—Razonablemente bien, dadas las circunstancias.
—¿Qué circunstancias?
—Que era todo una sarta de gilipolleces —repuso Jennifer.
Bradley mantuvo la sonrisa, pero entornó los ojos.
—No sé bien a qué se refiere.
—Me refiero a todo, Ted. El discurso completo. ¿Las secuoyas son centinelas y guardianas del planeta? ¿Tienen un mensaje para nosotros?
—Bueno, son…
—Son árboles, Ted. Árboles grandes. Tienen el mismo mensaje para el género humano que una berenjena.
—Creo que se le escapa…
—¿Y han logrado sobrevivir a los incendios forestales? No exactamente. Dependen de los incendios, porque así es como se reproducen. Las secuoyas tienen unas semillas duras que solo se abren al calor del fuego. Los incendios son fundamentales para la salud de un bosque de secuoyas.
—Creo que no ha acabado de entenderme —dijo Bradley, un tanto crispado.
—¿Ah, no? ¿Qué no he entendido?
—Pretendía transmitir, quizá con cierto lirismo, el carácter eterno de estos grandes bosques primigenios, y…
—¿Eternos? ¿Primigenios? ¿Sabe algo de estos bosques?
—Sí, creo que sí. —Hablaba con voz tensa, ya visiblemente indignado.
—Mire por la ventanilla —indicó Jennifer, señalando el bosque que sobrevolaban—. ¿Desde cuándo cree que sus bosques primigenios tienen el aspecto que ahora ve?
—Obviamente desde hace cientos de miles de años…
—Falso, Ted. Los seres humanos estaban aquí muchos miles de años antes de que estos bosques apareciesen. ¿Lo sabía?
Bradley tenía la mandíbula apretada. No contestó.
—Entonces permíteme que se lo explique —dijo Jennifer.
Hace veinte mil años los glaciares abandonaron California, vaciando el valle de Yosemite y otros hermosos lugares. A medida que se retiraban las paredes de hielo, dejaban atrás una llanura húmeda e inmunda con muchos lagos alimentados por el deshielo pero sin vegetación. Eran básicamente un arenal encharcado.
Después de unos cuantos miles de años, la tierra se secó mientras los glaciares seguían retrocediendo hacia el norte. La región de California se convirtió en tundra ártica, poblada de hierba alta de la que vivían pequeños animales, como los ratones y las ardillas. Los seres humanos, ya instalados aquí por entonces, cazaban esos animales y encendían hogueras.
—¿Hasta aquí está claro? —preguntó Jennifer—. Aún no había ningún bosque primigenio.
—Escucho —gruñó Ted. Era evidente que se esforzaba por controlar el mal genio.
Jennifer continuó.
—Al principio la hierba y los arbustos árticos eran las únicas plantas que arraigaban en el yermo suelo glacial. Pero al morir se descomponían, y a lo largo de miles de años se formó una capa de humus. Y así se inició una secuencia de colonización vegetal que fue en esencia la misma en todas las zonas de la América del Norte pos glacial.
»Primero llegó el pino torcido. De eso hace unos catorce mil años. Más tarde se sumaron la picea, la tsuga occidental y el aliso. Árboles que son resistentes pero no pueden ser los primeros. Estos árboles constituyen el verdadero bosque primario, y dominaron este paisaje durante los siguientes cuatro mil años. Entonces cambió el clima. Subieron mucho las temperaturas y se fundieron todos los glaciares de California. No quedó un solo glaciar en California. Era un territorio cálido y seco; se producían muchos incendios y el bosque primario se quemó. Lo sustituyó una vegetación propia de llanura a base de robles y hierbas de pradera. Y unos cuantos abetos, pero no muchos porque el clima era demasiado seco.
»Después, hace unos seis mil años, el clima volvió a cambiar.
Aumentó la humedad, y el abeto, la tsuga y el cedro llegaron y se extendieron por todo el territorio, creando los grandes bosques de tupido ramaje que ahora ve. Pero algunos podrían considerar estos abetos una plaga vegetal, mala hierba de tamaño enorme, que invadió el paisaje y expulsó a las plantas autóctonas que estaban antes aquí. Porque estos grandes bosques privaban de luz al terreno e impedían la supervivencia de otros árboles. Y como se producían frecuentes incendios, los bosques de tupido ramaje se propagaron muy deprisa. No son eternos, Ted. Son solo los últimos de la cola.
Bradley resopló.
—Aun así, tienen seis mil años, por Dios. Pero Jennifer era implacable.
—No es cierto. Los científicos han demostrado que los bosques cambiaron de composición continuamente. En cada período de mil años eran distintos de los anteriores. Los bosques cambiaron sin cesar, Ted. Y estaban también los indios, claro.
—¿Qué pasa con los indios?
—Los indios eran observadores expertos del mundo natural, y se dieron cuenta de que los bosques de crecimiento antiguo eran una mierda. Esos bosques quizá resulten imponentes, pero para la caza son un paisaje muerto. Así que los indios provocaban incendios, a fin de que los bosques ardiesen periódicamente. Se aseguraban así de que hubiese solo islas de bosque de crecimiento antiguo en medio de las llanuras y las praderas. Los bosques que vieron los primeros europeos no eran precisamente primigenios. Eran
cultivados
, Ted. Y no es de extrañar que hace ciento cincuenta años hubiese menos bosque de crecimiento antiguo que hoy día. Los indios eran realistas. Ahora todo es mitología romántica.
[15]
Se reclinó en su asiento.
—Bien, un discurso muy bonito —dijo Bradley—. Pero son objeciones técnicas. A la gente no le interesan, y mejor así, porque está usted diciendo que estos bosques en realidad no son antiguos y por tanto no vale la pena conservarlos. Yo, por mi parte, digo que son un recordatorio de la belleza y el poder de la naturaleza y deben conservarse a toda costa. Especialmente ante la amenaza del calentamiento del planeta.
Jennifer parpadeó. —Necesito una copa —dijo.
—En eso coincido con usted —añadió Bradley.
Para Evans —que de manera intermitente había intentado telefonear al inspector Perry durante esta conversación— el aspecto más perturbador era la implicación del cambio continuo. Evans nunca había reflexionado sobre la idea de que los indios vivieron en la época de los glaciares. Desde luego, sabía que era verdad. Sabía que los primeros indios cazaron mamuts y otros grandes mamíferos hasta la extinción. Pero nunca había contemplado la posibilidad de que también quemasen los bosques y alterasen el medio ambiente para acomodarlo a sus propósitos.
Pero naturalmente había sido así.
Le resultaba asimismo perturbadora la imagen de que tantos bosques distintos se sucediesen uno tras otro. Evans nunca se había preguntado qué existió antes de los bosques de secuoyas. También él los consideraba primigenios.
Tampoco había pensado en el paisaje que dejaron tras de sí los glaciares. Reflexionando sobre ello, comprendió que probablemente se parecía al terreno que en fecha reciente había visto en Islandia: frío, húmedo, rocoso y yermo. Parecía lógico que generaciones de plantas tuviesen que crecer allí para formar una capa de humus.
Pero en su cabeza siempre había imaginado una especie de película animada en la que los glaciares retrocedían y las secuoyas aparecían de inmediato, los glaciares se retiraban dejando atrás bosques de secuoyas.
Tomó consciencia en ese momento de lo estúpido que era ese punto de vista. Y de pasada Evans se fijó también en la frecuencia con que Jennifer hablaba de un clima cambiante. Primero era frío y húmedo, luego fue cálido y seco y los glaciar es se fundieron, luego húmedo otra vez, y los glaciares regresaron. Cambió y volvió a cambiar.
Continuo cambio.
Al cabo de un rato, Bradley se disculpó y fue a la parte delantera del avión para telefonear a su agente. Evans preguntó a Jennifer:
—¿Cómo sabías todo eso?
—Por la razón que Bradley ha mencionado. La «grave amenaza del calentamiento del planeta». Teníamos un amplio equipo investigando esas amenazas, porque queríamos encontrar todo aquello que nos permitiese presentar el caso de la manera más impresionante posible.
—¿Y?
Jennifer negó con la cabeza.
—En esencia, la amenaza del calentamiento del planeta no existe. Incluso si fuese un fenómeno real, seguramente redundaría en un beneficio neto para la mayor parte el mundo.
El piloto pidió por el intercomunicador que ocupasen sus asientos porque se aproximaban a San Francisco.
La antesala, gris y fría, olía a desinfectante. Detrás de la mesa, un hombre en bata blanca escribió en su teclado.
—Morton… Morton… Sí. George Morton. De acuerdo. Y ustedes son…
—Peter Evans. Soy el abogado del señor Morton.
—Y yo soy Ted Bradley. —Hizo ademán de tender la mano pero se lo pensó mejor y la retiró.
—Ah —dijo el técnico—. Ya decía yo que me sonaba de algo.
Usted es el secretario de Estado.
—Soy el presidente, de hecho.
—Eso, eso. El presidente. Ya sabía que lo había visto antes. Su esposa es alcohólica.
—No, de hecho la esposa del secretario de Estado es alcohólica.
—Ah. No veo la serie muy a menudo.
—Ya no se emite.
—Eso lo explica.
—Pero se distribuye en los principales mercados.
—Si pudiésemos hacer la identificación… —dijo Evans.
—De acuerdo. Firmen aquí, y les entregaré unas placas para visitantes.
Jennifer se quedó en la antesala. Evans y Bradley entraron en el depósito. Bradley volvió la vista atrás.
—¿Quién es esa en realidad?
—Una abogada que trabaja en el equipo que prepara la demanda sobre el calentamiento del planeta.
—Yo creo que es una infiltrada al servicio de la industria. Obviamente, una extremista de algún tipo.
—Está justo por debajo de Balder, Ted.
—Bueno, eso lo entiendo —comentó Bradley con sorna—. También a mí me gustaría tenerla debajo. Pero, por amor de Dios, ¿tú la has oído? ¿Los bosques de crecimiento antiguo «son una mierda»? Eso es palabrería de la industria. —Se inclinó hacia Evans—. Creo que deberías librarte de ella.
—¿Librarme de ella?
—No se propone nada bueno. Por cierto, ¿por qué está con nosotros?
—No lo sé. Ha querido venir. ¿Y tú por qué estás con nosotros, Ted?
—Tengo un trabajo que hacer.
La sábana que cubría el cadáver estaba salpicada de manchas grises. El técnico la retiró.
—¡Dios santo! —exclamó Ted Bradley, y se volvió de inmediato.
Evans se obligó a mirar el cuerpo. Morton había sido en vida un hombre corpulento, y ahora lo era aún más, tenía el torso hinchado y de un color morado grisáceo. El olor a descomposición era intenso. En torno a la muñeca, se veía en la carne tumefacta una marca circular de más de dos centímetros de anchura.
—¿El reloj? —preguntó Evans.
—Sí, se lo quitamos —dijo el técnico—. A duras penas pudimos hacerlo pasar alrededor de la mano. ¿Necesita verlo?
—Sí. —Evans se inclinó sobre el cuerpo y se tensó ante el olor. Quería examinarle las manos y las uñas. Morton tenía una herida de la infancia en el dedo meñique de la mano derecha, que le había dejado la uña hundida y deformada. Pero una de las manos de aquel cadáver había desaparecido, y la otra estaba roída y maltrecha. Era imposible estar seguro de lo que veía.
A sus espaldas, Bradley preguntó:
—¿Aún no has acabado?
—No del todo.
—Por Dios, tío.
—¿Y volverán a emitir la serie? —quiso saber el técnico.
—No, se ha cancelado.
—¿Por qué? A mí me gustaba.
—Tendrían que haberle consultado —contestó Bradley.
Evans observaba ahora el pecho, intentando recordar la forma del vello en el pecho de Morton. Lo había visto a menudo en bañador. Pero la hinchazón, la tirantez de la piel, lo dificultaban. Cabeceó. No tenía la total certeza de que fuese Morton.
—¿Aún no has acabado? —insistió Bradley.
—Sí —contestó Evans.
El técnico cubrió el cadáver con la sábana, y se marcharon.
—Los salvavidas de Pismo lo encontraron y avisaron a la policía —explicó el hombre—. La policía lo identificó por la ropa.
—¿Aún llevaba ropa?
—Sí. Una pernera del pantalón y la mayor parte de la chaqueta. A medida. Telefonearon al sastre de Nueva York, que confirmó que había hecho esas prendas para George Morton. ¿Se llevarán sus efectos personales?
—No lo sé —respondió Evans.
—Bueno, es usted su abogado.
—Sí, supongo que me los llevaré.
—Tiene que firmar el recibo de entrega.
Volvieron a la antesala, donde esperaba Jennifer hablando por su móvil.
—Sí, lo entiendo. Sí. De acuerdo, podemos hacerlo —dijo. Cerró el teléfono en cuanto los vio—. ¿Ya está?
—Sí.
—Y era…
—Sí —contestó Ted—. Era George.
Evans guardó silencio.
Se alejó por el pasillo y firmó el recibo de entrega de los efectos personales. El técnico sacó una bolsa y se la dio. Evans introdujo la mano y extrajo los jirones de un esmoquin. Tenía una pequeña insignia del NERF prendida en el bolsillo interior. Volvió a meter la mano en la bolsa y sacó el reloj, un Rolex Submariner. Era el reloj de Morton. Evans miró el dorso. Llevaba grabado GM 31-12-89. Asintió con la cabeza y lo guardó de nuevo en la bolsa.
Eran pertenencias de George. El solo hecho de tocarlas lo entristeció de una manera que no podía expresarse con palabras.
—Supongo que eso es todo —comentó—. Es hora de irse.
Todos regresaron al coche. Después de entrar, Jennifer dijo:
—Tenemos que hacer otra parada.
—¿Y eso? —preguntó Evans.
—Sí, tenemos que ir al garaje municipal de Oakland.
—¿Por qué?
—La policía nos espera.
Era una enorme estructura de hormigón, contigua a un extenso aparcamiento en las afueras de Oakland. Estaba iluminado por intensas luces halógenas. Tras la valla contra ciclones, la mayoría de los coches del aparcamiento eran cacharros, pero había también unos cuantos Cadillac y Bentley. La limusina se detuvo junto al bordillo.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Bradley—. No lo entiendo.
—Un policía se acercó a la ventanilla.
—¿Señor Evans? ¿Peter Evans?
—Soy yo.
—Acompáñeme, por favor.
Empezaron a salir todos del coche, y el policía dijo:
—Solo el señor Evans.