—Ya sé por qué me sigue —dijo Hoffman al ver a Evans—. Y no le dará resultado.
—Profesor…
—Usted es el joven y brillante embaucador que manda Nick Drake para disuadirme de mi propósito.
—Nada de eso.
—Sí, lo es. No me mienta. No me gustan las mentiras.
—Muy bien, es verdad —contestó Evans—. Me envía Drake. Hoffman se detuvo, sorprendido al parecer por su sinceridad.
—Lo sabía. ¿Y qué le ha pedido que haga?
—Impedirle que vaya a la policía.
—Muy bien, pues ya lo ha conseguido. Vaya a decírselo: no iré a la policía.
—A mí me parece que sí irá.
—Ah. Le
parece
. Es usted una de esas personas a quienes les preocupan las apariencias.
—No, pero usted…
—A mí me traen sin cuidado las apariencias. Me interesa la esencia. ¿Sabe de qué le hablo?
—Creo que no le sigo.
—¿A qué se dedica?
—Soy abogado.
—Debería haberlo adivinado. Hoy día todo el mundo es abogado. Si extrapolamos el crecimiento estadístico de la profesión jurídica, en el año 2035 todas los habitantes de Estados Unidos serán abogados, incluidos los recién nacidos. Serán abogados natos. ¿Cómo cree que será vivir en una sociedad así?
—Profesor, en la sala ha hecho unos comentarios interesantes.
—¿Interesantes? Los he acusado de inmoralidad manifiesta, ¿y usted llama a eso interesante?
—Perdone —dijo Evans intentando llevar la conversación hacia las opiniones de Hoffman—. No ha explicado porque cree…
—Yo no
creo
nada, joven; lo sé. Ese es el objetivo de mi investigación: saber cosas, no conjeturadas. No teorizar. No concebir hipótesis. Sino saber a partir de la investigación directa sobre el terreno. Ese es un arte perdido en el mundo académico actual, joven… aunque, la verdad, no es usted tan joven… por cierto, ¿cómo se llama?
—Peter Evans.
—¿Y trabaja para Drake, señor Evans?
—No, para George Morton.
—¡Vaya! ¿Por qué no lo ha dicho antes? —exclamó Hoffman—. George Morton era un gran hombre. Venga, señor Evans, le invitaré a un café y charlaremos. ¿Sabe a qué me dedico?
—Lamento decir que no.
—Estudio la ecología del pensamiento —dijo Hoffman—. Y cómo se ha llegado a un Estado de miedo.
Estaban sentados en un banco de la calle frente al palacio de congresos, poco más allá de donde la muchedumbre se arremolinaba cerca de la entrada. Reinaba un gran bullicio, pero Hoffman permanecía ajeno a cuanto ocurría alrededor. Hablaba rápidamente, con vivacidad, y movía las manos con tal desenfreno que a menudo daba una palmada a Evans en el pecho, aunque no parecía darse cuenta.
—Hace diez años empecé con la moda y el argot —explicó—, siendo este último, claro, una especie de moda verbal. Deseaba conocer los factores que determinan los cambios en la moda y el habla. Enseguida descubrí que no existían factores identificables. Las modas cambian por razones arbitrarias, y si bien existen ciertos aspectos regulares… ciclos, periodicidades y correlaciones… son meramente descriptivos, no explicativos. ¿Me sigue?
—Eso creo —dijo Evans.
—En todo caso, me di cuenta de que esas periodicidades y correlaciones podían considerarse sistemas en sí mismas. O si lo prefiere, ecosistemas. Verifiqué esta hipótesis y averigüé que era heurísticamente valiosa. Del mismo modo que existe una ecología del mundo natural, en los bosques, montañas y mares, hay también una ecología del mundo de las abstracciones mentales, las ideas y el pensamiento creado por el hombre. Eso es lo que yo he estudiado.
—Entiendo.
—En el seno de la cultura moderna, las ideas llegan a su auge y decaen continuamente. Durante un tiempo todo el mundo cree en algo y luego, poco a poco, deja de creer en ello. Al final, nadie recuerda la idea antigua, como tampoco recuerda nadie el argot antiguo. Las ideas, en sí mismas, son una especie de moda pasajera, ¿se da cuenta?
—Lo comprendo, profesor, pero ¿por qué…?
—¿Por qué las ideas caen en desgracia, se pregunta? —dijo Hoffman. Hablaba solo—. Sencillamente, porque así es. En la moda, como en la ecología natural, se producen trastornos. Bruscas revisiones del orden establecido. Un repentino incendio arrasa un bosque. Una especie distinta surge en la tierra chamuscada. Un cambio accidental, azaroso, inesperado, abrupto. Eso es lo que nos enseña el mundo en todas sus facetas.
—Profesor…
—Pero del mismo modo que las ideas pueden cambiar repentinamente, también pueden perdurar más allá de su época. Algunas ideas siguen gozando de la aceptación del público mucho después de haber sido abandonadas por los científicos. El cerebro izquierdo, el cerebro derecho, he ahí un ejemplo perfecto. En la década de los setenta, se popularizó a partir del trabajo de Sperry en el Caltech, que estudió un grupo específico de pacientes sometidos a intervenciones quirúrgicas en el cerebro. Sus hallazgos no tienen alcance más allá de esos pacientes. El propio Sperry lo declaró. En 1980 está ya claro que la idea de cerebro izquierdo y cerebro derecho es errónea: las dos partes del cerebro no actúan por separado en una persona sana. Pero en la cultura popular el concepto no desaparece hasta pasados otros veinte años. La gente habla de ello, cree en ello, escribe libros sobre ello durante décadas después de descartarlo los científicos.
—Sí, todo muy interesante…
—Análogamente, en el ámbito del pensamiento ecologista, en 1960 se aceptaba comúnmente que existe algo llamado «equilibrio de la naturaleza»: es decir, si dejásemos la naturaleza a su aire, alcanzaría un estado de equilibrio autosostenible. Una encantadora idea con un largo historial. Los griegos lo creían ya hace tres mil años, sin basarse en nada. Solo porque quedaba bien. Sin embargo, en 1990 ningún científico cree ya en el equilibrio de la naturaleza. Los ecologistas lo han abandonado por incorrecto. Falso. Una fantasía. Ahora hablan de desequilibrio dinámico, de múltiples estados de equilibrio. Pero comprenden que la naturaleza nunca ha estado en equilibrio. Nunca lo ha estado, nunca lo estará. Por el contrario, la naturaleza siempre está en desequilibrio, y eso significa…
—Profesor —dijo Evans—, me gustaría preguntarle…
—Eso significa que el género humano, que antes se definía como el gran perturbador del orden natural, no es eso ni mucho menos. El medio ambiente en su conjunto es perturbado de todos modos sin cesar.
—Pero George Morton…
—Sí, sí, se pregunta de qué hablaba con George Morton. A eso voy. No nos hemos desviado del tema. Porque Morton, claro está, deseaba conocer ideas sobre el medio ambiente… y en especial la idea de crisis del medio ambiente.
—¿Qué le dijo usted?
—Si estudia usted los medios de comunicación, como hacemos mis alumnos de pos grado y yo, buscando los cambios en la conceptualización normativa, descubrirá algo de sumo interés. Nosotros examinamos transcripciones de nuevos programas de las principales cadenas: NBC, ABC, CBS. También nos fijamos en los artículos de los periódicos de Nueva York, Washington, Miami, Los Ángeles y Seattle. Contamos la frecuencia con que aparecen ciertos conceptos y términos utilizados por los medios. Los resultados fueron sorprendentes. —Hizo una pausa.
—¿Qué averiguaron? —preguntó Evans siguiéndole la corriente.
—Se produjo un cambio importante en otoño de 1989. Antes de esa fecha los medios no hacían un uso excesivo de términos tales como «crisis», «catástrofe», «cataclismo», «plaga» o «desastre». Por ejemplo, en la década de los ochenta la palabra «crisis» aparecía en los noticiarios casi tan a menudo como la palabra «presupuesto». Igualmente, antes de 1989, adjetivos tales como «funesto», «inaudito», «temido» no eran comunes en los informativos de televisión ni en los titulares de los periódicos. Pero de pronto todo cambió.
—¿En qué forma?
—Estos términos pasaron a ser cada vez más comunes. La palabra «catástrofe» se empleó con una frecuencia cinco veces mayor en 1995 que en 1985. Su utilización volvió a duplicarse en el año 2000. Y las noticias cambiaron también. Se puso mayor énfasis en el miedo, la preocupación, el peligro, la incertidumbre, el pánico.
—¿Por qué tuvo que cambiar en 1989?
—Ah. Buena pregunta. La pregunta clave. En casi todos los sentidos 1989 parecía un año normal: el hundimiento de un submarino soviético en Noruega; la plaza de Tiananmen en China; el
Exxon Valdez
; Salman Rushdie sentenciado a muerte; Jane Fonda, Mike Tyson y Bruce Springsteen se divorciaron; la Iglesia episcopaliana nombró a una mujer obispo; Polonia autorizó las huelgas sindicales; el
Voyager
llegó a Neptuno; un terremoto en San Francisco destruyó carreteras; y Rusia, Estados Unidos, Francia y el Reino Unido realizaron ensayos nucleares. Un año como cualquier otro. Pero de hecho el aumento en el uso del término «crisis» puede situarse con cierta precisión en otoño de 1989. Y parecía sospechoso que prácticamente coincidiese con la caída del Muro de Berlín, hecho que ocurrió el 9 de noviembre de ese año.
Hoffman volvió a quedar en silencio y, muy satisfecho de sí mismo, dirigió a Evans una expresiva mirada…
—Lo siento, profesor —dijo Evans—, pero no lo entiendo.
—Tampoco nosotros lo entendíamos. Al principio pensamos que era una correlación espuria. Pero no lo era. La caída del Muro de Berlín marca el hundimiento del imperio soviético, así como el final de la guerra fría que se había prolongado durante medio siglo en Occidente.
Otro silencio. Otra mirada satisfecha.
—Lo siento —dijo Evans por fin—. Yo tenía entonces trece años y… —Se encogió de hombros—. No veo a dónde quiere ir a parar.
—Quiero ir a parar a la idea de control social, Peter. A la necesidad de todo Estado soberano de ejercer control sobre el comportamiento de sus ciudadanos, de mantenerlos dentro de un orden y fomentar en ellos una actitud razonablemente sumisa: de obligarlos a conducir por el lado derecho de la carretera, o por el izquierdo, según sea el caso; de exigid es el pago de impuestos. Y naturalmente sabemos que el control social se administra mejor mediante el miedo.
—El miedo —repitió Evans.
—Exactamente. Durante cincuenta años las naciones occidentales mantuvieron a sus ciudadanos en un estado de miedo perpetuo. Miedo al otro bando. Miedo a la guerra nuclear. La amenaza comunista. El telón de acero. El imperio del mal. Y en el ámbito de los países comunistas, lo mismo pero a la inversa: miedo a nosotros. Y de pronto, en otoño de 1989, todo eso se acabó. Desapareció, se esfumó. Fin. La caída del Muro de Berlín creó un vacío de miedo. La naturaleza detesta el vacío. Algo tenía que llenarlo.
Evans frunció el entrecejo.
—¿Está diciendo que las crisis ecológicas sustituyeron a la guerra fría?
—Eso demuestran los datos. Es cierto, desde luego, que ahora tenemos el fundamentalismo radical y el terrorismo posterior al 11-S para asustarnos, y esas son sin duda razones muy reales para el miedo, pero no va por ahí mi argumentación. Mi idea es que hay siempre una causa para el miedo. La causa puede cambiar a lo largo del tiempo, pero el miedo siempre nos acompaña. Antes de temer al terrorismo, temíamos el medio ambiente tóxico. Antes estaba la amenaza comunista. La cuestión es que, si bien la causa concreta de nuestro miedo puede variar, nunca vivimos sin miedo. El miedo impregna la sociedad en todos sus aspectos. Permanentemente. —Cambió de posición en el banco de cemento, apartando la mirada de la muchedumbre—. ¿Se ha parado alguna vez a pensar en lo asombrosa que es la cultura de la sociedad occidental? Las naciones industrializadas proporcionan a sus ciudadanos una seguridad, una salud y un bienestar sin precedentes. La esperanza de vida ha aumentado en un cincuenta por ciento en el último siglo. Sin embargo la gente vive hoy día inmersa en un miedo cerval. Les asustan los extranjeros, la enfermedad, la delincuencia, el medio ambiente. Les asustan las casas donde viven, los alimentos que ingieren, la tecnología que los rodea. Especial pánico les producen cosas que ni siquiera pueden ver: los gérmenes, las sustancias químicas, los adictivos, los contaminantes. Son tímidos, nerviosos, asustadizos y depresivos, y, lo que es aún más asombroso, viven convencidos de que se está destruyendo el medio ambiente de todo el planeta. ¡Increíble! Eso es, al igual que la fe en la brujería, una falsa ilusión extraordinaria, una fantasía global digna de la Edad Media. Todo se va al infierno y debemos vivir con miedo. Asombroso.
»¿Cómo se ha inculcado en todos nosotros esta visión del mundo? Porque si bien imaginamos que vivimos en naciones distintas… Francia, Alemania, Japón, Estados Unidos… de hecho, habitamos en el mismo estado, el Estado de miedo. ¿Cómo se ha llegado a este punto?
Evans no dijo nada. Sabía que no era necesario.
—Pues se lo diré. Antiguamente, antes de que usted naciera, los ciudadanos de Occidente creían que sus naciones-estado se hallaban dominadas por algo que se dio en llamar «complejo industrial-militar». Eisenhower previno a los norteamericanos contra él en la década de los sesenta, y después de dos guerras mundiales los europeos sabían muy bien qué significaba eso en sus propios países. Pero el complejo industrial-militar no es ya el principal impulsor de la sociedad. En realidad, durante los últimos quince años nos hallamos bajo el control de un complejo totalmente nuevo, mucho más poderoso y omnipresente. Yo lo llamo «complejo político-jurídico-mediático», PJM. Y está destinado a fomentar el miedo en la población, aunque en apariencia se plantee como fomento de la seguridad.
—La seguridad es importante.
—Por favor. Las naciones occidentales son de una seguridad fabulosa. Sin embargo la gente no tiene esa sensación debido al PJM. El PJM es poderoso y estable precisamente porque aúna diversas instituciones de la sociedad. Los políticos necesitan los temores para controlar a la población. Los abogados necesitan los peligros para litigar y ganar dinero. Los medios necesitan historias de miedo para capturar al público. Juntos, estos tres estados son tan persuasivos que pueden desarrollar su labor incluso si el miedo es totalmente infundado, si no tiene la menor base real. Por ejemplo, pensemos en los implantes mamarios de silicona.
Moviendo la cabeza, Evans dejó escapar un suspiro.
—¿Los implantes mamarios?
—Sí. Recordará que durante un tiempo se dijo que los implantes mamarios provocan cáncer y enfermedades autoinmunes. Pese a que los datos estadísticos lo desmentían, vimos sonados reportajes, sonadas demandas, sonadas sesiones parlamentarias. El fabricante, Dow Corning, se vio obligado a abandonar el negocio después de desembolsar tres mil doscientos millones de dólares, y los jurados concedieron cuantiosos pagos a los demandantes y a sus abogados.