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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (36 page)

BOOK: Estado de miedo
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—Eso son detalles, Nicholas —adujo Henley—. Te pido que veas las cosas en toda su amplitud…

En ese momento sonó el teléfono. Drake contestó y escuchó por un momento. A continuación tapó el auricular con la mano y se volvió hacia Henley.

—Tendremos que continuar más tarde, John. Ha surgido una emergencia.

Henley se levantó y abandonó la sala. Se interrumpió la grabación.

La pantalla quedó en negro.

Evans permaneció con la vista fija en la pantalla. Sintió náuseas, un mareo, y se le revolvió el estómago. Tenía el mando a distancia en la mano, pero no pulsó ningún botón.

El mal momento pasó. Respiró hondo. Reflexionando, comprendió que, en realidad, lo que acababa de ver no era sorprendente. Quizá Drake era más explícito en privado —todo el mundo lo era— y obviamente padecía la presión del dinero. Pero la frustración que expresaba era comprensible. Desde el principio, el movimiento había tenido que luchar contra la apatía de la sociedad. Los seres humanos no pensaban a largo plazo. No veían la lenta degradación del medio ambiente. Siempre había sido una labor ardua inducir al público a hacer algo que, en suma, redundaba en su propio beneficio.

Esa lucha no había acabado ni remotamente. De hecho, estaba apenas en sus albores, y probablemente era cierto que no resultaba fácil recaudar fondos para prevenir el calentamiento del planeta. Así que Nicholas Drake veía su trabajo condicionado, y en realidad las organizaciones ecologistas contaban con escasa financiación. Cuarenta y cuatro millones para el NERF, lo mismo para el Consejo de Defensa de los Recursos Naturales, quizá cincuenta para el Club Sierra. La más grande era Conservación de la Naturaleza, que recibía setecientos cincuenta mil millones. Pero ¿qué era eso comparado con los billones de dólares que podían movilizar las empresas? Eran David y Goliat. Y Drake era David, como él mismo había dicho con frecuencia.

Evans consultó su reloj. En todo caso, era hora de ir a ver a Drake.

Sacó el DVD del reproductor, se lo metió en el bolsillo y salió del apartamento. En el camino, repasó lo que iba a decir. Lo ensayó una y otra vez para perfeccionarlo. Tenía que hacerla con sumo cuidado, porque todo lo que Kenner le había pedido que dijese era mentira.

BEVERLY HILLS
SÁBADO, 9 DE OCTUBRE
14.12 H

—Peter, Peter —dijo Nicholas Drake, estrechándole la mano afectuosamente—. ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Has estado fuera?

—Sí.

—Pero no has olvidado mi petición.

—No, Nick.

—Siéntate.

Evans tomó asiento, y Drake se acomodó detrás de su escritorio.

—Adelante —dijo Drake.

—He localizado el origen de esa cláusula.

—¿Sí?

—Sí. Tenías razón. George sacó la idea de un abogado.

—¡Lo sabía! ¿Quién?

—Un abogado externo, no de nuestro bufete. —Evans habló con cuidado, repitiendo lo que Kenner le había ordenado.

—¿Quién?

—Por desgracia, Nick, existe documentación. Borradores subrayados en rojo con los comentarios de George a mano.

—¡Mierda! ¿De cuándo?

—Hace seis meses.

—¡Seis meses!

—Según parece, George llevaba un tiempo preocupado por… la situación. Los grupos a los que daba apoyo.

—No me dijo nada.

—Ni a mí —contestó Evans—. Eligió a un abogado externo.

—Quiero ver esa correspondencia —exigió Drake.

Evans negó con la cabeza.

—El abogado no lo permitirá.

—George está muerto.

—El compromiso de confidencialidad continúa después de la muerte. «Swidler y Berlín contra Estados Unidos».

—Eso son gilipolleces, Peter, y tú lo sabes. Evans se encogió de hombros.

—Pero ese abogado se atiene al reglamento. Y posiblemente yo me he excedido ya diciéndote lo que te he dicho.

Drake tamborileó con los dedos sobre el escritorio.

—Peter, la demanda de Vanuatu necesita con urgencia ese dinero.

—He oído que la demanda podría abandonarse.

—Tonterías.

—Porque los datos no revelan ningún aumento en el nivel del Pacífico.

—Yo que tú me andaría con cuidado al afirmar cosas como esa —advirtió Drake—. ¿Dónde lo has oído? Porque eso, Peter, tiene que ser desinformación procedente de la industria. No existe la menor duda de que el nivel del mar aumenta en todo el mundo. Se ha demostrado científicamente una y otra vez. Da la casualidad de que el otro día consulté las mediciones del nivel del mar obtenidas mediante satélite, que es un método de cálculo relativamente nuevo. Los satélites detectan un aumento de varios milímetros solo en el último año.

—¿Eran datos publicados? —preguntó Evans.

—Así de pronto, no me acuerdo —respondió Drake, lanzándole una extraña mirada—. Aparecían en uno de los resúmenes informativos que me llegan.

Evans no tenía previsto hacer preguntas como esa. Simplemente se le habían escapado, de manera espontánea. E incómodo, tomó conciencia de que había empleado un tono de escepticismo. No era raro que Drake lo mirase con extrañeza.

—No lo digo por nada en particular —se apresuró a rectificar Evans—. Son solo rumores que he oído.

—Y querías llegar al fondo del asunto —dijo Drake asintiendo con la cabeza—. Como es natural. Me alegra que me hayas llamado la atención al respecto, Peter. Pasaré el aviso a Henley y averiguaré qué andan difundiendo. Es una batalla interminable, desde luego. Ya sabes que nos las vemos con esos hombres de Neanderthal del Instituto de la Empresa Competitiva, y la Fundación Hoover y el Instituto Marshall. Grupos financiados por radicales de extrema derecha y fundamentalistas descerebrados. Pero, por desgracia, disponen de muchísimo dinero.

—Sí, lo comprendo. —Evans se volvió para marcharse—. ¿Me necesitas para algo más?

—Te seré franco —dijo Drake—, no estoy contento. ¿Volvemos a los cincuenta mil por semana?

—Dadas las circunstancias, creo que no nos queda otra opción.

—Si es así, tendremos que arreglárnoslas. Por cierto, la demanda va bien. Pero ahora debo concentrar mis energías en el congreso.

—Ah, claro. ¿Cuándo empieza?

—El miércoles —contestó Drake—, dentro de cuatro días.

Y ahora si me disculpas…

—Naturalmente —dijo Evans. Al salir del despacho, dejó su teléfono móvil en la mesa supletoria, frente al escritorio.

Evans estaba ya en la planta baja cuando cayó en la cuenta de que Drake no le había preguntado por los puntos de sutura. Toda la gente que había visto ese día le había hecho algún comentario, pero no Drake.

Aunque en esos momentos Drake, con los preparativos del congreso, tenía muchas cosas en la cabeza, desde luego. Justo enfrente, Evans vio la sala de reuniones de la planta baja, convertida en un hervidero de actividad. La pancarta colgada en la pared rezaba:
CAMBIO CLIMÁTICO ABRUPTO: LA CATÁSTROFE DEL FUTURO
. Unas veinte personas jóvenes se apiñaban en torno a la mesa, sobre la que se alzaba una maqueta del interior del auditorio y los aparcamientos de alrededor. Evans se detuvo un momento a observar.

Uno de los jóvenes colocaba bloques de madera en los aparcamientos para simular los coches.

—Eso no va a gustarle —previno otro—. Quiere que se reserven las plazas más cercanas al edificio a las unidades móviles de los medios de comunicación, no a los autobuses.

—He dejado tres plazas aquí para la prensa —contestó el primero—. ¿No basta con eso?

—Quiere diez.

—¿Diez plazas? ¿Cuántos equipos cree que van a presentarse para esto?

—No lo sé, pero quiere diez plazas y nos ha dicho que encarguemos más potencia eléctrica y líneas telefónicas.

—¿Para un congreso académico sobre el cambio climático abrupto? No lo entiendo. ¿Qué puede decirse de los huracanes y las sequías? Tendrá suerte si aparecen tres unidades móviles.

—Oye, el jefe es él. Marca diez plazas y acabemos.

—Eso significa que los autobuses tienen que ir a la parte de atrás.

—Diez plazas, Jake.

—Está bien, está bien.

—Aliado del edificio. Porque los alimentadores son muy caros. El auditorio nos cobra un ojo de la cara por el material complementario.

En el extremo opuesto de la mesa, una chica decía:

—¿Cómo estarán iluminados los espacios de exposición? ¿La luz permitirá proyectar vídeos o será demasiado intensa?

—No, los vídeos se han restringido a pantallas planas.

—Algunos de los expositores tienen proyectores integrados.

—Ah, con eso debería bastar.

Una joven se acercó a Evans mientras este, inmóvil, contemplaba la sala.

—¿Puedo ayudarle? —Parecía una recepcionista. Tenía esa clase de belleza anodina.

—Sí —contestó él señalando con la cabeza en dirección a la sala de reuniones—. Querría saber cómo puedo asistir a este congreso.

—Sintiéndolo mucho, solo mediante invitación —explicó ella—. Es un congreso académico; en realidad, no está abierto al público.

—Acabo de salir del despacho de Nick Drake —dijo Evans—, y me he olvidado de pedirle…

—Ah. Bueno, tengo unas cuantas entradas de acompañante en la mesa de recepción. ¿Sabe ya qué día asistirá?

—Todos —respondió Evans.

—A eso se le llama compromiso —dijo ella sonriendo—. Si me acompaña…

En coche se tardaba un momento en llegar desde el NERF hasta el palacio de congresos, en el centro de Santa Mónica. En lo alto de una grúa, unos operarios colocaban las letras del enorme cartel; hasta el momento se leía:
CAMBIO CLIMÁTICO ABR
, y debajo:
LA CATÁSTR
.

Hacía calor dentro del coche bajo el sol del mediodía. Evans llamó a Sarah por el teléfono del coche.

—Ya está. He dejado el móvil en su despacho.

—Muy bien. Esperaba que llamases antes. No creo que eso importe ya.

—¿No? ¿Por qué?

—Parece que Kenner ya ha averiguado lo que necesitaba.

—¿Ah, sí?

—Ten, habla con él.

Evans pensó: «¿Está con él?».

—Kenner al habla.

—Soy Peter.

—¿Dónde estás?

—En Santa Mónica.

—Vuelve a tu apartamento y pon en la maleta ropa de montaña. Luego espera allí.

—¿Para qué?

—Cámbiate toda la ropa. No te dejes puesta ni una sola de las prendas que llevas ahora.

—¿Por qué?

—Más tarde.

Un chasquido. La comunicación se cortó.

Ya en el apartamento, se apresuró a preparar una bolsa de viaje. Después volvió a la sala de estar. Mientras esperaba, colocó de nuevo el DVD en el reproductor y aguardó a que apareciese el menú de fechas.

Eligió la segunda fecha de la lista.

En la pantalla vio otra vez a Drake y Henley. Debía de ser el mismo día, porque ambos vestían igual. Pero era más tarde. Drake se había quitado la chaqueta y la había colgado del respaldo de una silla.

—Ya te he escuchado antes —decía Drake, al parecer molesto—. No sirvió.

—Piénsalo de manera estructural-recomendó Henley, recostándose en su silla, fijando la mirada en el techo y juntando las yemas de los dedos de ambas manos.

—¿Qué demonios significa eso? —preguntó Drake.

—Piénsalo de manera estructural, Nicholas. Desde el punto de vista de cómo funciona la información. Qué contiene y qué la contiene.

—Eso son tonterías de relaciones públicas.

—Nicholas —replicó Henley con aspereza—. Intento ayudarte.

—Lo siento. —Drake agachó un poco la cabeza y pareció recapacitar.

Viendo el DVD, Evans pensó: «¿Es Henley quien manda aquí?». Por un momento esa impresión había dado, desde luego.

—Y ahora permíteme que te explique cómo vamos a resolver tu problema —prosiguió Henley—. La solución es muy simple. Tú ya me la has dicho…

Alguien aporreó la puerta de Evans. Evans paró el DVD y, solo para mayor seguridad, lo sacó del reproductor y se lo guardó en el bolsillo. Los golpes continuaron, impacientes, mientras se dirigía a la puerta.

Era Sanjong Thapa. Su expresión era severa.

—Tenemos que irnos —dijo—. De inmediato.

DIABLO
DOMINGO, 10 DE OCTUBRE
14.43 H

El helicóptero sobrevolaba el desierto de Arizona a unos treinta kilómetros al este de Flagstaff, no lejos del cañón del Diablo. En el asiento trasero, Sanjong entregó a Evans fotografías y listados. Hablando del Frente Ecologista de Liberación, dijo:

—Suponemos que sus redes están activas, pero también las nuestras. Tenemos todas nuestras redes en funcionamiento, y una de ellas nos proporcionó una pista inesperada. Curiosamente, la Administración de Parques del Sudoeste.

—¿Yeso qué es?

—Un organismo que reúne a todos los responsables de los parques públicos de los estados del Oeste. Descubrieron que ocurría algo muy extraño.

Un alto porcentaje de los parques estatales de Utah, Arizona y Nuevo México habían recibido reservas con antelación, y los correspondientes pagos, para picnics de empresa, celebraciones de colegios, fiestas de aniversario institucionales y demás, concentradas en ese fin de semana. En todos los casos eran acontecimientos para familias, e incluían por tanto a padres e hijos, y a veces también a los abuelos.

Era cierto que se trataba de un fin de semana de tres días.

Pero casi todas las reservas por adelantado eran para el lunes. Solo había unas cuantas para el sábado y el domingo. Ninguno de los superintendentes de parques recordaba nada semejante.

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