengaba, llevándolos a un estado de frenesí. Incluso en la habitación donde se hallaba Ted percibían el creciente fervor.
Bradley, en posición fetal, lloraba quedamente.
Entraron dos hombres, mucho mayores que los muchachos.
Le soltaron las esposas, lo pusieron de pie, y cada uno de ellos sujetó una cuerda. Juntos, lo condujeron al exterior.
Al cabo de un momento la muchedumbre bramó.
—Eh, monada —dijo Jennifer cuando un muchacho asomó la cabeza por la puerta. Le sonrió—. ¿Te gusta lo que ves, monada? —Movió la pelvis de manera insinuante.
Al principio, el muchacho pareció recelar, pero acabó entrando en la habitación. Era mayor que los otros, de unos catorce o quince años, y más corpulento. Empuñaba un fusil y llevaba un cuchillo al cinto.
—¿Quieres divertirte un poco? ¿Por qué no me sueltas? —propuso Jennifer, sonriéndole con un mohín—. ¿Me entiendes?
Chico, me duelen los brazos. ¿Quieres divertirte?
El muchacho soltó una risotada, una especie de gorgoteo gutural. Se acercó a ella, le abrió las piernas y se agachó delante.
—Primero suéltame, por favor…
—
No mari
—dijo él, sonriendo y cabeceando. Sabía que podía poseerla manteniéndola esposada al poste. Arrodillado entre las piernas de Jennifer, intentaba desabrocharse el pantalón, pero no era fácil con el arma en las manos, así que la dejó a un lado.
Lo que ocurrió a continuación fue visto y no visto. Jennifer arqueó la espalda, levantó las piernas y, cruzándolas bajo el mentón del muchacho, le obligó a echar atrás la cabeza con una brusca sacudida. En el mismo movimiento, se hizo un ovillo y deslizó los brazos por debajo de la cadera y el trasero hasta colocados delante.
Cuando el muchacho, tambaleante, se ponía en pie, le asestó un golpe en el costado de la cabeza con ambas manos. El chico cayó de rodillas. Jennifer se abalanzó sobre él, lo derribó y le estrelló la cabeza contra el suelo. Luego le quitó el cuchillo del cinto y lo degolló.
Permaneció sentada sobre su cuerpo mientras se convulsionaba y se estremecía y la sangre que manaba de su garganta se derramaba por la tierra desnuda. La escena pareció prolongarse largo rato. Cuando por fin el cuerpo quedó inmóvil, Jennifer se levantó y le registró los bolsillos.