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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (64 page)

Sarah observaba boquiabierta.

—¡Mierda! —exclamó Jennifer—. ¡Mierda!

—¿Qué pasa?

—¡No tiene las llaves!

Dio la vuelta al cuerpo lanzando un gruñido por el esfuerzo.

Se manchó los brazos de sangre, que salía aún a borbotones de la garganta. No le dio la menor importancia.

—¿Dónde están las jodidas llaves?

—Quizá las tiene el otro.

—¿Cuál nos ha esposado?

—N o me acuerdo —respondió Sarah—. Estaba confusa.

—Mantenía la mirada fija en el cadáver, con toda esa sangre.

—Eh, despierta —dijo Jennifer—. ¿Sabes qué quieren hacernos? Molemos a palos, violamos y después matamos. Pues que se jodan. Vamos a liquidar a tantos como podamos e intentar salir vivas de aquí. ¡Pero necesito la jodida llave!

Sarah, con esfuerzo, se puso en pie.

—Buena idea —dijo Jennifer. Se acercó y se agachó frente a Sarah.

—¿Qué haces?

—Súbete a mi espalda y trepa. Tienes que librarte de ese poste. Y deprisa.

Fuera, la muchedumbre vociferaba y rugía, un sonido continuo y desapacible.

Ted Bradley parpadeó deslumbrado por el sol. Se sentía desorientado por el dolor y el miedo y por la visión que se ofrecía a sus ojos: dos hileras de ancianas habían formado un pasillo para él y aplaudían desenfrenadamente. Detrás de las ancianas se extendía un mar de rostros, hombres y muchachas de piel oscura y niños que apenas se levantaban un metro del suelo. Y todos gritaban y vitoreaban. Docenas de personas apiñadas.

¡Lo aclamaban a él!

A su pesar, Ted esbozó una sonrisa exánime, más bien una media sonrisa, porque estaba cansado y dolorido, pero sabía por experiencia que bastaba eso para transmitir la idea de que sentía una sutil satisfacción ante el agasajo. Mientras dos hombres lo conducían hacia delante, saludó con la cabeza y sonrió. Se permitió una sonrisa más amplia.

Al final de las dos filas de mujeres se hallaba el mismísimo Sambuca, pero también él aplaudía con entusiasmo, las manos en alto, una ancha sonrisa en la cara.

Ted no sabía qué ocurría allí, pero obviamente había malinterpretado el sentido de todo aquello. O ellos habían descubierto quién era él y habían cambiado de plan. No sería la primera vez. Mientras avanzaba, las mujeres lo ovacionaban con tal estridencia, sus bocas muy abiertas por el alborozo, que intentó desprenderse de los dos hombres que lo sujetaban para caminar sin ayuda. ¡Y lo consiguió!

Pero al acercarse un poco más a las mujeres, advirtió que tenían gruesos garrotes apoyados contra las caderas, en algunos casos bates de béisbol, en otros tubos metálicos. Y cuando se aproximó, siguieron gritando, pero cogieron los bates y bastones y comenzaron a golpearle, contundentes garrotazos en la cara, los hombros y el cuerpo. El dolor fue inmediato e increíble, y se desplomó, pero al instante los dos hombres volvieron a sujetar las cuerdas y a tirar de él y lo llevaron a rastras mientras las mujeres lo apaleaban y vociferaban. El dolor se extendió por todo su cuerpo, y sintió un vago distanciamiento, un vacío; aun así, la lluvia de golpes continuaba, implacable.

Finalmente, casi sin conocimiento, llegó al final del pasillo formado por las mujeres y vio un par de postes. Los dos hombres se apresuraron a atarle los brazos a los postes de modo tal que quedó en pie. Y en ese instante la muchedumbre se acalló. Bradley, con la cabeza gacha, vio que la sangre goteaba en el suelo. Y vio dos pies descalzos aparecer en su campo de visión, y la sangre salpicó los pies, y alguien le levantó la cabeza.

Era Sambuca, aunque Bradley apenas pudo fijar la mirada en su rostro. El mundo era gris y se había desdibujado. Pero vio que Sambuca le sonreía, revelando unos dientes amarillos y puntiagudos. Y a continuación Sambuca sostuvo un cuchillo en alto para que Ted lo viese y sonrió de nuevo, y con dos dedos agarró la carne de la mejilla de Ted y la rebanó con la hoja.

Bradley no sintió dolor, asombrosamente no sintió dolor, pero sí lo invadió una sensación de mareo al ver que Sambuca levantaba el trozo de mejilla sanguinolento y, risueño, abría la boca y lo mordía. La sangre le resbaló por el mentón mientras masticaba, sin dejar de sonreír. A Bradley le daba vueltas la cabeza. Lo asaltaron las náuseas a causa del terror y la repulsión, y de pronto notó un dolor en el pecho. Al bajar la vista, vio que un niño de ocho o nueve años, le cortaba un trozo de carne de debajo del brazo con una navaja de bolsillo. Y una mujer corrió hacia él gritando para que los demás se apartasen y rebanó un pedazo de la parte posterior del antebrazo. Acto seguido, la muchedumbre se abalanzó sobre él, y sintió los cuchillos en todas partes. Cortaban y gritaban, cortaban y gritaban, y Bradley vio un cuchillo acercarse a sus ojos, y sintió que le bajaban los pantalones, y no supo nada más.

PAVUTU
JUEVES, 14 DE OCTUBRE
12.22 H

Evans escuchó los vítores y el griterío de la multitud. Imaginó lo que ocurría. Miró a Kenner, pero este simplemente negó con la cabeza.

No había nada que hacer. No llegaría ayuda. No tenían escapatoria.

Por la puerta aparecieron dos muchachos. Llevaban dos gruesas cuerdas de cáñamo, ahora empapadas de sangre. Se acercaron a Evans y le ataron con cuidado las cuerdas a las manos. Evans notó que se le aceleraba el corazón.

Los muchachos terminaron y se marcharon. Fuera, la muchedumbre bramaba.

—Tranquilo —dijo Kenner—. Tardarán un rato en volver.

Aún hay esperanza.

—¿Esperanza de qué? —prorrumpió Evans en un arrebato de ira.

Kenner movió la cabeza en un gesto de negación.

—Solo… esperanza.

Jennifer esperaba que el otro muchacho entrase en la habitación. Por fin apareció, y al ver a su compañero caído hizo ademán de echarse a correr, pero Jennifer le rodeó el cuello con las manos.

Tiró de él hacia el interior de la habitación, tapándole la boca para que no gritase, y tras torcerle bruscamente el cuello, el muchacho se desplomó. No estaba muerto, pero se quedaría allí durante un rato.

Poco antes, al echar un vistazo afuera, había visto las llaves.

Estaban en el pasadizo de juncos, en un banco al otro extremo.

Ahora disponían de dos armas, pero no tenía sentido dispararlas. Eso atraería la atención de los demás. Jennifer no quería volver a mirar afuera. Oyó un murmullo de voces. No distinguía si procedían de la habitación contigua o del pasillo. No podía cometer un error.

Se arrimó a la pared junto a la puerta y gimió. Al principio suavemente y luego de manera cada vez más audible, porque el bullicio de la multitud aún era considerable. Gimió y gimió.

Nadie entró.

¿Debía ya arriesgarse a mirar afuera?

Respiró hondo y esperó.

Evans temblaba. Notaba el contacto frío de las cuerdas empapadas de sangre en las muñecas. La espera se le hacía insoportable. Tenía la sensación de que iba a desmayarse. Fuera la multitud se acallaba gradualmente. Estaban aplacándose. Sabía qué significaba eso. Pronto llegaría el momento de sacar a la siguiente víctima.

Entonces oyó un leve sonido.

Era la tos de un hombre. Suave, insistente.

Kenner fue el primero en comprender.

—Aquí dentro —dijo en voz alta.

Evans oyó el golpe de una hoja de machete al traspasar la pared de juncos. Se volvió. Vio ensancharse la raja en la pared, y una mano recia y morena penetró para abrirla aún más. Un rostro de poblada barba asomó a través de la brecha.

Por un momento Evans no lo reconoció, pero el hombre se llevó un dedo a los labios, y algo en ese gesto le resultó familiar a Evans, que de pronto vio más allá de la barba.

—¡George!

Era George Morton. Vivo.

Morton entró en la habitación. —No hagáis ruido —susurró.

—Te has tomado tu tiempo —protestó Kenner, dándole la espalda a Morton para que le quitase las esposas.

Morton entregó una pistola a Kenner. Y luego se ocupó de Evans. Con un chasquido, sus manos quedaron libres. Evans tiró de las cuerdas de cáñamo intentando desprender las muñecas, pero las tenía firmemente sujetas.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Morton en voz baja. Kenner señaló en dirección a la habitación contigua y cogió el machete de Morton.

—Tú llévate a Peter. Yo iré a por las chicas. Armado del machete, Kenner salió al pasillo.

Morton sujetó del brazo a Evans. Este señaló con la cabeza hacia Kenner.

—Vámonos.

—Pero…

—Haz lo que ha dicho Kenner, muchacho.

Atravesaron la brecha de la pared y se adentraron en la selva.

Kenner avanzó por el pasillo vacío. Estaba abierto por sus dos extremos. Podían sorprenderle en cualquier momento. Si corría la voz de alarma, acabarían todos muertos. Vio las llaves en el banco, las cogió y se encaminó hacia la puerta de la habitación donde habían llevado a las mujeres. Al mirar dentro, descubrió que habían abandonado los postes, pero no las vio a ellas.

Se quedó fuera y lanzó las llaves a la habitación.

—Soy yo —susurró.

Al cabo de un momento, vio salir apresuradamente a Jennifer de su escondite detrás, de la puerta para coger las llaves. En unos segundos ella y Sarah se habían quitado las esposas. Cogieron las armas de los muchachos y se dirigieron hacia la puerta.

Demasiado tarde. En ese momento doblaban el recodo del pasillo tres jóvenes fornidos en dirección a Kenner. Todos iban provistos de metralletas. Hablaban y reían, sin prestar atención. Kenner entró en la habitación de las mujeres. Se arrimó a la pared y, con señas, les indicó que regresaran a los postes. Ellas lo hicieron en el preciso instante en que entraban los hombres.

—Hola, chicos —saludó Jennifer con una amplia sonrisa.

En ese momento los hombres se fijaron en los dos muchachos caídos y la tierra manchada de sangre, pero era tarde. Kenner abatió a uno; Jennifer a otro usando el cuchillo. El tercero estaba casi en la puerta cuando Kenner le asestó un culatazo. Se oyó crujir el cráneo. Cayó como un peso muerto.

Era hora de marcharse.

En el patio, la multitud se impacientaba. Sambuca miraba hacia la puerta con los ojos entornados. El primer waitrnan estaba muerto hacía rato, el cuerpo se enfriaba a sus pies, ya no tan apetitoso como antes. Y aquellos entre la muchedumbre que no habían saboreado la gloria reclamaban a gritos su ración, la siguiente oportunidad. Las mujeres tenían los bates y tubos apoyados en los hombros y hablaban en corrillos esperando a que el juego continuase.

¿Dónde estaba el siguiente hombre?

Sambuca bramó una orden, y tres hombres corrieron hacia el edificio de juncos.

Resbalaron por una escarpada pendiente larga y embarrada, pero a Evans no le importó. Seguía a Morton, que parecía orientarse muy bien en la selva. Se deslizaron hasta el fondo y fueron a parar a un arroyo poco profundo, de aguas parduscas por la turba.

Morton le indicó que lo siguiese y, chapoteando, se echó a correr por el lecho del arroyo. Había perdido mucho peso. Se lo veía esbelto y en forma. Con el rostro tenso, la expresión severa.

—Te dimos por muerto —dijo Evans.

—No hables. Simplemente sigue adelante. No tardarán en salir a por nosotros.

Y mientras hablaba, Evans oyó descender a alguien por la pendiente. Se dio media vuelta y corrió por el arroyo. Resbaló en las rocas mojadas, cayó, se levantó y continuó corriendo.

Kenner bajó por la pendiente seguido de las dos mujeres. Chocaban contra raíces nudosas y zarzas, pero era la manera más rápida de alejarse de la aldea. Por las marcas en el barro, supo que Morton había pasado también por allí. Y estaba seguro de que darían la voz de alarma en menos de un minuto.

Atravesaron el último tramo de maleza hasta el arroyo. Oyeron disparos en la aldea, señal inequívoca de que habían descubierto ya su huida.

La bahía, como Kenner sabía, se hallaba a la izquierda. Dijo a las mujeres que siguieran adelante por el lecho del arroyo.

—¿Y tú qué? —preguntó Jennifer.

—Iré dentro de un momento.

Las mujeres se alejaron a sorprendente velocidad. Kenner retrocedió por la senda lodosa, alzó el arma y esperó. Solo habían transcurrido unos segundos cuando vio descender por la pendiente a los primeros rebeldes. Disparó tres ráfagas. Los cuerpos quedaron atrapados entre las ramas retorcidas; uno cayó dando tumbos hasta el arroyo.

Kenner esperó de nuevo.

Los otros preverían que se echase a correr. Así que esperó. Y efectivamente, pasados un par de minutos, los oyó empezar a bajar. Eran niños ruidosos y asustados. Disparó de nuevo y oyó gritos. Pero creyó que no había dado a nadie. Solo eran gritos de miedo.

Así se había asegurado de que buscarían una ruta distinta para descender. Y lo harían más despacio.

Kenner se dio media vuelta y corrió.

Sarah y Jennifer avanzaban deprisa por el agua cuando una bala pasó silbando junto a la oreja de Sarah.

—Eh —gritó—. Somos nosotras.

—Ah, lo siento —se disculpó Morton cuando llegaron hasta él.

—¿Hacia dónde? —preguntó Jennifer. Morton señaló arroyo abajo.

Echaron a correr.

Evans hizo ademán de consultar el reloj, pero uno de los niños se lo había quitado. No tenía nada en la muñeca. Morton, en cambio, sí tenía reloj.

—¿Qué hora es? —le preguntó Evans.

—Las tres y cuarto.

—Les quedaban menos de dos horas.

—¿Está muy lejos la bahía?

—A una hora de aquí más o menos —contestó Morton— si cruzamos a través de la selva. Y no nos queda más remedio. Esos chicos son unos rastreadores temibles. Han estado a punto de encontrarme muchas veces. Saben que estoy aquí, pero hasta el momento los he eludido.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Nueve días, y se me antojan nueve años.

Corrieron arroyo abajo agachándose para esquivar las ramas colgantes. A Evans le ardían los muslos. Le dolían las rodillas. Pero no le importaba. Por alguna razón el dolor parecía una reafirmación. Le traían sin cuidado el calor, los insectos y las sanguijuelas que sabía que le cubrían los tobillos y las piernas. Simplemente se alegraba de estar vivo.

—Torceremos por aquí —anunció Morton. Abandonó el arroyo a la derecha, encaramándose a unos grandes peñascos, y saltó luego entre densos helechos que le llegaban a la cintura.

—¿Aquí hay serpientes? —preguntó Sarah.

—Sí, muchas —contestó Morton—. Pero no me preocupan.

—¿Y qué te preocupa?

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