En el aeropuerto de Kotak hacía un calor húmedo y pegajoso. Se encaminaron hacia la aduana, un pequeño cobertizo sin paredes con el rótulo
KASTOM
toscamente pintado. A un lado se alzaban una cerca de madera y una verja donde se veía la huella roja de una mano y un letrero que rezaba
NOGOT ROT
.
—«Nogot rot» —leyó Bradley—. Debe de ser una marca autóctona de algo.
—En realidad —explicó Sanjong—, la mano roja significa
kapu
, «prohibido». El letrero indica «No tienes derecho», que en pidgin es «No estás autorizado a pasar».
—Ah, entiendo.
A Evans aquel calor le resultaba casi insoportable. Estaba cansado después del largo viaje en avión y nervioso por lo que los esperaba allí. Junto a él, Jennifer caminaba con aire despreocupado, en apariencia fresca y vigorosa.
—¿No estás cansada? —preguntó Evans.
—He dormido en el avión.
Evans se volvió para mirar a Sarah. También ella avanzaba con andar brioso, rebosante de energía.
—Pues yo estoy agotado.
—Puedes dormir en el coche —dijo Jennifer, sin mostrar especial interés por el estado de Evans.
Él encontró un poco irritante su actitud. Y desde luego el calor y la humedad debilitaban. Cuando llegaron a la aduana, Evans tenía la camisa empapada y el pelo mojado. De la nariz y el mentón le caían gotas de sudor en los papeles que debía rellenar. La tinta de la pluma se corría en charcos de sudor. Miró al agente de aduanas, un hombre musculoso de piel oscura y pelo rizado con pantalón blanco planchado y camisa blanca. Se lo veía totalmente seco, casi fresco. Cruzó una mirada con Evans y sonrió.
—
Oh, waitman, dis no taim bilong san. You tumas hotpela.
Evans asintió con la cabeza.
—Sí, cierto —contestó sin tener la menor idea de qué le había dicho aquel hombre.
—«Ni siquiera es la época más calurosa del verano» —tradujo Sanjong—. «Pero tú tienes mucho calor».
—En eso ha acertado. ¿Dónde aprendiste pidgin?
—En Nueva Guinea. Trabajé allí un año.
—¿Y qué hacías allí?
Pero Sanjong se alejaba ya apresuradamente con Kenner, quien hacía señas a un joven de piel oscura que acababa de llegar al volante de un Land Rover. El hombre saltó del vehículo. Llevaba pantalón corto y una camiseta de color tostado que dejaba a la vista los hombros cubiertos de tatuajes. Su sonrisa era contagiosa.
—¡Eh, Jon Kanner!
Hamamas klok!
Se golpeó el pecho con el puño y abrazó a Kenner. —Tiene el corazón feliz —explicó Sanjong—. Se conocen.
El recién llegado se presentó como Henry, sin apellido.
«Hanri!»
, dijo con una amplia sonrisa mientras les estrechaba las manos vigorosamente. Luego se volvió hacia Kenner.
—Tengo entendido que hay problemas con el helicóptero —dijo Kenner.
—¿Cómo? No hay
trabel. Me got klostu long.
—Se echó a reír—. Está allí, amigo mío —dijo en perfecto inglés con acento británico.
—Bien —contestó Kenner—, estábamos preocupados.
—Sí, pero en serio, John, mejor será
hariyap. Mi yet harim planti yangpelas, krosim, pasim birua, got plenti masket stap gut, ya?
Evans tuvo la impresión de que Henry hablaba en pidgin solo para que los demás no lo entendiesen.
Kenner asintió con la cabeza.
—Eso mismo he oído yo —dijo—. Hay aquí muchos rebeldes. ¿Son muchachos en su mayoría? ¿Y rabiosos? Y bien armados. Todo encaja.
—Me preocupa el helicóptero, amigo mío.
—¿Por qué? ¿Sabes algo del piloto?
—Sí.
—¿Quién es el piloto?
Henry ahogó la risa y dio una palmada a Kenner en la espalda.
—Soy yo!
—Pues pongámonos en marcha.
Enfilaron la carretera, dejando atrás el aeródromo. La selva se alzaba a ambos lados. En el aire se oía el zumbido de las cigarras. Evans lanzó una mirada de añoranza al hermoso Gulfstream blanco, cuya silueta se recortaba en la pista contra el cielo azul. Los pilotos, con sus camisas blancas y sus pantalones negros, comprobaban las ruedas. Se preguntó si volvería a ver el avión.
—Henry, hemos sabido que han matado a gente —decía Kenner.
Henry hizo una mueca.
—No solo matado, John.
Olpela
. ¿Sí?
—Eso hemos oído.
—Sí.
Distru
.
Así que era verdad.
—¿Fue obra de los rebeldes?
Henry asintió con la cabeza.
—¡Ah! Este nuevo jefe, llamado Sambuca, es aficionado a la bebida. No me preguntes por qué se llama así. Está loco, John.
Longlong man tru
. Para este individuo, todo es otra vez
olpela
. Las viejas tradiciones son lo mejor.
Allatime, allatime.
—Pues las tradiciones son lo mejor —intervino Ted Bradley, caminando penosamente detrás de ellos—, si quieren saber mi opinión.
Henry se volvió.
—Ustedes tienen teléfonos móviles, ordenadores, antibióticos, medicinas, hospitales. ¿Y dice que las tradiciones son lo mejor?
—Sí, porque lo son —insistió Bradley—. Eran más humanas.
Permitían que la textura humana se acomodase mejor a la vida. Créame, si alguna vez tiene ocasión de experimentar los supuestos milagros modernos, sabrá que no son tan extraordinarios…
—Me licencié en la Universidad de Melbourne —lo interrumpió Henry—. Así que estoy bastante familiarizado.
—Ah, bien —dijo Bradley. Y en un susurro masculló—: Podrías habérmelo dicho, capullo.
—Por cierto —dijo Henry—, le daré un consejo: aquí no haga eso. No hable en voz baja.
—¿Por qué no?
—En este país, algunos
pelas
ven en eso un síntoma de que está poseído por el demonio y se asustan. Y podrían matarle.
—Entiendo. Encantador.
—Así que, en este país, si tiene algo que decir, dígalo alto y claro.
—Lo recordaré.
Sarah caminaba junto a Bradley, pero no escuchaba la conversación. Henry era todo un personaje, atrapado entre dos mundos, hablando a veces con el más puro acento inglés y pasando a veces al pidgin. A ella no le molestaba.
Miraba la selva. En la carretera el aire, caliente y quieto, quedaba encerrado entre los enormes árboles, de quince o veinte metros de altura y cubiertos de enredaderas. Y abajo, en la penumbra creada por el espeso ramaje, crecían grandes helechos, tan tupidos que formaban una barrera impenetrable, un muro verde macizo.
Pensó: «Uno podría adentrarse dos metros ahí y perderse para siempre. Jamás encontraría el camino de salida».
Junto a la carretera había restos herrumbrosos de coches abandonados hacía mucho tiempo, con los parabrisas rotos, las carrocerías abolladas y corroídas de colores pardusco y amarillo. Al pasar por su lado, vio la tapicería hecha jirones, viejos salpicaderos con agujeros donde antes estuvieron los relojes y los cuentakilómetros.
Doblaron a la derecha por un camino y vieron ante ellos el helicóptero. Sarah ahogó una exclamación. Era precioso, pintado de verde con una nítida raya blanca, con las aspas y las riostras metálicas resplandecientes. Todos lo comentaron.
—Sí, por fuera tiene buen aspecto —convino Henry—. Pero me temo que por dentro, el motor, quizá no esté tan bien. —Movió la mano a uno y otro lado—. Así, así.
—Estupendo —dijo Bradley—. Personalmente, preferiría que fuera al revés.
Abrieron las puertas para entrar. En la parte de atrás había pilas de cajas de madera con serrín. Olían a grasa.
—He traído el material que querías —dijo Henry a Kenner.
—¿Y munición suficiente?
—Ah, sí. Todo lo que pedías.
—Entonces en marcha —ordenó Kenner.
En la parte de atrás, Sarah se abrochó el cinturón y se puso los auriculares. Los motores zumbaron y las aspas giraron cada vez más deprisa. El helicóptero empezó a elevarse con un estremecimiento.
—Somos muchos a bordo —dijo Henry—, así que esperemos que haya suerte. ¡Cruzad los dedos!
Y riéndose como un maníaco, ascendió hacia el cielo azul.
La selva se deslizaba bajo ellos, kilómetro tras kilómetro de espeso ramaje. En algunos lugares se adherían a los árboles volutas de bruma, sobre todo a mayores altitudes. A Sarah le sorprendió lo montañosa que era la isla, lo irregular que era el terreno. No vio una sola carretera. De vez en cuando pasaban sobre una aldea en medio de un claro. Por lo demás, nada aparte de árboles. Henry había tomado rumbo norte con la intención de dejados en la costa a unos kilómetros al oeste de la bahía de Resolución.
—Unas aldeas encantadoras —comentó Ted Bradley cuando sobrevolaban una de ellas—. ¿Qué cultiva aquí la gente?
—Nada. Aquí la tierra no es buena. Trabajan en las minas de cobre —contestó Henry.
—Es una lástima.
—No para quienes viven aquí. En la vida han visto tanto dinero. La gente mata por trabajar en las minas. Y digo mata literalmente. Todos los años se producen asesinatos.
Bradley meneaba la cabeza.
—Terrible. Realmente terrible. Pero miren ahí —dijo señalando—. Ahí hay una aldea con chozas de juncos. ¿Es ese el estilo antiguo, la manera antigua de hacer las cosas, aún viva?
—Ni mucho menos —respondió Henry—. Eso es una aldea rebelde. Ese es el nuevo estilo. Una
haus
grande de juncos, impresionante, una casa grande para el
chif
.
Explicó que Sambuca había dado orden a los moradores de todas las aldeas de que construyesen enormes estructuras de juncos de tres pisos, provistas de escalerillas para acceder a las pasarelas de la tercera planta. El objetivo era proporcionar a los rebeldes una amplia panorámica de la selva para ver la llegada de las tropas australianas.
Pero antiguamente, añadió Henry, la gente de Gareda no tenía edificios como esos. La arquitectura se componía de construcciones bajas y abiertas, concebida básicamente para proteger de la lluvia y dejar salir el humo. No había necesidad de edificios altos, que además eran poco prácticos, ya que en todo caso el siguiente ciclón los derribaría.
—Pero ahora Sambuca los quiere así, y obliga a los
yangpelas
, los jóvenes, a construidos. Hay en la isla seis u ocho, en territorio rebelde.
—Entonces, ¿estamos sobrevolando territorio rebelde? —preguntó Bradley.
—Hasta ahora sí —dijo Henry, y volvió a reír—. Pero ya no por mucho tiempo. Dentro de cuatro o cinco minutos veremos la costa y… ¡Mierda!
—¿Qué?
Volaban casi rozando las copas de los árboles.
—He cometido un grave error.
—¿Qué error? —preguntó Bradley.
—
Turnas longwe es.
—¿Estamos demasiado al este? —tradujo Kenner.
—Mierda. Mierda, mierda. ¡Agarraos!
Henry viró bruscamente, pero no antes de que todos alcanzasen a ver un extenso claro con cuatro de aquellas enormes estructuras de juncos entre las casas más corrientes de madera y chapa ondulada. En el centro del claro había un grupo de media docena de camiones, algunos con ametralladoras en la parte de atrás.
—¿Qué es esto? —preguntó Bradley mirando abajo—. Es mucho mayor que las otras…
—Es Pavutu. El cuartel general de los rebeldes.
Enseguida se alejaron y el claro se perdió de vista. Henry tenía la respiración agitada. Lo oían respirar por los auriculares.
Kenner guardó silencio. Miraba fijamente a Sanjong.
—Bueno, parece que no hay peligro —comentó Bradley—. Creo que no nos han visto.
—Como deseo, no está mal, nada mal —dijo Henry.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Bradley—. Aunque nos hayan visto, ¿qué pueden hacemos?
—Tienen radios. No son idiotas, esos
yangpelas
.
—¿A qué se refiere?
—Quieren este helicóptero.
—¿Por qué? ¿Saben pilotado?
—
Orait orait!
¡Sí! Porque me quieren a mí también.
Henry explicó que desde hacía meses no se permitía la presencia de helicópteros en la isla. Este había llegado solo porque Kenner había movido hilos en las altas esferas. Pero bajo ningún concepto podía caer en manos rebeldes.
—Bueno, probablemente piensen que vamos al sur —dijo Bradley—. Porque es así, ¿no?
—Estos chicos saben lo que hacen —contestó Henry—. Lo saben.
—¿Qué saben? —dijo Bradley.
—El FEL habrá tenido que pagar a los rebeldes para desembarcar en la isla —explicó Kenner—. Así que los rebeldes saben que ocurre algo en la bahía de Resolución. Si han visto este helicóptero, saben adónde se dirige. Esos chicos no son idiotas —repitió Henry.
—Yo no he dicho que lo fuesen-protestó Bradley.
—Ya. Pero lo piensa. Yo le conozco,
waitman
. Lo tiene en la lengua. Lo piensa.
—Le aseguro que no —insistió Bradley—. De verdad. No tengo esos prejuicios. Sencillamente no me ha entendido.
—Ya —dijo Henry.
Sarah iba sentada en el centro del segundo asiento, encajonada entre Ted y Jennifer. Peter y Sanjong ocupaban el pequeño asiento trasero, junto a las cajas. Sarah apenas veía por las ventanillas, así que le costaba seguir la discusión. No estaba muy segura de a qué venía aquello. Así que preguntó a Jennifer:
—¿Entiendes qué está pasando?
Jennifer movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—En cuanto los rebeldes han visto el helicóptero, han sabido que iba a Resolución. Ahora, hagamos lo que hagamos, esperan vernos aparecer en esa zona. Tienen radios, y están dispersos por toda la isla en distintos grupos. Pueden vigilamos, y estarán allí cuando aterricemos.
—Lo siento mucho —dijo Henry—. Lo siento mucho.
—No te preocupes —dijo Kenner con tono neutro.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Henry.
—Continuar según lo previsto —respondió Kenner—. Ve al norte y déjanos en la costa.
Su tono de apremio era inconfundible.
En el asiento trasero, comprimido contra Sanjong, oliendo la grasa que recubría las metralletas, Peter Evans se preguntó a qué se debía ese apremio. Consultó su reloj. Eran las nueve de la mañana, lo que significaba que, de las veinticuatro horas iniciales, solo quedaban veinte. Sin embargo la isla era pequeña, y con ese tiempo tenían de sobra… Pero de pronto cayó en la cuenta.
—Un momento —dijo—. ¿Qué hora es en Los Ángeles?
—Están al otro lado de la línea del cambio de fecha —respondió Sanjong. Veintisiete horas antes.