—No me refiero al tiempo transcurrido, sino a la verdadera diferencia horaria.
—Seis horas.
—Y has calculado un tiempo de tránsito de… ¿cuánto?
—Trece horas —respondió Sanjong.
—Creo que nos hemos equivocado —dijo Evans, y se mordió el labio. No sabía hasta qué punto podía hablar en presencia de Henry. Y de hecho Sanjong movió la cabeza en un gesto de negación, indicándole «ahora no».
Pero se habían equivocado. No había duda. Suponiendo que Drake quisiese el maremoto para el último día del congreso, desearía que ocurriese durante la mañana. Eso daría mayor cobertura al desastre. Y dejaría toda la tarde para la discusión y las entrevistas de los medios posteriores. Todas las cámaras de televisión de Estados Unidos estarían en el congreso, hablando con los científicos que casualmente estaban allí. Crearía un acontecimiento mediático colosal.
Así pues, pensó Evans, cabía suponer que la ola debía arremeter contra Los Ángeles no más tarde de las doce de la mañana del día siguiente.
A eso debían restarse la trece horas que el maremoto tardaría en atravesar el Pacífico.
Eso significaba que la ola se generaría a las once de la noche.
Hora de Los Ángeles. Y la hora local en Gareda sería… las cinco de la tarde.
Las cinco de ese mismo día.
No disponían de un día entero para impedirlo. Les quedaban solo ocho horas.
Esa era, pues, la razón del apremio de Kenner. Por eso seguía adelante con el plan, pese al nuevo obstáculo. No tenía otra opción, y lo sabía. Debían aterrizar en la costa no muy lejos de Resolución. No había tiempo para nada más.
Aun así, posiblemente iban derechos a una trampa.
Al dejar atrás el bosque, el helicóptero voló sobre el agua azul y viró hacia el este. Evans vio una estrecha playa arenosa con porciones desiguales de roca volcánica y manglares ceñidos a la orilla del mar. El helicóptero descendió y siguió la playa.
—¿A cuánto está de aquí Resolución? —preguntó Kenner.
—A cinco o seis kilómetros —contestó Henry.
—¿Y a qué distancia está de Pavutu?
—Quizá a unos diez kilómetros por un camino embarrado.
—Muy bien —dijo Kenner—. Busquemos un lugar donde aterrizar.
—Conozco un buen sitio quizá a un kilómetro de aquí.
—Bien. Vamos allá.
Evans seguía pensando. Tardarían a lo sumo una hora y media en recorrer cinco kilómetros a pie por una playa. Podían llegar a Resolución bastante antes de las doce. Eso les dejaría…
—Es aquí —anunció Henry. Un brazo de rugosa lava se adentraba en el océano. Siglos de oleaje lo habían alisado lo suficiente para permitir el aterrizaje.
—Adelante —indicó Kenner.
El helicóptero trazó un círculo, preparándose para descender.
Evans miraba la densa cortina de selva lindante con la playa. Vio huellas de neumáticos en la arena y una especie de brecha entre los árboles, probablemente una carretera.
Y esas huellas…
—Escuchad —dijo Evans—. Creo…
Sanjong le dio un codazo en las costillas. Con fuerza. Evans soltó un gruñido.
—¿Qué pasa, Peter? —preguntó Kenner.
—Esto… nada.
—Bajamos —anunció Henry.
El helicóptero descendió suavemente y se posó despacio en la lava. Las olas lamían el borde de la plataforma de roca. Todo estaba en calma. Kenner recorrió la zona con la mirada a través de la cubierta transparente de la cabina.
—¿Bien? ¿Te parece un buen sitio? —preguntó Henry. Se le notaba nervioso ahora que habían aterrizado—. No quiero quedarme aquí mucho tiempo, John. Posiblemente no tardarán en venir…
—Sí, lo comprendo.
Kenner abrió un poco la puerta y se detuvo.
—¿Todo bien, pues, John?
—Perfecto, Henry. Un sitio excelente. Sal y ábrenos el portón trasero, ¿quieres?
—Sí, pero creo que tú mismo puedes…
—¡Afuera! —ordenó Kenner, y con asombrosa rapidez apoyó una pistola en la cabeza de Henry. Este, asustado, farfulló y gimoteó a la vez que buscaba a tientas el tirador de la puerta.
—Pero, John, tengo que quedarme dentro, John…
—Has sido mal chico, Henry —dijo Kenner.
—¿Vas a matarme ahora,?
—Ahora no —contestó Kenner, y de pronto lo arrojó afuera de un empujón. Henry rodó por la afilada lava aullando de dolor. Kenner se colocó en el asiento del piloto y cerró la puerta. Henry se levantó de inmediato y, con los ojos desorbitados, comenzó a aporrear la cubierta transparente. Estaba aterrorizado.
—¡John! ¡John! Por favor, John.
—Lo siento, Henry.
Kenner accionó la palanca, y el helicóptero empezó a elevarse. No había ascendido mucho más de cinco metros cuando una docena de hombres salieron de la selva a lo largo de la playa y dispararon con fusiles. Kenner viró hacia el océano, en dirección norte, alejándose de la isla~ Mirando atrás, vieron que Henry permanecía inmóvil en la lava, desolado. Unos cuantos hombres corrían hacia él. Levantó las manos.
—Ese mierdecilla —dijo Bradley—. Habría conseguido que nos matasen a todos.
—Quizá aún lo consiga —aclaró Kenner. Volaron hacia el norte sobre mar abierto.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Sarah—. ¿Aterrizamos al otro lado de la bahía? ¿Nos acercamos desde allí?
—No —contestó Kenner—. Eso es lo que esperan que hagamos.
—¿Y entonces?
—Esperaremos unos minutos y regresaremos al lado oeste, como antes.
—¿Crees que eso no lo esperarán?
—Puede que sí. Iremos a un sitio distinto.
—¿Más lejos de la bahía?
—No. Más cerca.
—¿No nos oirá el FEL?
—No importa. A estas alturas, ya saben que vamos.
En la parte de atrás, Sanjong abría las cajas de madera, dispuesto a sacar las armas. De repente se detuvo.
—Mala noticia —anunció.
—¿Qué?
—No tenemos armas. —Levantó más una tapa—. Estas cajas contienen munición, pero no armas.
—Ese cabronzuelo —dijo Bradley.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Sarah.
—Ir de todos modos —contestó Kenner.
Hizo girar el helicóptero y, rozando el agua, puso rumbo a Gare.
El arco occidental de la bahía de Resolución estaba formado por una cadena montañosa poblada de selva que se adentraba en el mar y terminaba en un promontorio rocoso. Al pie de las montañas, en su cara exterior, se formaba una plataforma llana de roca, que estaba situada a unos quince metros por encima de la playa y trazaba una curva hacia el oeste. Dicha plataforma quedaba a resguardo bajo las ramas de los altos árboles.
Allí se encontraba en ese momento el helicóptero, cubierto con una lona de camuflaje, de cara a la playa que se extendía abajo. Evans se volvió para echarle un vistazo, esperando ver que el aparato se confundía con el paisaje; sin embargo era claramente visible, sobre todo desde arriba. El grupo había ascendido ya a más de quince metros por encima de la plataforma de roca, trepando por la escarpada pendiente selvática que se elevaba. Avanzar era en extremo difícil. Subían en fila india y debían andar con mucho cuidado porque pisaban terreno lodoso. Bradley ya había caído una vez y resbalado unos tres metros ladera abajo. Tenía el costado izquierdo manchado de barro negro. Y Evans vio que una gruesa sanguijuela se había adherido a su nuca, pero decidió no mencionarlo por el momento.
Nadie hablaba. Los seis ascendían con el mayor sigilo posible.
Pese a todos sus esfuerzos, el ruido era inevitable: la maleza crujía bajo sus pies y pequeñas ramas se partían cuando se asían a ellas para ayudarse a subir.
Kenner encabezaba la marcha y se encontraba en algún lugar por delante de ellos. Evans no lo veía. Sanjong ocupaba la retaguardia. Llevaba un fusil al hombro; lo había traído consigo en un pequeño maletín y lo había montado en el helicóptero. Kenner portaba una pistola. Los demás iban desarmados.
El aire, húmedo y muy caliente, no se movía. La selva entera zumbaba, un incesante y monótono murmullo de insectos. A media pendiente, empezó a llover; al principio fue solo una llovizna y luego un intenso aguacero tropical. Quedaron empapados casi al instante. El agua caía en torrentes montaña abajo. El suelo se volvió aún más resbaladizo.
Se hallaban ya a unos setenta metros por encima de la playa, y era evidente que el riesgo de perder el equilibrio los inquietaba. Peter miró a Sarah, que iba justo delante de él. Trepaba con su habitual agilidad y soltura. Parecía danzar cuesta arriba.
Había momentos, pensó mientras subía resoplando, en que realmente le resultaba molesta.
Y Jennifer, que precedía a Sarah, ascendía con igual facilidad.
Apenas recurría a la ayuda de las ramas de los árboles; Evans, en cambio, se agarraba a ellas continuamente, asaltado por el pánico cada vez que la corteza revestida de hongos se le escurría entre los dedos. Viendo a Jennifer, tuvo la sensación de que aquello se le daba casi demasiado bien, que demostraba casi demasiada destreza. Mientras subía por la traicionera pendiente de la selva, irradiaba una especie de indiferencia, como si todo fuese previsible. Era la actitud de un soldado de un cuerpo de asalto o de alguna unidad de élite, aunque experimentado, adaptado al medio. Resultaba extraño en una abogada, pensó. Muy extraño. Pero, al fin y al cabo, era la sobrina de Kenner.
Y más arriba estaba Bradley, con la sanguijuela en el cuello.
Mascullaba y maldecía y gruñía a cada paso. Al final Jennifer le dio un puñetazo y se llevó un dedo a los labios para indicarle que guardase silencio. Bradley asintió con la cabeza, y si bien saltaba a la vista que lo molestaba seguir su consejo, en adelante permaneció callado.
Al llegar a unos cien metros de altura, sintieron moverse una brisa y poco después alcanzaron la cresta de la montaña. La vegetación era tan tupida que ya no se veía Resolución, pero oían las voces de los trabajadores y el retumbo intermitente de la maquinaria. Por un momento, se oyó un zumbido electrónico, un sonido al principio suave y luego, poco a poco, cada vez más intenso, hasta que no mucho después llenó literalmente el aire, ya Evans le dolieron los tímpanos.
De pronto el sonido se extinguió.
Evans miró a Kenner.
Kenner se limitó a asentir.
Sanjong se encaramó ágilmente a un árbol. Desde su elevada posición, avistaba el valle. Bajó de nuevo y señaló un monte cuya ladera descendía hacia la bahía. Negó con la cabeza: demasiado escarpada en ese punto. Indicó que debían circundarla y descender por una pendiente más suave.
Así pues, reanudaron la marcha, siguiendo las crestas en torno a la bahía. La mayor parte del tiempo veían solo los helechos de dos metros, rebosantes de agua. Al cabo de media hora, se abrió súbitamente un claro en el follaje, y disfrutaron de una vista panorámica de la bahía que se extendía bajo ellos.
Tenía una anchura de más de un kilómetro y medio y había varias estructuras de madera dispuestas a intervalos en la arena. La más grande se hallaba en el extremo derecho, en el lado este de la bahía. Otras tres del mismo tamaño formaban una especie de triángulo en la sección oeste de la bahía.
Evans notó algo extraño en esas construcciones, algo anormal en la madera utilizada. Aguzó la vista.
Sanjong le dio un codazo e hizo ondear la mano en el aire.
Evans miró con atención. Sí, era cierto. Las estructuras de madera se movían, flameaban movidas por el aire.
Eran tiendas de campaña.
Tiendas concebidas para semejarse a estructuras de madera. Y muy convincentes, además. No era raro que hubiesen pasado inadvertidas a las inspecciones aéreas, pensó Evans.
Mientras observaban, salían hombres de una u otra tienda y se comunicaban a gritos en la playa. Hablaban en inglés, pero a esa distancia era difícil distinguir sus palabras. En su mayor parte, parecían observaciones técnicas.
Sanjong dio otro codazo a Evans, y este vio que formaba una especie de pirámide con tres dedos. Luego movió los dedos.
Así que, al parecer, estaban ajustando los generadores. O algo por el estilo.
Los otros miembros del grupo no parecían interesados en los detalles. Recobraban el aliento en la suave brisa y contemplaban la bahía. Y probablemente pensaban, como el propio Evans, que allí abajo había muchos hombres. Como mínimo ocho o diez. Todos con vaqueros y camisas de trabajo.
—Dios, son unos cuantos, esos cabrones —comentó Bradley entre dientes.
Jennifer le asestó un violento codazo en las costillas. Con los labios, Bradley formo la palabra: «Perdón».
Jennifer negó con la cabeza y, también sin articular sonido, contestó: «Nos matarán por su culpa».
Bradley hizo una mueca. Sin duda pensaba que Jennifer exageraba.
En ese momento, oyeron una tos en medio de la selva, por debajo de ellos.
Se quedaron inmóviles.
Aguardaron en silencio. Oyeron el estridor de las cigarras y el reclamo lejano de alguna que otra ave.
Se repitió aquel sonido, la misma tos suave, como si quien la emitía procurase no hacer apenas ruido.
Sanjong se agachó y escuchó con atención. La tos se oyó por tercera vez, y Evans experimentó una rarísima sensación de familiaridad. Le recordó a su abuelo, que tuvo un ataque al corazón cuando él era niño. Su abuelo tosía así en el hospital. Una tos débil, breve.
A continuación reinó el silencio. No habían oído alejarse a la persona que tosía —si se había ido, era ciertamente sigilosa—, pero el sonido no se repitió.
Kenner consultó su reloj. Esperaron cinco minutos y luego, con señas, les indicó que siguiesen hacia el este, trazando un arco en torno a la bahía.
Justo cuando se ponían en marcha, oyeron otra vez la tos.
Esta vez dos o tres sucesivas. Luego nada.
Kenner hizo otra seña. Debían moverse.
Habían recorrido apenas cien metros cuando encontraron un camino. Era un sendero bien definido, pese a que las ramas de los árboles colgaban a baja altura. Debía de ser una senda de animales, pensó Evans, preguntándose sin mucho interés qué clase de animales podían ser. Probablemente vivían allí jabalíes. Había jabalíes en todas partes. Recordó vagamente historias de personas que se habían visto sorprendidas por un jabalí agresivo que aparecía de pronto entre la maleza y los embestía con sus colmillos…
Sin embargo lo primero que oyó fue un chasquido mecánico.
Al instante supo qué era: el sonido de un arma al amartillada.