—Joder —exclamó.
—¿Pasa algo? —preguntó Ben.
—¿Has visto lo que ha dicho?
—Sí. Pobre tipo. Probablemente arrastra un jet-lag de mil demonios. Y obviamente tiene problemas con el inglés…
Los comentarios originales habían desaparecido. El texto se había corregido. Pero no cabía duda: el ruso conocía por adelantado los sucesos del iceberg y la riada. Estaba escrito en su ponencia. Y alguien había olvidado decirle, cuando bajó del avión, que nada de eso había ocurrido.
Lo sabía por adelantado.
Pero ahora el texto estaba corregido, los comentarios alterados. Echó un vistazo a la videocámara de la parte de atrás, que grababa las sesiones. Sin duda esas palabras desaparecerían también de la cinta.
El hijo de puta lo conocía por adelantado.
—Eh —dijo Ben—, no sé qué te preocupa tanto. Dame una pista, ¿quieres?
—Después —dijo ella—. Te lo prometo. —Le dio una palmada en el hombro y regresó con Arm.
—Así pues —prosiguió Ann—, nos enfrentamos a una campaña de la industria, bien orquestada, bien financiada, omnipresente y ultraderechista, que pretende aniquilar el movimiento ecologista que se interpone en su camino.
Después de lo que acababa de ver, Sarah no estaba de humor para seguir la corriente a semejantes tonterías.
—Ann —dijo—. ¿Nunca se te ha pasado por la cabeza que a lo mejor estás paranoica?
—No. Además, incluso los paranoicos tienen enemigos.
—¿Cuántos ejecutivos de la industria pertenecen ahora al consejo directivo del NERF? —preguntó Sarah.
—Ah, no muchos.
Sarah sabía que el consejo se componía de treinta miembros, de los cuales doce procedían de la industria. Lo mismo ocurría con todos los grupos ecologistas actuales. Todos incluían representantes de la industria desde hacía veinte años.
—¿Has preguntado a esos miembros del consejo acerca de esta campaña secreta de la industria?
—No —contestó Ann. Miraba a Sarah con extrañeza.
—¿Crees que podrían ser ONG como el NERF las que llevan a cabo una campaña secreta?
—¿De qué me hablas? —dijo Arm, más tensa—. Sarah, somos los buenos.
—¿Lo somos?
—Sí. Lo somos —dijo Ann—. ¿Qué te pasa, Sarah?
En el aparcamiento, junto al palacio de congresos, Sanjong Thapa estaba sentado en el coche con el ordenador portátil sobre el regazo. Había accedido sin dificultad a la red WiFi utilizada por los periodistas y recibía la transcripción de las ponencias, que quedaba guardada en el disco duro al instante. Lo había hecho así porque temía que lo descubriesen y restringiesen el acceso de un momento a otro, pero gracias a esa precaución ahora disponía de la transcripción completa, incluidas las rectificaciones. A Kenner iba a encantarle aquello, pensó.
En otra pantalla, Sanjong comprobaba las imágenes de satélite del Atlántico oeste, frente a la costa de Florida. Una gran masa de altas presiones empezaba a girar, formando los desiguales comienzos de un huracán.
Sin duda estaba prevista una acción con un huracán, pero por alguna razón el plan se había abandonado y ahora seguía el rastro a otras pistas. A Kenner le inquietaba en particular la gabarra
AV Scorpio
, que transportaba un pequeño submarino de investigación conocido como DOEV/2. El submarino y la gabarra habían sido alquilados por CanuCo, una compañía de gas natural con sede en Calgary, para buscar depósitos de gas submarinos en el Pacífico sur. La gabarra había navegado hasta Port Moresby, Nueva Guinea, hacía un par de meses y, tras zarpar de allí, había sido detectada cerca de Bougainville, en las islas Salomón.
Nada de especial interés, hasta que se supo que CanuCo no era una compañía canadiense registrada, y no poseía más activos que una página web y una dirección de correo electrónico. La propietaria de la página era CanuCo Leasing Corp, otra empresa inexistente. Los pagos del alquiler se habían realizado en euros desde una cuenta de una de las islas Caimán. La cuenta estaba a nombre de Servicios Sísmicos, también de Calgary y con la misma dirección postal que CanuCo.
Obviamente eran la misma entidad. Y era la empresa Servicios Sísmicos la que había intentado alquilar el submarino inicialmente. Y había causado después, cabía suponer, la muerte de Nat Damon en Vancouver.
Ahora varias agencias de Washington escrutaban los mapas de los satélites intentado localizar a la gabarra
AV Scorpio
en algún lugar de las islas Salomón. Pero una capa de nubes dispersas cubría el archipiélago, y las pasadas del satélite no habían revelado aún la posición del barco.
Eso era preocupante en sí mismo. Inducía a pensar que la gabarra se había escondido ya en algún sitio, quizá refugiándose en un muelle a cubierto.
En algún lugar del Pacífico sur, y era un vasto océano.
Igual de preocupante resultaba el hecho de que la gabarra hubiese navegado primero hasta Vancouver, donde había cargado treinta toneladas de «equipo industrial» en cajas de cinco toneladas. El gobierno canadiense había sospechado que la empresa transportaba ilegalmente automóviles en las cajas. Así que abrieron una. Los agentes de aduanas encontraron sin embargo un complejo equipo que clasificaron como «generadores diésel».
¡Generadores!
Sanjong ignoraba qué contenían esas cajas, pero estaba seguro de que no eran generadores diésel. Porque no hacía falta ir a Vancouver para recoger unos cuantos generadores. Así que era preocupante…
—¡Eh! ¡Usted!
Alzó la vista y vio a dos guardias de seguridad atravesar el aparcamiento en dirección a su coche. Obviamente habían detectado el acceso a la red WiFi. Era hora de marcharse. Accionó la llave de contacto, arrancó y saludó alegremente con la mano a los guardias de seguridad al pasar junto a ellos.
—¿Sarah? ¿Qué pasa? Tienes la mirada perdida.
—Nada, Ann. —Sarah movió la cabeza en un gesto de negación—. Estaba pensando.
—¿Sobre qué? ¿Y qué querías decir con eso de si estoy paranoica? —Ann apoyó la mano en el brazo de Sarah—. La verdad, me tienes un poco preocupada.
«Y tú me tienes preocupada a mí», pensó Sarah.
De hecho, era Sarah quien sentía un claro escalofrío paranoico. Recorrió la sala con la mirada, y se topó con los ojos de Drake. La observaba desde el otro extremo. ¿Cuánto hacía? ¿Había visto su rápida visita a la mesa de prensa? ¿Había deducido la razón? ¿Sabía que ella lo sabía?
—Sarah —dijo Ann sacudiéndole el brazo.
Escucha —dijo Sarah—. Lo siento mucho, pero tengo que Irme.
—Sarah, me preocupas —repitió Ann.
—No pasa nada. —Se dispuso a abandonar la sala.
—Te acompaño —dijo Ann, y se situó junto a ella.
—Preferiría que no.
—Me preocupa tu bienestar.
—Creo que necesito estar sola un rato —dijo Sarah.
—¿Esa es manera de tratar a una amiga? —preguntó Ann—. Insisto, querida. Necesitas que te mimen un poco, ya lo veo. Y yo me encargaré de eso.
Sarah suspiró.
Nicholas Drake vio salir de la sala a Sarah. Ann no se separó de ella, tal como él le había pedido. Ann era una mujer tenaz y entregada a la causa. Sarah no sería rival para ella, a menos que decidiese dar media vuelta y echar a correr literalmente. Pero si hacía eso… en fin, tendrían que tomar medidas más drásticas. Era un momento crítico, y a veces las medidas drásticas eran esenciales. Como en tiempo de guerra.
Pero Drake sospechaba que no sería necesaria una actuación extrema. Era cierto que Kenner había conseguido impedir las dos primeras acciones, pero solo porque los miembros del FEL eran un hatajo de aficionados. Aquella espontaneidad infantil suya no era apta para las exigencias de los medios de comunicación modernos. Drake se lo había advertido a Henley una docena de veces. Henley le quitaba importancia; a él le preocupaba la posibilidad de negar cualquier implicación. El NERF desde luego negaría cualquier conexión con aquellos payasos. ¡Pandilla de inútiles!
Pero esta última acción era distinta. Se había planeado con mucho más esmero —no podía ser de otro modo— y estaba en manos de profesionales. Kenner no sería capaz de impedirla. Ni siquiera llegaría allí a tiempo, pensó Drake. Y con la ayuda de Ted Bradley y Ann, Drake tenía ojos y oídos en el equipo mientras actuaba. Y para mayor seguridad, le había reservado también otras sorpresas a Kenner.
Abrió el teléfono y marcó el número de Henley. —Los tenemos cubiertos —informó.
—Bien.
—¿Dónde estás?
—A punto de dar la noticia a V. —contestó Henley—. Ahora estoy aparcando delante de su casa.
Con los prismáticos, Kenner observó cómo entraba el Porsche plateado descapotable en el camino de la casa de la playa. Salió un hombre alto y moreno con un polo azul y pantalón de color tostado. Llevaba una gorra de béisbol y gafas de sol, pero Kenner lo reconoció de inmediato: era Henley, el jefe de relaciones públicas del NERF.
Con eso se cerraba el círculo, pensó. Dejó los prismáticos en la cerca y se paró a extraer conclusiones.
—¿Sabe quién es? —preguntó el joven agente del FBI, de pie a su lado. No tendría más de veinticinco años.
—Sí —respondió Kenner—. Sé quién es.
Se hallaban en los acantilados de Santa Mónica, desde donde se veía la playa y el mar. Entre la orilla y el carril bici, la playa tenía una anchura de varios cientos de metros. Seguía una hilera de casas, construidas muy juntas a lo largo de la autopista de la costa. Después los seis carriles de estruendoso tráfico.
Pese a estar a pie de carretera, eran casas extraordinariamente caras: entre veinte o treinta millones de dólares cada una, se decía, quizá más. Las ocupaban algunas de las personas más ricas de California. Henley levantaba la capota de tela del Porsche. Actuaba con movimientos precisos, casi obsesivos. Luego se acercó a la verja y llamó por el intercomunicador. La casa en la que entraba era una construcción ultramoderna a base de formas curvas de cristal. Resplandecía como una joya bajo el sol de la mañana.
Henley entró. La verja se cerró a sus espaldas.
—Pero a usted no le preocupa quién entra en la casa —dijo el agente del FBI.
—Exacto —contestó Kenner—. No me preocupa.
—No quiere una lista, ni una grabación de quiénes…
—No.
—Pero así podría demostrar…
—No —atajó Kenner. El chico intentaba mostrarse servicial pero incordiaba—. Todo eso me da igual. Solo quiero saber cuándo salen todos.
—¿Cómo si se fueran de vacaciones o algo así?
—Sí.
—¿Y si dejan a una criada?
—No dejarán a nadie —aseguró Kenner.
—Pues estoy casi seguro de que sí. Esta gente siempre deja a alguien para vigilar la casa.
—No. Esta casa quedará vacía. Se irán todos. El chico arrugó la frente.
—Por cierto, ¿de quién es la casa?
—De un tal V. Allen Willy —contestó Kenner. No había inconveniente en decírselo—. Es un filántropo. —Ajá. ¿Tiene tratos con la mafia o algo así?
—Podría decirse que sí. Es una especie de tinglado para vender protección.
—Encaja —comentó el chico—. Nadie gana tanto dinero sin una historia turbia detrás, no sé si me entiende.
Kenner lo entendía. De hecho, la historia de V. Allen Willy era tan típicamente americana como la de Horatio Alger. Al Willy había fundado una cadena de tiendas de ropa barata, importando prendas confeccionadas en fábricas del Tercer Mundo y vendiéndolas en ciudades occidentales por un precio treinta veces superior a su coste. Al cabo de dos años, vendió la compañía por cuatrocientos millones de dólares. Poco después se convirtió (según su propia definición) en socialista radical, paladín del mundo sostenible, y defensor de la justicia ecológica.
Ahora atacaba las formas de explotación que tan rentables le habían sido utilizando el dinero que había ganado con ellas. Era feroz e intolerante y, una vez añadida la V a su nombre, también memorable. Sin embargo, sus ataques a menudo inducían a las compañías a abandonar sus fábricas del Tercer Mundo, que caían entonces bajo el control de empresas chinas que pagaban a la mano de obra local menos incluso que antes. De este modo, se mirase por donde se mirase, V. Allen Willy explotaba a los obreros dos veces: primero, para amasar su fortuna; segundo, para aliviar su mala conciencia a costa de ellos. Era un hombre muy apuesto y nada tonto; sencillamente un benefactor egocéntrico y falto de sentido práctico. Se decía que en la actualidad escribía un libro sobre el principio de precaución.
Había creado asimismo la Fundación V. Allen Willy, que daba apoyo a la causa de la justicia ecológica mediante docenas de organizaciones, incluido el NERF. Y era lo bastante importante para justificar una visita de Henley en persona.
—¿Así que es un ecologista rico? —dijo el chico del FBI.
—Así es —contestó Kenner.
El muchacho asintió con la cabeza.
—Bien —dijo—, pero aún no lo entiendo. ¿Qué le hace pensar que un hombre rico dejará la casa vacía?
—Eso no te lo puedo decir. Pero lo hará. Y quiero saberlo en cuanto ocurra. —Kenner entregó una tarjeta al agente—. Telefonea a este número.
El chico miró la tarjeta…
—¿Eso es todo?
—Eso es todo —contestó Kenner.
—¿Y cuándo va a ocurrir?
—Pronto —contestó Kenner.
Sonó su teléfono. Lo abrió. Era un mensaje de texto de Sanjong:
HAN ENCONTRADO EL
AV SCORPIO
.
—Tengo que irme —dijo Kenner.
—Tonterías —dijo Ted Bradley, sentado en el asiento del acompañante mientras Evans conducía con destino a Van Nuys—. No vas a ser tú el único que se divierta, Pietro. Sé que la semana pasada estuviste haciendo excursiones secretas. Ahora iré yo también.
—Ted, no puedes venir —contestó Evans—. No te lo permitirán.
—Deja que me preocupe yo por eso, vale —dijo Bradley sonriendo.
Evans pensó: «¿Qué está pasando?». Bradley se había pegado de tal modo a él que prácticamente lo llevaba cogido de la mano. Se negaba a dejarlo solo.
Sonó el teléfono móvil de Evans. Era Sarah.
—¿Dónde estás? —preguntó ella.
—Llegando al aeropuerto. Ted está conmigo.
—Ajá —dijo ella en un tono vago que daba a entender que no podía hablar—. Bien, nosotras acabamos de llegar al aeropuerto, y parece que hay un problema.
—¿Qué clase de problema?
—Legal —respondió Sarah.