—¿Qué significa eso? —quiso saber Evans. Pero mientras hablaba, salió de la autovía en dirección a la verja de acceso a la pista y lo vio con sus propios ojos.
Allí estaba Herb Lowenstein con ocho guardias de seguridad.
Aparentemente estaban precintando las puertas del avión de Morton.
Evans cruzó la verja y salió del coche.
—¿Qué pasa, Herb?
—Precintamos el aparato —explicó Herb—, tal como exige la ley.
—¿Qué ley?
—La herencia de George Morton está pendiente de autenticación, por si lo has olvidado, y el contenido de dicha herencia, incluidas las cuentas bancarias y las propiedades materiales, deben precintarse hasta que se lleven a cabo la evaluación federal y la estimación del gravamen por transmisión de bienes. Este aparato permanecerá precintado hasta que concluya esa evaluación. Entre seis y nueve meses a partir de ahora.
En ese momento apareció Kenner en una limusina. Se presentó y estrechó la mano a Lowenstein.
—Así que es un asunto de autenticación —comentó.
—Así es —respondió Lowenstein.
—Me sorprende oírlo —dijo Kenner.
—¿Por qué? George Morton ha fallecido.
—¿Ah, sí? No tenía noticia.
—Encontraron el cadáver ayer. Evans y Bradley fueron a identificarlo.
—¿Y el forense dio su visto bueno? Lowenstein vaciló por un instante.
—Supongo.
—¿Supone? Sin duda habrá recibido la documentación del forense a tal efecto. La autopsia se practicó anoche.
—Supongo… creo que tenemos esa documentación.
—¿Puedo verla?
—Creo que está en la oficina.
—¿Puedo verla? —insistió Kenner.
—Eso simplemente acarrearía un retraso innecesario en la tarea que hemos venido a realizar. —Lowenstein se volvió hacia Evans—. ¿Hiciste o no una identificación positiva del cadáver de Morton?
—Sí, la hice —contestó Evans.
—¿Y tú, Ted?
—Sí —respondió Bradley—. Era él, sin duda. Era George, el pobre.
—Aun así me gustaría ver la notificación del forense —insistió Kenner.
Lowenstein resopló.
—No tiene usted ninguna razón de peso para plantear esa petición, y me niego formalmente. Soy el abogado mayoritario responsable de su herencia. Soy el albacea testamentario designado, y ya le he dicho que la documentación está en mi oficina.
—Le he oído. Pero si no recuerdo mal, declarar en falso un proceso de autenticación es fraude. Ese podría ser un delito muy grave para un miembro de la profesión legal como usted. —Oiga, no sé qué se propone…
—Solo quiero ver ese documento —dijo Kenner con calma—. En las oficinas del aeropuerto hay un fax, ahí mismo. —Señaló el edificio, cerca del avión—. Puede pedir que le envíen el documento en cuestión de segundos y resolver este asunto sin problema. O si no, pude telefonear al forense de San Francisco y confirmar que en efecto se ha hecho una identificación positiva.
—Pero estamos en presencia de dos testigos que…
—Hoy día existe la prueba del ADN —atajó Kenner consultando su reloj—. Le recomiendo que haga esas llamadas. —Se volvió hacia los agentes de seguridad—. Pueden abrir el aparato.
Los agentes parecieron confusos.
—¿Señor Lowenstein?
—Solo un momento, maldita sea, un momento —contestó.
Lowenstein, y se alejó hacia las oficinas llevándose ya el móvil al oído.
—Abran el avión —repitió Kenner. Abrió el billetero y mostró su placa a los agentes.
—Sí, señor —dijeron.
Llegó otro coche, y de dentro salió Sarah acompañada de Ann Garner.
—¿Qué alboroto es este? —preguntó Ann.
—Un pequeño malentendido —respondió Kenner, y se presentó.
—Yo ya sé quién es usted —dijo ella, sin disimular apenas su hostilidad.
—Lo suponía —dijo Kenner, sonriente.
—Debo decir —continuó ella— que son los hombres como usted, listos, inmorales, sin escrúpulos, quienes han convertido nuestro medio ambiente en el nido de contaminación que ahora es. Así que dejemos las cosas claras de buen principio. Usted no me gusta, señor Kenner. No me gusta usted como persona, y no me gusta lo que hace en el mundo, y no me gusta nada de lo que representa.
—Interesante —dijo Kenner—. Quizá algún día usted y yo podamos mantener una conversación detallada y concreta sobre lo que está mal en nuestro medio ambiente, y quiénes son los responsables de haberlo convertido en un nido de contaminación.
—Cuando usted quiera —replicó ella, airada.
—Bien. ¿Tiene formación jurídica?
—No.
—¿Formación científica?
—No.
—¿Cuál ha sido su trayectoria?
—Trabajé como productora de documentales hasta que lo dejé para cuidar de mi familia…
—Ah.
—Pero estoy plenamente dedicada a la causa ecologista, y lo he estado toda la vida. Lo leo todo. Leo la sección de ciencias del
New York Times
todos los martes de pe a pa, y por supuesto el
New Yorker
y el
New York Review
. Soy una persona muy bien informada.
—Bien —dijo Kenner—. Esperaré con impaciencia nuestra conversación.
Los pilotos se acercaron en coche a la verja y aguardaron hasta que se abrió.
—Creo que podremos salir dentro de unos minutos —informó Kenner. Se volvió hacia Evans—. ¿Por qué no compruebas que el señor Lowenstein no tiene inconveniente?
—De acuerdo —respondió Evans, y se encaminó hacia las oficinas.
—Solo para que lo sepa —dijo Ann—, vamos a acompañarle.
Yo, y también Ted.
—Será un placer —contestó Kenner.
En las oficinas del aeropuerto, Evans encontró a Lowenstein encorvado sobre un teléfono en una sala trasera reservada a los pilotos.
—Pero te estoy diciendo que ese tipo no va a aceptarlo; quiere la documentación —decía Lowenstein. Después de una pausa—: Oye, Nick, no vaya perder la licencia para ejercer por esto. Ese individuo es titulado en derecho por Harvard.
Evans llamó a la puerta.
—¿Podemos marcharnos sin problema?
—Un momento —dijo Lowenstein al teléfono. Tapó el micrófono con la mano—. ¿Os vais ya?
—Sí. A menos que tengas los documentos…
—Según parece, no está clara la situación exacta del testamento de Morton.
—En ese caso, nos vamos, Herb.
—Bien, bien.
Se volvió de nuevo hacia el teléfono.
—Se marchan, Nick —dijo—. Si quieres impedírselo, hazlo tú mismo.
En el avión, todos ocupaban ya sus asientos y Kenner repartía unas hojas.
—¿Qué es esto? —preguntó Bradley, lanzando una mirada a Ann.
—Es un descargo de responsabilidad —informó Kenner.
Ann leía en voz alta:
—«… no se hará responsable en caso de muerte, pérdida grave de la integridad física, incapacidad, desmembramiento…» ¿Desmembramiento?
—Así es —confirmó Kenner—. Deben comprender que vamos a un lugar en extremo peligroso. Les recomiendo encarecidamente a los dos que no vengan. Pero si insisten en desoír mi consejo, tienen que firmar eso.
—¿Adónde vamos? —preguntó Bradley.
—Eso no puedo decírselo hasta que el avión despegue.
—¿Por qué es peligroso?
—¿Tiene algún inconveniente en firmar el impreso? —dijo Kenner.
—No, demonios. —Bradley estampó su firma.
—¿Ann? —Ann vaciló, se mordió el labio y firmó.
El piloto cerró las puertas. En medio de los zumbidos de los motores, empezaron a rodar por la pista. La auxiliar de vuelo les preguntó si deseaban una copa.
—Un Puligny-montrachet —dijo Evans.
—¿Adónde vamos? —quiso saber Ann.
—A una isla frente a la costa de Nueva Guinea.
—¿Por qué?
—Ha surgido un problema que debemos resolver —contestó Kenner.
—¿Quiere ser más concreto?
—De momento no.
El avión se elevó por encima de la capa de nubes de Los Ángeles y viró hacia el oeste, sobrevolando el Pacífico.
Sarah sintió alivio cuando Jennifer Haynes fue a echar la siesta a la parte delantera del avión. Se quedó dormida de inmediato. Pero le incomodaba tener a Ann y Ted a bordo. La conversación era poco natural; Kenner apenas hablaba. Ted bebía sin control. Dijo a Ann:
—Para que lo sepas, el señor Kenner no cree en nada de lo que creen las personas normales. Ni siquiera en el calentamiento del planeta, o en Kioto.
—Claro que no cree en Kioto —repuso Ann—. Está al servicio de la industria. Representa los intereses del carbón y el petróleo.
Kenner no dijo nada. Se limitó a entregarles su tarjeta. —Instituto de Análisis de Riesgos —leyó Ann en voz alta—. Este es nuevo. Lo añadiré a la lista de fachadas de grupos ultraderechistas.
Kenner siguió en silencio.
—Porque todo es desinformación —continuó Ann—. Los estudios, los comunicados de prensa, los folletos, las páginas web, las campañas organizadas, las calumnias de los poderosos. Permítame decirle que la industria saltó de alegría cuando Estados Unidos se negó a firmar el acuerdo de Kioto.
Kenner se frotó el mentón y siguió sin hablar.
—Somos el principal contaminador del mundo, y a nuestro gobierno le importa un comino.
Kenner esbozó una lánguida sonrisa.
—Así que ahora Estados Unidos es un paria internacional, aislado del resto del mundo y despreciado con razón por no firmar el Protocolo de Kioto para hacer frente a un problema global.
Siguió aguijoneándolo en esta línea, y finalmente, por lo visto, él se cansó.
—Hábleme de Kioto, Ann. ¿Por qué deberíamos haberlo firmado?
—¿Por qué? Porque tenemos la obligación moral de colaborar con el resto del mundo civilizado en la disminución de emisiones de carbono para reducir los niveles de 1990.
—¿Qué efecto tendría ese tratado?
—Todo el mundo lo sabe. Disminuiría las temperaturas globales hacia el año 2100.
—¿En cuánto?
—No sé a dónde quiere ir a parar.
—¿No? La respuesta es de sobra conocida. El efecto de Kioto sería una reducción del calentamiento de cero coma cero cuatro grados centígrados para el año 2100, las cuatro centésimas partes de un grado. ¿Niega ese resultado? —preguntó Kenner.
—Por supuesto. ¿Cuatro qué? ¿Centésimas de grado? Eso es ridículo.
—¿No cree, pues, que ese sería el efecto del Protocolo de Kioto?
—Bueno, quizá porque Estados Unidos no lo firmó…
—No, ese sería el efecto si lo hubiésemos firmado. Cuatro centésimas de grado.
—No —insistió ella, cabeceando—. No me lo creo.
—La cifra se ha publicado repetidas veces en revistas científicas. Puedo proporcionarle las referencias.
[33]
Levantando su copa, Bradley dijo a Ann:
—Este tipo es de lo que no hay con las referencias.
—En oposición a la retórica —replicó Kenner asintiendo con la cabeza—. Sí, lo soy.
—¿Cuatro centésimas de grado? ¿En cien años? —prorrumpió Bradley—. ¡Qué gilipollez!
—Eso podríamos decir.
—Acabo de decido —repuso Bradley.
—Pero Kioto es un primer paso —dijo Ann—, esa es la cuestión. Porque si cree usted en el principio de precaución, como creo yo…
—No pensaba que el propósito de Kioto fuese dar un primer paso —contestó Kenner—. Pensaba que la intención era reducir el calentamiento del planeta.
—Bueno, lo es.
—Entonces, ¿por qué establecer un tratado que no lo conseguirá, que no servirá para nada, de hecho? —Es un primer paso, como he dicho.
—Dígame: ¿le parece posible reducir el dióxido de carbono?
—Desde luego. Existen numerosas fuentes de energía alternativas esperando a ser adoptadas. La eólica, la solar, la geotermal, los residuos…
—Tom Wigley y un grupo de diecisiete científicos e ingenieros de todo el mundo realizaron un minucioso estudio y llegaron a la conclusión de que no es posible. Su informe se publicó en la revista Science. Declararon que no existe ninguna tecnología conocida capaz de reducir las emisiones de carbono, ni de impedir que se alcancen niveles muy superiores a los de hoy. Afirmaron que, para resolver el problema, no bastarán la energía eólica, ni la solar, ni siquiera la nuclear. Según ellos, se requiere una tecnología totalmente nueva aún por descubrir.
[34]
—Eso es un disparate —dijo Ann—. Amory Lovins lo planteó todo hace veinte años. Eólica y solar, conservación, aprovechamiento eficaz de la energía. No hay ningún problema.
—Por lo visto, sí lo hay. Lovins predijo que para el año 2000 el treinta y cinco por ciento de la energía estadounidense procedería de fuentes alternativas. La cifra real resultó ser el seis por ciento.
—No hay suficientes subvenciones.
—Ningún país del mundo produce el treinta y cinco por ciento de energía renovable, Ann.
—Pero países como Japón nos superan considerablemente en ese sentido.
—Japón utiliza un cinco por ciento de energías renovables —informó Kenner—. Alemania, un cinco. Inglaterra, un dos.
—Dinamarca.
—Un ocho por ciento.
—Bueno, eso significa que tenemos que trabajar más —afirmó Ann.
—De eso no hay duda. Los parques eólicos cortan en pedazos a las aves, así que quizá no fuesen muy populares. Pero los paneles solares sí darían resultado. Silenciosos, eficaces…
—La energía solar es extraordinaria.
—Sí —convino Kenner—. Y solo necesitamos unos veintisiete mil kilómetros cuadrados de paneles para conseguirlo. Basta con cubrir de paneles solares el estado de Massachusetts, y estará resuelto. En el año 2050 nuestras necesidades de energía se habrán triplicado, claro está, así que quizá sería mejor cubrir el estado de Nueva York.
—O Texas. No conozco a nadie a quien le preocupe Texas —dijo Ann.
—Pues ahí tiene. Cubra el diez por ciento de Texas, y listo.
Aunque —añadió Kenner— es probable que los texanos prefieran empezar por cubrir Los Ángeles.
—Lo dice en broma.
—Ni mucho menos. Dejémoslo en Nevada. De todos modos, solo hay desierto. Pero siento curiosidad por conocer su experiencia personal con las energías alternativas. ¿Qué me dice, Ann? ¿Ha adoptado fuentes alternativas?
—Sí. Tengo un calentador solar para mi piscina. La criada conduce un híbrido.
—¿Y usted qué conduce?
—Bueno, yo necesito un coche más grande por los niños.
—¿Muy grande?