¿Cómo se había herido? ¿Cómo se había mordido la lengua?
Sarah intuía que tenía algo que ver con aquella Jennifer. Sin duda Ted le había hecho alguna proposición. La mujer era bastante guapa a su manera, con cierto aire avispado; pelo oscuro, cara severa, cuerpo compacto, musculosa pero flaca. Una típica neoyorquina briosa; lo opuesto de Sarah en todos los sentidos.
Peter Evans la estaba adulando.
Adulando
.
Resultaba un tanto bochornoso, pero Sarah debía admitir que también se sentía personalmente defraudada. Justo cuando empezaba a gustarle. Suspiró.
En cuanto a Bradley, hablaba con Kenner de cuestiones medioambientales exhibiendo sus vastos conocimientos. Kenner lo miraba como una pitón mira a una rata.
—¿Así que el calentamiento del planeta representa una amenaza para el mundo?
—Sin duda —contestó Bradley—. Una amenaza para todo el mundo.
—¿De qué clase de amenaza hablamos?
—Malas cosechas, desertización, nuevas enfermedades, extinción de especies, deshielo de los glaciares, el Kilimanjaro, aumento del nivel del mar, climatología extrema, tornados, huracanes, El Niño…
—Eso parece muy grave —dijo Kenner.
—Lo es —contestó Bradley—. Realmente lo es.
—¿Está seguro de esos datos?
—Por supuesto.
—¿Puede respaldar sus afirmaciones con referencias a la literatura científica?
—Bueno, yo personalmente no, pero los científicos sí.
—En realidad, los estudios científicos no apoyan nada de eso.
Por ejemplo, las malas cosechas: el aumento del dióxido de carbono, si algo hace es estimular el crecimiento de las plantas. Existen pruebas de que eso está ocurriendo. Y los estudios por satélite más recientes demuestran que el Sáhara se ha reducido desde 1980.
[16]
En cuanto a las nuevas enfermedades, es falso. El índice de aparición de nuevas enfermedades no varía desde 1960.
—Pero enfermedades como la malaria vuelven a Estados Unidos y Europa.
—No según los expertos en malaria.
[17]
Bradley resopló y cruzó las manos ante el pecho.
—Tampoco la extinción de las especies se ha demostrado. En los años setenta, Norman Myers predijo que un millón de especies se habrían extinguido en el año 2000. Paul Ehrlich predijo que el cincuenta por ciento de las especies se habría extinguido en el año 2000. Pero eran solo opiniones.
[18]
¿Sabe cómo llamamos a una opinión en ausencia de pruebas? Lo llamamos prejuicio. ¿Sabe cuántas especies hay en el planeta?
—No.
—Nadie lo sabe. Las estimaciones oscilan entre tres y cien millones. Una franja muy amplia, ¿no le parece? En realidad nadie tiene la menor idea.
[19]
—¿Y qué pretende decir con eso?
—Difícil será saber cuántas especies se extinguen si, para empezar, no sabemos siquiera cuántas hay. ¿Cómo podría usted decir si le han robado sin saber cuánto dinero llevaba en la cartera? y quince mil nuevas especies se describen cada año. A propósito, ¿sabe cuál es el índice conocido de extinción de especies?
—No.
—Eso es porque no se conoce el índice. ¿Sabe cómo se mide el número de especies y extinciones de especies? Un pobre desdichado delimita una hectárea de tierra y luego intenta contar todos los bichos y animales y plantas que contiene. Vuelve al cabo de diez años y los cuenta otra vez. Pero quizá entretanto los bichos se han trasladado a la hectárea contigua. Y en todo caso, ¿se imagina lo que es intentar contar a todos los bichos de una hectárea de tierra?
—Sería difícil.
—Por decir poco. En todo caso, sería muy impreciso —afirmó Kenner—, que es la cuestión. Veamos, sobre el deshielo de los glaciares: falso. Unos se funden, otros no.
[20]
—Casi todos.
Kenner esbozó una parca sonrisa.
—¿De cuántos glaciares hablamos?
—Docenas.
—¿Cuántos glaciares hay en el mundo?
—No lo sé.
—Diga un número.
—Esto… unos doscientos, quizá.
—Solo en California ya hay más.
[21]
Existen ciento sesenta mil glaciares en el mundo, Ted. Se han inventariado sesenta y siete mil, pero solo se han estudiado con detenimiento unos cuantos. Se dispone de datos sobre el balance de masa de períodos de cinco años o más solo respecto a setenta y nueve glaciares de todo el mundo. ¿Cómo puede afirmarse, pues, que todos están fundiéndose? Nadie sabe si es así o no.
[22]
—El Kilimanjaro se está deshelando.
—¿Y eso por qué?
—Por el calentamiento del planeta.
—En realidad, el Kilimanjaro sufre un rápido deshielo desde 1800, mucho antes del calentamiento del planeta. La pérdida del glaciar ha sido tema de interés científico durante más de cien años. Y siempre ha sido un misterio, porque, como sabe, el Kilimanjaro es un volcán ecuatorial, así que se encuentra en una región cálida. Las mediciones de satélite para esa región no revelan la menor tendencia al calentamiento a la altitud del glaciar del Kilimanjaro. Así pues, ¿por qué se deshiela?
—Dígamelo usted —contestó Bradley con expresión hosca.
—A causa de la deforestación, Ted. Se ha talado la selva tropical al pie de la montaña, y por tanto el aire que sopla hacia arriba ya no es húmedo. Según los expertos, si se replanta el bosque, el glaciar volverá a crecer.
—Eso es una tontería.
—Le daré las referencias en prensa.
[23]
Veamos… ¿el aumento del nivel del mar? ¿Era esa la siguiente amenaza que ha mencionado?
—Sí.
—El nivel del mar en efecto está subiendo.
—¡Ajá!
—Como ocurre desde hace seis mil años, desde el inicio del Holoceno. El nivel del mar aumenta a un ritmo de entre diez y veinte centímetros cada cien años.
[24]
—Pero ahora aumenta más deprisa.
—En realidad no.
[25]
—Los satélites lo demuestran.
—En realidad no.
—Los modelos por ordenador demuestra que crece más de prisa.
[26]
—Los modelos por ordenador no pueden demostrar nada, Ted. Una predicción nunca puede ser una prueba; aún no ha ocurrido. Y los modelos por ordenador no han conseguido predecir con precisión los últimos diez o quince años. Pero si quiere creer en ellos de todos modos, contra la fe no hay argumentación posible. ¿Qué era lo siguiente en la lista? Climatología extrema: también falso. Numerosos estudios demuestran que esos fenómenos no se han incrementado.
[27]
—Oiga —dijo Ted—, puede que se divierta dejándome en ridículo, pero el hecho es que mucha gente piensa que tendremos una climatología más extrema en el futuro, y eso incluye más huracanes, tornados y ciclones.
—Sí, ciertamente mucha gente lo piensa. Pero los estudios científicos no lo respaldan.
[28]
Por eso nos dedicamos a la ciencia, Ted. Para ver si nuestras opiniones pueden verificarse en el mundo real o si son simples fantasías.
—Todos esos huracanes no son fantasías. Kenner suspiró y abrió su ordenador portátil.
—¿Qué está haciendo?
—Un momento —respondió Kenner—. Déjeme buscarlo.
Fuente:
http://www.nhc.noaa.gov/pastdec.shtml
—Estos son los datos reales, Ted —dijo Kenner—. Queda claro que los huracanes en Estados Unidos no han aumentado en los últimos cien años. Análogamente, la climatología extrema no es más frecuente a nivel global. Los datos no le dan la razón, así de simple. Veamos, también ha mencionado El Niño.
—Sí…
—Como sabe, El Niño es una pauta meteorológica global que comienza cuando las temperaturas oceánicas en la costa occidental de Sudamérica son superiores a las normales durante varios meses. Una vez desencadenado, El Niño dura alrededor de un año y medio y afecta a la climatología de todo el mundo. El Niño se produce poco más o menos cada cuatro años, veintitrés veces en el último siglo. Y se produce desde hace miles de años. Así que precede con diferencia a cualquier teoría sobre el calentamiento del planeta.
[29]
Pero ¿qué amenaza representa El Niño para Estados Unidos, Ted? En 1998, El Niño tuvo una incidencia importante.
—Inundaciones, cosechas perdidas, esas cosas.
—Todo eso ocurrió. Pero el efecto económico neto del último El Niño fue un beneficio neto de quince mil millones de dólares, gracias a una temporada de cultivo más larga y un menor uso de combustible para calefacción en invierno. Eso después de restar mil quinientos millones por las inundaciones y el exceso de lluvia en California. Aun así, un beneficio neto.
—Me gustaría ver ese estudio —dijo Bradley.
—Me aseguraré de que lo reciba.
[30]
Porque naturalmente también induce a pensar que si el calentamiento del planeta en realidad existe, es probable que beneficie a la mayoría de las naciones del mundo.
—Pero no a todas.
—No, Ted. No a todas.
—¿Y qué pretende decir exactamente? —preguntó Bradley—. ¿Insinúa que no es necesario prestar la menor atención al medio ambiente, que podemos desentendernos y permitir que la industria contamine y todo se haga de cualquier manera?
Por un momento Sarah tuvo la impresión de que Kenner iba a enfurecerse, pero no fue así. Se limitó a decir:
—Si uno se opone a la pena de muerte, ¿significa que está a favor de no actuar contra la delincuencia?
—No —respondió Ted.
—Uno puede oponerse a la pena de muerte y, aun así, estar a favor de que se castigue a los delincuentes.
—Sí, claro.
—En ese caso, puedo decir que el calentamiento del planeta no es una amenaza y, aun así, estar a favor de los controles del medio ambiente, ¿no?
—Pero no parece que sea eso lo que afirma. Kenner suspiró.
Sarah escuchaba esta conversación pensando que en realidad Bradley no prestaba atención a lo que Kenner decía. Como para darle la razón, Bradley prosiguió:
—¿Y bien? ¿No está diciendo que el medio ambiente no necesita nuestra protección? ¿No es eso lo que está diciendo de hecho?
—No —contestó Kenner con un tono que daba a entender que la conversación había terminado.
Sarah pensó: «Ted es un verdadero cretino. Tiene una comprensión muy limitada de aquello de lo que habla». Ted era un actor con un guión y se perdía si la conversación se apartaba del texto escrito.
Se volvió y miró hacia la parte delantera de la cabina. Vio a Peter hablar con Jennifer, con las cabezas muy juntas. En sus gestos se percibía al instante una especie de intimidad.
Se alegró cuando el piloto anunció que iban a aterrizar en Los Ángeles.
Sanjong Thapa esperaba en el aeropuerto con aspecto preocupado. Él y Kenner subieron de inmediato en un coche y se alejaron. Sarah fue a su apartamento. Bradley montó en una limusina todoterreno y se marchó despidiéndose con un gesto de irritación. Hablaba ya por su móvil. Peter Evans llevó a Jennifer hasta su coche, que seguía aparcado en Culver City. Se produjo un momento incómodo cuando se despidieron. Él deseaba besarla pero percibió cierta reserva, y se abstuvo. Ella prometió telefonearlo por la mañana.
De regreso a casa en el coche, Evans pensó en ella, sin acordarse de Sarah.
Eran casi las doce de la noche cuando llegó a su apartamento.
Estaba muy cansado y, cuando se quitaba ya la camisa, sonó el teléfono. Era Janis, la monitora.
—¿Dónde has estado, monada?
—De viaje —contestó él.
—Te he llamado todos los días. A veces más. A veces todas las horas.
—Ajá. ¿Ha pasado algo?
—Me ha dejado mi novio.
—Lamento oírlo —dijo Evans—. ¿Ha sido muy…?
—¿Puedo pasarme por ahí? —preguntó ella.
Evans lanzó un suspiro.
—Janis, estoy muy cansado…
—Necesito hablar contigo. Te prometo que no me quedaré si tú no quieres. Estoy solo a una manzana de ahí. ¿Cinco minutos?
Evans dejó escapar otro suspiro, esta vez más sonoro.
—Janis, esta noche no…
—De acuerdo, bien, nos vemos dentro de cinco minutos.
Un chasquido.
Evans suspiró. Se quitó la camisa y la echó al cesto de la ropa sucia. Janis nunca escuchaba, ese era el problema. Decidió que en cuanto llegase al apartamento le diría que se fuese. Así, sin más.
Aunque quizá no.
Janis era una mujer poco complicada. Evans estaba en condiciones para un intercambio sin complicaciones. Se quitó los zapatos y los tiró al suelo. Por otra parte, no quería allí a Janis por la mañana si llamaba Jennifer. ¿Llamaría Jennifer? Eso había dicho. ¿Sabía Jennifer su número particular? No estaba seguro. Quizá no.
Decidió ducharse. Tal vez no oyese a Janis desde la ducha. Así que le dejó la puerta abierta y se dirigió al baño. El pasillo estaba a oscuras y vislumbró solo muy fugazmente una sombra antes de que algo le golpease la cabeza con fuerza. Evans gritó. El intenso dolor le cortó la respiración, y cayó de rodillas. Gimió. Alguien volvió a golpeado, esta vez en la oreja, y se desplomó de lado.
Desorientado, vio ante sus ojos unos pies con calcetines sucios. Lo arrastraron hacia la sala de estar. Lo dejaron sin ceremonias en el suelo. Tres hombres se movían alrededor. Llevaban pasamontañas de color oscuro. Uno de ellos le inmovilizó en el suelo, tendido de espaldas, pisándole los dos brazos con los pies. Otro se sentó sobre sus piernas y, con voz ronca y amenazadora, dijo: